Los emigrantes que tratan de acceder a Europa han añadido urgencia al debate intervencionista. ¿Puede haber islas de paz y prosperidad en un océano de caos y desesperación? Durante los últimos 15 años, la respuesta ha sido un rotundo no. El auge de las misiones de paz de la ONU, que han visto crecer el número de cascos azules de unas decenas de miles a más de 100.000, mostró un nuevo activismo de la comunidad internacional.
Hoy, esa confianza se ha perdido. El mantenimiento de la paz es visto como una cosa cara, compleja y de alto riesgo. ¿Realmente merece la pena esa inversión, tanto de sangre como de dinero, si los resultados son tan dudosos? ¿Deberían priorizarse el refuerzo de las fronteras y las operaciones antiterroristas concretas, en vez del escurridizo objetivo de estabilizar países?
Los líderes políticos no saben qué conclusiones sacar tras una década y media de intervencionismo, pese a que son conscientes de que una misión exitosa puede salvar decenas de miles de vidas, y compensar por muchos fracasos. Esta puede ser la razón por la cual no ha habido una fuerte caída en el número de operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU. Como jefe de estas operaciones durante ocho años (los de máximo crecimiento), creo que hay dos conclusiones importantes que deben ser tenidas en cuenta en este debate.
La primera es que la fuerza militar, sea empleada por la ONU, por Estados Unidos o por la OTAN, no puede estabilizar por sí misma un país. La clave en un proceso de estabilización es la política. En demasiadas ocasiones en los últimos 15 años se le ha dado más importancia a la acción militar que a la estrategia política. Esto puede desanimar a los gobiernos locales, evitando que introduzcan las reformas necesarias y produciendo efectos contrarios a los deseados.
Es el riesgo que corre Malí, donde el presidente Modibo Keita, cómodamente instalado en su cargo, ve pocos motivos para abrir el debate político y afrontar los muchos problemas de su país. En este caso, la acción militar no ha sido seguida por una cuidadosa y efectiva estrategia política.
La segunda conclusión es que para que la intervención militar juegue un papel importante de apoyo en un proceso político tiene que ser aplicada pronto y de manera inteligente. En Afganistán, la coalición liderada por EE UU dependía inicialmente de los señores de la guerra, dejando Kabul y las zonas rurales a merced de las milicias en vez de establecer una fuerte e imparcial presencia internacional. Cuando se vio que los talibanes estaban reconstruyéndose, tuvo que recuperarse el tiempo y el terreno perdidos, pero intentar imponer la fuerza mientras se lidiaba con los talibanes resultó mucho más difícil una vez que la primera oportunidad se había desaprovechado.
Lo mismo puede decirse de República Democrática del Congo. La misión de la ONU en el país africano se reforzó como respuesta a las diversas crisis, y se ha robustecido en un momento en el que su capital político está agotado. Por el contrario, la fortaleza incial de las fuerzas de paz en Sierra Leona (pese al debate que suscitó) y en Liberia fueron cruciales para que esas misiones (menos exigentes, pese a todo, que las anteriores) estén más cerca del éxito.
La postura del Consejo de Seguridad de la ONU respecto a la relación entre la fuerza y la política es ambivalente. La prioridad a la protección de los civiles (derivada, en parte, de su abstención durante el genocidio de Ruanda) puede convertirse en una distracción: la creación, hace un año, de una brigada especial encargada de proteger a la población del Este del Congo frente a los grupos armados no es una reacción adecuada. Los ciudadanos solo estarán protegidos una vez que haya un Estado congoleño fiable.
El Consejo de Seguridad no puede usar los objetivos humanitarios como cortina de humo para desentenderse de su responsabilidad política. Las políticas tampoco pueden ser sustituidas por misiones antiterroristas. En Malí, un proceso político demasiado apresurado podría excluir a grupos sociales que pueden verse empujados hacia la órbita terrorista. En Libia, una intervención militar sin reconciliación entre los dos grandes bloques de poder podría fragmentar más aún el país.
De Siria a Libia, de Sudán del Sur al Congo, a Occidente le gustaría poder usar la fuerza sin sacrificar demasiados soldados y lograr la paz sin comprometerse demasiado políticamente. Esto no va a funcionar. Proteger a los civiles de ataques aéreos tiene limitaciones importantes, y los países en desarrollo, que donan la mayoría de los cascos azules para estas misiones, se muestran cada vez más reticentes a desplegarlos en escenarios peligrosos, haciendo que la ONU dependa de partes interesadas. Con esto, la organización corre el riesgo de regionalizar las guerras y puede perder su baza más importante: la imparcialidad. Mientras tanto, destrozar, a base de ataques de drones, las cadenas de mando de organizaciones “terroristas” no es una estrategia política. La mayoría de los conflictos terminan con una negociación, para la cual son necesarias interlocutores.
Lo necesario es una combinación de humildad, determinación e inteligencia política. Humildad, porque se están persiguiendo objetivos de ingeniería social insostenibles y demasiado ambiciosos, que deben ser reducidos a objetivos realistas. Determinación, porque la abstención no es una opción, e incluso los objetivos más pequeños requieren la voluntad de tomar decisiones arriesgadas, incluyendo el despliegue de fuerzas altamente capacitadas para ayudar en las misiones de la ONU. Inteligencia política, porque la paz se suele conseguir mediante compromisos imperfectos que eviten una oposición binaria entre “ellos” y “nosotros”.
La niebla de la paz es igual de traicionera que la niebla de la guerra. Va siendo hora de que la comunidad internacional reconozca que los complicados conflictos del siglo XXI no pueden ser descritos y resueltos a través de categorías simplistas y no relacionadas con la política.