Justo cuando 2020 llegaba a su fin, la Unión Europea y China anunciaron la conclusión de un Acuerdo Integral de Inversión (Comprehensive Agreement on Investment, CAI) entre ambos gigantes económicos. “Será el acuerdo más ambicioso que haya firmado China con otro país”, alardeó el anuncio oficial de la Comisión Europea.
El CAI permite a las empresas europeas un mayor acceso al mercado chino, elimina (o reduce) los requisitos del gobierno chino para las empresas conjuntas y la transferencia de tecnología en algunos sectores, y promete un trato igual para las empresas estatales y mayor transparencia regulatoria. Además, el gobierno chino ha asumido ciertas obligaciones sobre sostenibilidad ambiental y derechos laborales, entre las que destaca su compromiso de realizar “esfuerzos continuos y sostenidos” para ratificar el Convenio sobre el trabajo forzoso.
Sobre el papel, este no es solo un triunfo para la industria europea, sino también para los derechos humanos. Pero el CAI no ha sido recibido por todos de manera positiva. La reacción en Estados Unidos abarcó desde desilusión hasta una rotunda hostilidad. Para los defensores de una línea dura con China, incluidos los funcionarios del gobierno saliente de Donald Trump, la decisión da la sensación de que Europa se ha doblegado ante el poder económico de China y ha concedido a Pekín un importante triunfo diplomático.
Pero también hubo muchos moderados, entre los que se cuenta Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional designado por el presidente electo, Joe Biden, que se mostraron consternados. El gobierno entrante de Biden hubiera preferido lograr un acuerdo económico con Europa primero, para presentar un frente común contra China.
A otros les dolió la aparente ingenuidad de la UE frente a las promesas de China relacionadas con los derechos humanos. Guy Verhofstadt, ex primer ministro belga y miembro del Parlamento Europeo, tuiteó que “cualquier firma de los chinos sobre derechos humanos vale menos que el papel sobre el que se escribe”.
The stories coming out of Xinjiang are pure horror.
The story in Brussels is we’re ready to sign an investment treaty with China.Under these circumstances any Chinese signature on human rights is not worth the paper it is written on !https://t.co/39XWgvQ5jk
— Guy Verhofstadt (@guyverhofstadt) December 29, 2020
En el acuerdo chino-europeo resalta una pregunta fundamental en el orden mundial pospandemia: ¿cómo se gestionan las relaciones estratégicas y económicas entre grandes potencias con sistemas institucionales y políticos muy distintos? En particular, ¿es posible para las democracias ser fieles a sus valores mientras comercian con China y mantienen relaciones de inversión con ella?
Para responder a esta pregunta, debemos reconocer dos cuestiones. En primer lugar, es imposible visualizar una desconexión significativa de las economías occidentales y la economía china que no genere una catástrofe económica. Segundo, poco pueden hacer los países occidentales, de forma individual o colectiva, para modificar el modelo económico estatal chino o su régimen represivo de los derechos humanos y laborales.
Los acuerdos comerciales y de inversión no pueden transformar China en una economía de mercado al estilo occidental, ni convertirla en una democracia. El objetivo, entonces, es tratar de lograr un nuevo régimen mundial que reconozca la diversidad económica y política sin afectar gravemente a los beneficios del comercio y la inversión internacional.
Nada de esto implica que los países occidentales deban dejar de lado los derechos humanos o políticos cuando se relacionan con China en la esfera económica. Solo significa que EEUU y Europa deben tratar de lograr metas más limitadas, factibles y, en última instancia, defendibles.
Dos de esas metas son fundamentales. Primero, las normas comerciales y de inversión deben garantizar que las empresas y los consumidores occidentales no sean cómplices de manera directa de abusos contra los derechos humanos en China. En segundo lugar, esas normas deben salvaguardar a los países democráticos contra prácticas chinas que puedan socavar acuerdos institucionales locales laborales, medioambientales, tecnológicos y de seguridad nacional. El objetivo debe ser el respeto y la protección de los propios valores occidentales, más que su exportación.
La pregunta importante sobre el CAI, entonces, no es si la UE podrá alterar el sistema económico chino o mejorar los derechos humanos y el régimen laboral en ese país. Incluso si Pekín mejora el trato hacia la minoría musulmana uigur, continuará la represión de los disidentes y las restricciones a la libertad de expresión. Aun si China ratifica el Convenio sobre el trabajo forzoso –lo que no está nada claro–, los líderes chinos no planean reconocer a los sindicatos independientes. La pregunta relevante es si la UE ha renunciado a su libertad para implementar políticas que limiten su complicidad en los abusos contra los derechos humanos y laborales o para salvaguardar la seguridad nacional europea y sus normas laborales.
La Comisión Europea afirma que el CAI permite a la UE mantener su “margen político”, sobre todo en “sectores sensibles” como la energía, la infraestructura, la agricultura y los servicios públicos. En las áreas restantes, la UE ya está bastante abierta a la inversión china. Esto nos lleva a preguntarnos qué cree el gobierno chino que obtiene con el acuerdo.
La respuesta parece ser que China está asegurándose contra futuras restricciones europeas. El acuerdo contiene un esquema de arbitraje que permite a las partes presentar quejas por infracciones. Si las cuestiones no se resuelven a través del proceso consultivo, se deben presentar las disputas ante paneles de arbitraje con procedimientos de conformidad específicos. Mientras la Comisión ve esto como un mecanismo para evitar que los chinos den marcha atrás en sus compromisos, también podría servir para que el gobierno chino desafíe barreras de entrada específicas contra las empresas de su país.
Un marco de trabajo para la resolución de disputas es fundamental para cualquier orden mundial practicable. Pero, ¿qué ocurriría si, por ejemplo, un país europeo desea vetar a una empresa china que trata mal a sus trabajadores u opera en Xinjiang? Francia ya exige a las grandes empresas francesas que respeten los derechos humanos y las normas medioambientales internacionales en sus operaciones en el extranjero.
¿Qué ocurriría si los países europeos adoptan medidas más duras que impidan a las empresas chinas con prácticas laborales o medioambientales problemáticas operar en la UE? ¿Determinaría el mecanismo de arbitraje que estas normas son compatibles con el CAI? De manera similar, ¿qué tan flexibles serán los paneles con las excepciones al acceso a los mercados basadas en consideraciones de “seguridad nacional”?
No hay respuestas claras a estas preguntas. Mucho dependerá del texto final del CAI y del grado en que los paneles de arbitraje decidan priorizar el acceso a los mercados por encima del “interés público” planteado por los países.
En todo caso, ni el deseo de EEUU de forjar un frente común contra China ni la realidad de que el CAI se quedará corto a la hora de crear una China más libre y orientada a los mercados son argumentos válidos contra dicho acuerdo u otros similares. No debemos juzgar el CAI por su capacidad para permitir que Europa exporte su sistema y sus valores, sino por las oportunidades que ofrezca a Europa para seguir siendo fiel a sí misma.
© Project Syndicate, 2021. www.project-syndicate.org
Europa claudica al renunciar de sus valores éticos y morales occidentales y cristianos, en pro de un beneficio económico y comercial