SpaceX lanza con éxito un cohete Falcon 9 con múltiples satélites Starlink antes del amanecer desde la Base de la Fuerza Espacial Vandenberg el 24 de enero de 2025, en Lompoc, California. GETTY.

La red brutalista

El dominio digital de Estados Unidos no es solo estructural, se está convirtiendo en un arma geopolítica y está obligando a las naciones a reconsiderar el precio de la dependencia digital. La cuestión es ahora cómo priorizar la soberanía digital sobre una infraestructura esencial pero condicionada.
Rafal Rohozinski
 |  27 de marzo de 2025

La Historia puede registrar nuestra era como una de notable ingenuidad, cuando las naciones anclaron voluntariamente su soberanía digital sin cuestionar quién controlaba sus cimientos. El prolongado dominio de Estados Unidos de la arquitectura de Internet, que en su día fue celebrado como una fuerza para la innovación y el comercio abierto, se utiliza cada vez más como un “instrumento brutalista” de interés nacional. Cuando un negociador estadounidense anónimo supuestamente amenazó a Ucrania con “firmar el acuerdo de minerales o cerrarían Starlink”, quedó demostrado lo rápido que la infraestructura digital puede transformarse de salvavidas a herramienta de presión. Ese momento no marca una anomalía, sino el surgimiento de un nuevo paradigma en la competencia geopolítica: la instrumentalización deliberada de la dependencia digital.


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La economía digital global, que ahora representa entre el 12,5 y el 35 por ciento del PIB mundial, tiene sus posiciones de mando en manos estadounidenses. Desde la computación en la nube hasta la inteligencia artificial (IA), desde los protocolos de Internet hasta las redes de satélites, la supremacía tecnológica de Estados Unidos se extiende prácticamente a todos los ámbitos de la era de la información. Sin embargo, lo que distingue a esta forma de alcance imperial de sus antecedentes históricos es tanto su ubicuidad como su invisibilidad. A diferencia de los cañoneros de las potencias coloniales o las bases militares de las superpotencias de la Guerra Fría, el dominio digital de Estados Unidos opera en gran medida fuera de la vista del público, integrado en la propia infraestructura que permite la vida económica moderna.

La doctrina “Estados Unidos primero” del presidente Trump ha levantado el telón de esta realidad. Donde antes Estados Unidos defendía una visión multipartita del Internet global supuestamente dedicada al bien común, ahora, bajo el enfoque transaccional de “Estados Unidos primero”, los antiguos aliados deben enfrentarse a la realidad de que Estados Unidos puede, en cualquier momento, convertir en arma su dominio de la economía digital. Aquellos aliados que durante mucho tiempo han confiado su futuro digital a sistemas dominados por Estados Unidos están experimentando un duro despertar.

 

De la United Fruit a la United Cloud

La hegemonía tecnológica de Estados Unidos representa tan solo el último capítulo de una larga historia de aprovechamiento del dominio para obtener una ventaja estratégica. A principios del siglo XX, la United Fruit Company ejerció un control casi soberano sobre las economías centroamericanas, orquestando golpes de Estado y cambios de régimen que dieron origen al término “repúblicas bananeras”. La ingeniería de Theodore Roosevelt para lograr la independencia de Panamá de Colombia en 1903 aseguró el control estadounidense sobre una ruta marítima global vital. Durante la Guerra Fría, la orquestación por parte de la Agencia Central de Inteligencia del golpe de Estado de 1953 en Irán aseguró el acceso occidental a las reservas de petróleo de Oriente Medio.

El imperialismo digital actual opera con mayor sutileza y alcance que estos precedentes territoriales. Las batallas ya no son por los plátanos y el petróleo, sino por la arquitectura binaria de la economía global. Amazon Web Services (AWS), Microsoft Azure y Google Cloud Platform (GCP) se han convertido en los nuevos United Fruits, proveedores de infraestructura esenciales cuyos servicios son indispensables para gobiernos, empresas y ciudadanos de todo el mundo. El territorio soberano en disputa no es físico sino virtual: los entornos de nube, las redes de comunicación y los repositorios de datos donde se desarrolla cada vez más la vida económica y política moderna.

 

Las alturas imponentes de la economía digital

El alcance de la hegemonía digital de Estados Unidos es asombroso desde cualquier punto de vista. En la computación en la nube (la capacidad de procesamiento y almacenamiento distribuidos que sustenta desde la banca hasta la atención médica), las empresas estadounidenses controlan aproximadamente el 63 % del mercado mundial. Alrededor del 97 % de las principales empresas de Alemania dependen de los servicios en la nube, la mayoría de las cuales utilizan AWS, Azure y GCP, y los gobiernos, desde Gran Bretaña hasta Australia, confían funciones críticas a la infraestructura en la nube estadounidense, incluido el paquete de escritorio empresarial y el sistema operativo Microsoft 365, ampliamente utilizados.

El enrutamiento y la gobernanza de Internet siguen estando estrechamente en manos estadounidenses. Las empresas americanas poseen u operan la mayoría de los cables submarinos del mundo y nueve de los trece servidores de nombres de dominio raíz; y los centros de datos estadounidenses manejan hasta el 70 por ciento del tráfico mundial de Internet. Países desde Brasil hasta Kenia enrutan su conectividad a través de centros estadounidenses, lo que convierte a Estados Unidos en el guardián de facto de la comunicación global.

En inteligencia artificial (IA), Estados Unidos domina el mercado mundial a través de pioneros como OpenAI, Google, Microsoft, Grok y Anthropic, y una multitud de empresas emergentes y en expansión. A pesar de los ambiciosos desafíos de los programas de IA respaldados por el Estado chino y los marcos regulatorios europeos, su ventaja en investigación, talento e inversión le da a Estados Unidos una influencia decisiva sobre la evolución de esta transformadora tecnología.

El dominio de Estados Unidos se extiende incluso más allá de la atmósfera terrestre. Con el 70 % de los satélites operativos, Estados Unidos domina el espacio y representa casi el 90 % de toda la capacidad de comunicaciones en órbita. Los activos espaciales de Estados Unidos definen los límites de lo posible desde la navegación de precisión hasta la predicción meteorológica. El Sistema de Posicionamiento Global, o GPS, en el que confían miles de millones de personas a diario, personifica esta supremacía y sustenta la navegación y las telecomunicaciones a nivel mundial, especialmente en regiones donde la infraestructura terrestre está poco desarrollada.

 

La dependencia como vulnerabilidad

Las implicaciones estratégicas de esta dependencia son cada vez más evidentes. El gobierno holandés ha expresado recientemente su preocupación por la seguridad de sus datos almacenados en servidores estadounidenses en la nube, destacando las vulnerabilidades derivadas del control extranjero sobre la infraestructura de información crítica. En toda Europa han surgido temores similares a medida que los responsables políticos se enfrentan a los riesgos de confiar funciones gubernamentales y sociales esenciales a empresas tecnológicas estadounidenses.

Ya hemos visto avances de esta nueva realidad. Cuando Francia y Gran Bretaña propusieron impuestos sobre los servicios digitales a los gigantes tecnológicos, Estados Unidos respondió con amenazas de represalias arancelarias. La experiencia de Ucrania ofrece quizás el anticipo más aleccionador de los peligros de la dependencia digital. En medio de la lucha existencial de Ucrania contra la agresión rusa, surgieron informes de que SpaceX amenazó con desactivar terminales satelitales vitales de Starlink, que permiten tanto comunicaciones militares como servicios civiles, a menos que el país cediera el control sobre valiosas reservas minerales. En marzo de 2025, Estados Unidos cortó el acceso de Ucrania a las imágenes por satélite proporcionadas por la empresa estadounidense Maxar Technologies tras la disputa pública entre el presidente Zelenski y el presidente Trump. Esto no fue diplomacia, sino coerción, aprovechando la infraestructura digital como moneda de cambio más poderosa que las sanciones tradicionales.

Para Canadá, vecino del norte de Estados Unidos y aliado aparente, las vulnerabilidades son especialmente graves. Estudios de la Autoridad Canadiense de Registro de Internet y de Packet Clearing House revelan que entre el 64 % y el 70 % del tráfico de Internet canadiense pasa por territorio estadounidense, y un correo electrónico típico cruza la frontera varias veces antes de llegar a su destino nacional. El panorama de la infraestructura física es aún más preocupante: los 13 cables de fibra óptica transpacíficos llegan a la costa oeste de EEUU, y ninguno termina en Canadá. De los 14 cables de fibra óptica transatlánticos, 12 llegan a la costa este de EEUU, mientras que solo dos se conectan directamente a Canadá. La infraestructura crítica canadiense, desde las redes eléctricas hasta los tractores John Deere, depende de servicios digitales que no son propiedad ni están controlados por el país. Más del 61 % de las empresas canadienses almacenan datos críticos en servicios en la nube estadounidenses. Cualquier decisión de restringir el acceso, ya sea mediante la denegación directa o mediante recargos punitivos, devastaría la economía de Canadá de forma más eficaz que cualquier arancel convencional, paralizando las operaciones digitales y exponiendo los datos sensibles a la vigilancia extranjera.

 

De la retórica a la realidad

La cuestión ya no es si Estados Unidos puede utilizar su hegemonía digital como arma, sino cómo y cuándo. Los primeros indicios ya son visibles. Cuando Francia y Gran Bretaña propusieron impuestos sobre los servicios digitales a gigantes tecnológicos como Google y Amazon, Estados Unidos respondió con amenazas de aranceles de represalia, presentando estas medidas de soberanía como barreras comerciales injustas y exigiendo al mismo tiempo un trato preferencial para sus gigantes tecnológicos.

La disputa de los minerales de Ucrania demuestra lo rápido que la influencia digital puede ir más allá de la mera retórica. La administración Trump no se limitó a negociar el acceso, sino que, según se informa, utilizó su influencia tecnológica como chantaje para obtener el control de las reservas de litio y tierras raras, esenciales para los intereses estratégicos estadounidenses. Si Estados Unidos está dispuesto a mostrar su fuerza con tanta contundencia en lo que respecta a los recursos físicos, parece inevitable que haga lo mismo con su supremacía digital, donde su control es aún más seguro.

 

La gran reversión

La solución exige lo que podría denominarse una “gran inversión” de la globalización y la interdependencia que han definido la economía digital desde la década de 1990. Las naciones deben ahora priorizar la soberanía digital como protección contra una infraestructura condicionada en un panorama geopolítico cada vez más fracturado.

Esta transición requiere desenredar complejas dependencias entre sistemas que compiten entre sí. Los recursos críticos como el GPS no pueden reemplazarse de la noche a la mañana, ni siquiera con alternativas como el BeiDou de China, el GLONASS de Rusia o el Galileo de la Unión Europea, que están en desarrollo. Los cables submarinos y las redes satelitales globales requieren diversificación y redundancia. Los gobiernos deben implementar políticas que incentiven el crecimiento de la informática y los centros de datos nacionales, dirigiendo la inversión hacia una infraestructura digital segura y soberana.

Los próximos años prometen ser caóticos e impredecibles a medida que la economía digital mundial se fractura de un sistema dominado por Estados Unidos a un mosaico de redes alineadas regionalmente. Durante décadas, Rusia ha abogado por una red de Internet soberana, una visión desestimada por las potencias occidentales como una extralimitación autoritaria. Ahora, en un curioso giro de guión, es Estados Unidos –la hegemonía digital brutalista dominante– quien está orquestando el último acto de la globalización, obligando a las naciones a reconsiderar el precio de la dependencia digital.

A medida que se da forma a esta nueva realidad, los países se enfrentan a una dura elección: desarrollar capacidades digitales soberanas o seguir siendo vulnerables a los caprichos de las potencias extranjeras que utilizan la infraestructura como arma. La era de la ingenuidad digital ha terminado. La red brutalista espera.

Artículo traducido del inglés de la web de CIGI.

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