El 19 de junio se celebra el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia Sexual en Conflicto. Un recordatorio reciente y minúsculo para un fenómeno tan antiguo como la violencia sexual en la guerra, cuyas raíces se encuentran en la estructura social heteropatriarcal que jerarquiza nuestra dignidad y valía como seres humanos según género y orientación sexual. No es un fenómeno que afecte solamente a las mujeres, pero la diferencia cuantitativa de casos y la desigualdad que marca la posición de la mujer desde el inicio de los conflictos, hace que el continuum de violencia esté definido principalmente por la relación hombre agresor-mujer agredida.
La violencia sexual –definida por la ONU como el “intento o ejecución de cualquier acto sexual, o cualquier otro acto dirigido hacia la sexualidad de una persona, a través de la coerción, por parte de cualquier individuo, sin considerar su relación previa con la víctima, en cualquier contexto. Incluye la violación, definida como la penetración forzada físicamente o de cualquier otro modo en la vulva o ano con un pene, otra parte del cuerpo o un objeto”– es juzgada y sancionada ya como violación del derecho internacional humanitario y crimen de guerra, cuando se realiza de forma sistemática en un contexto bélico. Ha costado sudor y tiempo que así fuera, que se superara su consideración como cuestión doméstica sin interés internacional, o como “daño colateral” de un conflicto. Su primera aparición como crimen de lesa humanidad fue en 1993, en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia. Hoy la comunidad internacional cuenta con más herramientas y protocolos para poner fin a esta lacra –o al menos perseguir y ajusticiar a los perpetradores– que hace escasamente 30 años. Lo que falta es voluntad política y más voces femeninas que, organizadas desde abajo, den forma a la implementación de los mecanismos existentes y los que quedan por crear.
Botín de guerra
La cosificación de la mujer está en la base del problema. En tiempos de guerra, la estructura social flojea, lo que generalmente va acompañado por un vacío de poder –y de justicia– desplazando la balanza de la moralidad en los individuos. Esto acentúa los roles de género y la discriminación hacia la mujer y la niña, y sus cuerpos se convierten en botines de guerra o herramientas de humillación colectiva –generalmente con el objetivo de acabar con el orgullo de un grupo étnico determinado–, limpieza étnica, genocidio, etcétera.
Los números totales de afectadas son incalculables, en parte por falta de anonimato en el proceso, por el riesgo de marginación o humillación social por dar testimonio, o porque los perpetradores están en los puestos de poder: entre aquellos supuestamente encargados de la protección y mantenimiento de la paz en campos de refugiados o zonas bajo vigilancia internacional; o directamente entre los políticos de un país tras el periodo bélico, protegidos por una amnistía.
Se conocen fenómenos concretos que por su magnitud o resonancia histórica han conseguido perturbar la conciencia colectiva internacional. Por poner algunos ejemplos, sin retroceder hasta el rapto de las sabinas, las “mujeres de consuelo” coreanas durante la segunda guerra mundial, la violación de mujeres alemanas por el Ejército Rojo, los “campos de violación” serbio-bosnios durante la guerra de Yugoslavia, la violación masiva de mujeres tutsi en Ruanda, o la difícil elección de las mujeres rohingya entre esclavitud sexual o matrimonio forzado.
“La violencia sexual es un crimen basado en el género usado para humillar, ejercer poder, y reforzar las normas de género. Sostiene miedo e inseguridad. El estigma asociado a la violencia sexual previene a muchas supervivientes de denunciar el abuso, acceder a servicios médicos y psicológicos y de buscar justicia”. Testimonio de Mina Jaf, fundadora de Ruta de las Mujeres Refugiadas y representante de la ONG Grupo de Trabajo de MPS, en el debate abierto del Consejo de Seguridad sobre violencia sexual en conflicto (15 de mayo de 2017).
Yugoslavia, atrocidad cercana
El avance para su erradicación es lento e insuficiente. El interés de la comunidad internacional por la violencia sexual parte de las guerras de la antigua Yugoslavia y Ruanda, en los años noventa. Muchos autores hablan de lo ocurrido en Yugoslavia como la atrocidad que despertó al mundo. Sin embargo, otras autoras defienden que no fue el nivel de violencia el factor clave, sino la cercanía al occidente liberal europeo que ya estaba asentado. ¿Resulta el acto más atroz si el violador es un soldado serbio, un casco azul holandés o un rebelde sirio?
La ausencia de mujeres en los debates sobre la violencia sexual ha dificultado un arranque inclusivo de su tratamiento en la arena global. Gran parte de las resoluciones que se han hecho al respecto caen en la infantilización de la mujer, privando a la víctima de su agencia, y retratando a las mujeres civiles en situaciones de conflicto como meras observadoras pasivas de su terrible destino. Esto tiene que cambiar para una gestión efectiva de la solución.
Los efectos de la violencia sexual van más allá del acto en sí y del contexto en el que se enmarque. La violencia sexual está profundamente ligada a las posibilidades de un futuro de paz en una comunidad: desplazamientos de personas; infecciones de VIH/Sida tanto entre víctimas como violadores –disminuyendo su disposición para mantener la paz–; el estigma y humillación que supone para las mujeres haber sido violadas; las limitaciones de ascenso social y económico que se deriva de esa marginación; el contagio de este rechazo social a los “hijos de la guerra”, los bebés nacidos de las violaciones en tiempos de conflicto; o la sensación colectiva de impunidad que reina entre la población civil –máxime la femenina– si las amnistías que suelen formar parte de los procesos de paz evitan que la justicia llegue a los responsables de episodios de violencia sexual.
Las semillas del mal
¿Cómo es posible que la comunidad internacional no viera todas estas amenazas para la paz y seguridad posbélica y transfronteriza por la violencia sexual? Porque el bienestar de la mujer nunca ha estado en el orden del día. Esto en parte se debe a que las agendas de seguridad nacionales, semillas de la agenda de seguridad internacional, están enfocadas a cuestiones de guerra, no de paz. No se molestan en corregir la desigualdad, malestar social o tensiones interétnicas antes de un conflicto, sino que se activan cuando ya empieza a correr la sangre, y tampoco –hasta hace unos años– se preocupaban de hacer un seguimiento adecuado de la situación socioeconómica y cultural que acompaña a una sociedad en contexto de posguerra. La escuela de la seguridad humana (human security), influenciada por las teorías feministas, parece querer corregir esa orientación, ampliando el foco a la prevención de conflictos y a la indemnización por los daños, en forma eminentemente de justicia.
Existen muchos frentes dentro de la lucha por la igualdad de las mujeres y niñas, pero este resulta especialmente sensible por la destrucción que genera física y psíquicamente en sus víctimas. La urgencia es quizá mayor por el siguiente hecho: de la violencia de género, da igual la clase social, nacionalidad o edad, ninguna mujer está a salvo. La violencia sexual contra las mujeres y niñas ya ocurre, en mayor o menor medida, estando más o menos sancionado, en nuestras sociedades. El aumento exponencial de esta realidad en el caótico contexto de una guerra nos convierte a todas en potenciales víctimas. La lucha de las mujeres, organizadas o no, por conseguir frenar la reproducción e impunidad de los actos de violencia sexual se alimenta de la injusticia padecida por todas las mujeres violadas o degradadas en el pasado, pero mira al futuro, a las niñas y mujeres que, gracias a estos esfuerzos, pueden evitar caer víctimas de esta violencia atroz.