Mientras muchas cancillerías del mundo entero suspiraban el 3 de noviembre de 2020 por una victoria de Joe Biden, las de varios países de Oriente Próximo –Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Israel o Egipto– lo hacían por la reelección de Donald Trump. Algunos líderes de la región tenían sobrados motivos para ello, sobre todo el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed Bin Salman, que pudo capear la tormenta derivada del asesinato del periodista y disidente Jamal Khashoggi, en parte, gracias al apoyo de la Casa Blanca.
La llegada de la administración Biden ha sido acogida con recelos en varios países del golfo Pérsico, pues podría alterar algunos inestables equilibrios en la región. De hecho, la elección del demócrata se dejó sentir incluso antes de su investidura. Sin un cambio de inquilino en la Casa Blanca, probablemente no se habría producido –o al menos, no todavía– el fin del bloqueo a Catar por parte de Arabia Saudí, EAU, Egipto y Bahrein. Sobre todo para Riad, era urgente limar asperezas en el Consejo de Cooperación del Golfo para presentar un frente más unido ante un nuevo presidente de EEUU que pretende firmar un nuevo acuerdo nuclear con Irán.
Durante la campaña electoral, Biden afirmó que los derechos humanos volverían a figurar en la agenda exterior de EEUU, y criticó a Trump por su apoyo a algunas dictaduras brutales, mencionando específicamente a Arabia Saudí. Una vez ya investido, ha vuelto a enviar señales de cambios en el enfoque de Washington hacia el Golfo. En su primer discurso íntegramente dedicado a política exterior, el 4 de febrero, el presidente anunció el fin del apoyo a la “operaciones ofensivas” saudíes en Yemen, una guerra que definió como “una catástrofe humanitaria y estratégica”. Desde el inicio de las hostilidades, Washington había apoyado con armamento e inteligencia el esfuerzo bélico saudí. Además, para contribuir a la búsqueda de la paz, Biden nombró a Timothy Lenderking como enviado al país árabe.
Unos días antes, su administración había decidido revisar los contratos para la venta de armamento firmados en los estertores de la presidencia Trump con Arabia Saudí y EAU. En concreto, se trata de la adquisición de 50 cazabombarderos F-35 y 18 drones Reaper valorados en cerca de 23.000 millones de dólares por parte de Abu Dabi, y otros 480 millones en bombas de precisión por Riad. Esta última transacción ha quedado suspendida; toda una advertencia.
De los países mencionados anteriormente, los gobernantes de Arabia Saudí, en concreto el príncipe heredero, Bin Salman, deberían ser los más inquietos. Fuentes cercanas a Biden han filtrado que la nueva administración se plantea hacer públicos los informes de inteligencia sobre el asesinato de Khashoggi sin pasar por un robusto filtro censor. Según la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki, la nueva administración «reevaluará» la relación con Riad y tratará directamente con el rey Salman, y no el príncipe heredero. Las relaciones entre ambos países ya atravesaron momentos de tensión durante la presidencia Barack Obama, cuando Biden era vicepresidente.
Además, debido a la cercanía de Trump y Bin Salman, las relaciones con Riad se han convertido en un elemento de la lucha partidista en EEUU, y tanto el Congreso demócrata como la sociedad civil permitirán ahora un menor margen de maniobra a la realpolitik habitual de la Casa Blanca. En cambio, EAU, con su distanciamiento de la guerra de Yemen y, sobre todo, tras el acuerdo de normalización con Israel, goza de una mejor imagen en Washington.
Sea como fuere, la estrategia de Riad es poner al mal tiempo buena cara y quitar hierro a cualquier desavenencia. “El discurso de Biden fue histórico. Confirma el compromiso de América de trabajar con sus amigos y aliados para resolver conflictos y abordar desafíos”, escribió en un tweet Adel al-Jubeir, ministro de Asuntos Exteriores saudí, obviando el fin del apoyo de EEUU a la intervención en Yemen, y agarrándose a la promesa de Biden de proteger la seguridad de Arabia Saudí frente los ataques con misiles de Irán o las milicias que le son fieles. Además de poner fin al bloqueo a Catar, el régimen saudí ha hecho diversos gestos de buena voluntad hacia Washington, como la liberación de la célebre activista Loujain al-Hathloul o de dos ciudadanos con doble nacionalidad saudí y estadounidense acusados.
Ahora bien, más allá de un cambio en la retórica, no parece que un político centrista como Biden vaya a dar un giro de 180 grados a la política exterior de EEUU. La promoción de los derechos humanos pesará más en las comunicaciones del departamento de Estado que en el terreno de las políticas concretas, como siempre ha sucedido cuando ha habido intereses importantes en juego. Y en el Golfo Pérsico, los hay.
Sin duda, el principal de estos intereses en la región es el programa nuclear iraní. En su confirmación en el Senado, el secretario de Estado, Anthony Blinken, ya afirmó que antes de tomar cualquier decisión al respecto “consultaría” a los aliados tradicionales de EEUU el área; es decir, Israel y Arabia Saudí. La buena sintonía entre Israel y las petromonarquías del Golfo, unidas en su hostilidad hacia Teherán, puede servir de escudo protector a Riad ante cualquier veleidad de castigo serio por parte de Washington.
De hecho, no ha pasado ni un mes desde la toma de posesión de Biden para observar lo complicado que será un nuevo entendimiento entre Washington y Teherán, con los halcones del régimen iraní, Israel, Arabia Saudí y los republicanos en el Congreso afanados en sabotear cualquier acercamiento. El cambio del statu quo tampoco se antoja una tarea fácil en Yemen, donde los houthíes no han mostrado hasta ahora demasiado interés en hacer concesiones en aras de la paz. Al final, bien podría suceder que, tras la sacudida del tablero que ha representado el ascenso de Biden al poder, las piezas no acabaran cayendo tan lejos de donde ya estaban.