La reconciliación entre Fatah y el movimiento islamista Hamás, las dos mayores fuerzas políticas de Palestina, ha generado una enorme oposición en Israel y Estados Unidos, que consideran al segundo una organización terrorista. A juzgar por las declaraciones de Washington y Tel Aviv, el gesto, realizado el 23 de abril, podría poner fin al frágil proceso de paz con Palestina, reiniciado por el secretario de Estado americano, John Kerry, a principios de 2013.
El cisma entre las dos facciones data de 2006, cuando Fatah se negó a admitir el resultado de unas elecciones parlamentarias en las que el hasta entonces minoritario Hamás se impuso como vencedor. En junio del año siguiente, un enfrentamiento sangriento entre ambas facciones se saldó con la pérdida de la franja de Gaza por parte de la Autoridad Nacional Palestina. Ismail Hainya, primer ministro de Hamás, se convirtió en el gobernador de facto de la ciudad. Es el mismo Haniya en cuya casa se llevaron a cabo las negociaciones de reconciliación, que han pasado por alto puntos de fricción, como el futuro de las milicias que permanecen bajo control de Hamás. La reconciliación, con todo, es frágil. A pesar de que la mayoría de los palestinos la desea, iniciativas similares, negociadas en Doha y Cairo en 2011 y 2012, terminaron fracasando.
Varios motivos hacen la reconciliación necesaria. La falta de legitimidad de Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, es clamorosa. Su mandato expiró en enero de 2009. Tras presidir la reconciliación, y encabezando un gobierno tecnocrático hasta la convocatoria de nuevas elecciones dentro de seis meses, Abbas puede restablecer parte de su credibilidad. La reconciliación también conviene a Hamás. El grupo islamista se encuentra en una situación precaria desde junio, cuando el golpe de Estado en Egipto le privó del apoyo de los Hermanos Musulmanes. De cara al proceso de paz, la decisión permite a los palestinos presentar un frente común en las negociaciones.
Nada de esto ha aplacado a los críticos de la decisión, con frecuencia los mismos que hasta ahora criticaban a Abbas por carecer de legitimidad y no poder garantizar el apoyo de los islamistas. Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí, ha declarado que Abbas debe elegir entre la paz con Israel o la paz con Hamás. Tzipi Livni, actualmente ministra de Justicia y supervisora del proceso de paz, ha tachado el desarrollo de “muy problemático”. EE UU, cuya pretensa de ser un mediador neutral se ve constantemente socavada por su sesgo pro-Israel, se ha declarado “decepcionado” por la reconciliación.
Ninguno de estos lamentos viene al caso. Nadie ha exigido a Netanyahu depurar su gobierno de partidos ultraderechistas que compiten con Hamás en extremismo. El propio grupo islamista recibía apoyo tácito de Israel cuando aún era una espina en el costado de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP, de quien Fatah es heredera) y su mediático Yasser Arafat. Incluso el dominio que ejercen los islamistas en la franja de Gaza desde 2007 fue propiciado por EE UU. Aunque el enfrentamiento en el que Hamás desbancó a Fatah es frecuentemente presentado como un golpe militar, la realidad es distinta. En 2008, David Rose reveló que Washington y Tel Aviv armaron y prepararon a milicianos de Fatah para acabar con sus rivales en Gaza, intento en el que fracasaron al ser atacados preventivamente por Hamás. En resumidas cuentas, criticar la reconciliación es un acto de hipocresía.
Achacar el (cada vez más probable) fracaso del proceso de paz a los palestinos también supondría ignorar el ninguneo sistemático al que las autoridades israelíes sometieron a Kerry. Hace un mes, el gobierno de Netanyahu anunció la construcción de 186 viviendas en el este de Jerusalén, ignorando tanto las reivindicaciones palestinas como las de EE UU y la comunidad internacional. Incluso durante el proceso de paz, la construcción de asentamientos ilegales no ha hecho más que continuar. La exigencia de que los palestinos reconozcan a Israel como “Estado judío”, obviando el hecho de que una quinta parte de su población es árabe, supone otro palo en la rueda de las negociaciones, y una excusa para que Hamás continúe sin reconocer el derecho a existir de Israel.
A menudo se critica la ausencia de un Nelson Mandela en Palestina. El lamento es injusto, porque ignora la ausencia de un Frederik de Klerk en Israel. La colaboración de De Klerk no es comparable con el sacrificio de Mandela, pero atestigua la existencia de una voluntad de reconciliación entre los afrikáners en los noventa. Esa voluntad brilla por su ausencia en Israel. Ante una ocupación moralmente insostenible, carece de sentido exigir del débil una moderación a la que el fuerte no se atiene. Lamentablemente, la reconciliación entre palestinos e israelíes tendrá que esperar.