La política configura un escenario en el que se dan cita razones y pasiones. Las primeras integran un complejo elenco de ideas construido sobre experiencias históricas, explicaciones causales, en fin, conocimiento medianamente ordenado de acuerdo con diferentes tradiciones metodológicas que pretenden conferirle validez universal. Las segundas se montan sobre las emociones, suelen tener un comportamiento binario y no necesitan de disquisiciones sofisticadas para justificar su expresividad. Entremedias se encuentran los valores que contienen elementos de unas y otras; se basan en el intelecto a la vez que en cierto sentido innato del orden moral.
El diagnóstico académico de la deriva del régimen político en Venezuela, sobre todo a partir de 2013, cuenta con brillantes aportaciones de naturaleza distinta en función del tipo de aproximación escogida. También la polarización extrema que exhibe una gama de interpretaciones de lo que acontece en la lógica amigo-enemigo es una evidencia atroz del comportamiento del ser humano, que engloba sufrimiento y confrontación hasta el límite de negar al adversario. Los valores que en su día contribuyeron a construir términos como democracia, nacionalidad, justicia social, igualdad y libertad se hallan hoy en Venezuela en almoneda.
Los términos de la fotografía que pretende reflejar la realidad parecen incuestionables, bien se trate de las cifras macroeconómicas o de las variables sociodemográficas que constituyen el cuadro en el que se integra cotidianamente la existencia de la gente. El deterioro es claro, no parece vislumbrarse un panorama que anuncie mejora, todo lo contrario, y la situación cada vez es más insostenible para la gente. La diáspora, por otra parte, lleva camino de convertirse en uno de los éxodos más abrumadores de la historia reciente de la humanidad, con el consiguiente impacto en otros países, además de la desolación brutal que conlleva para quienes se desplazan.
El tablero internacional, asimismo, acoge el caso venezolano en una arena donde se manosean relaciones con jugadores nacionales enfrentados en otros terrenos y que persiguen metas variadas: Estados Unidos, Cuba, Irán, Rusia, China. Se registran intereses diversos dominados por la economía de la energía, donde Venezuela ha dejado de ser un actor relevante, pero tiene potencial suficiente para volver a serlo. También la minería ilegal y el narcotráfico se asoman en el marco de la delincuencia internacional.
Con el país vecino, Colombia, con quien comparte una frontera de más de 2.000 kilómetros y una población binacional que supera los cinco millones de personas, no hay relaciones diplomáticas ni consulares, añadiéndose este factor al drama humano, sin olvidar las connotaciones que suponen los roces en otros ámbitos, como es el hecho de ser refugio de buena parte del FLN colombiano, actor insurgente todavía activo.
En un costado, la Unión Europea y España aparecen como actores con algo que decir, pero sus políticas domésticas hacen del problema venezolano un caso interno. Ocurre en el Parlamento Europeo y en el ruedo español. Así, el gobierno de Pedro Sánchez contempla cómo el asunto no es una cuestión de Estado, sino un asunto de continua confrontación con la oposición para debilitar a la coalición entre el PSOE y Unidas Podemos. El “pecado original” de Podemos es un permanente y cansino factor de acoso en un país donde el contingente venezolano ya sitúa a esta comunidad como la más numerosa de las latinoamericanas.
El poder de facto lo tiene Nicolás Maduro, cabeza visible de la nomenclatura chavista, en connivencia con las fuerzas armadas y los restantes cuerpos de seguridad. Esta comunión hace que los resortes de la violencia institucionalizada –según la feliz expresión weberiana– que definen el poder del régimen lo doten de una base sólida. Juan Guaidó, presidente interino reconocido por una sesentera de países, solo puede hacer gala de un tibio poder moral.
De acuerdo con la evidencia comparada, una situación de esta guisa solo puede quebrarse por un impacto exterior suficientemente vigoroso o por la paulatina disolución de la coalición gobernante. Sendas vías conllevan, además de tiempo, factores de naturaleza diversa que van desde el (inadmisible) uso de la fuerza, a través de una invasión o del inicio de un proceso de subversión interna, a mecanismos institucionales en la línea de un gran acuerdo político, algo de lo que, por otra parte, Venezuela tiene experiencia en el último siglo.
Todo ello requiere de una negociación entre el gobierno y la oposición en la que la comunidad internacional sirva de agente catalizador. Se trata de ofrecer tres tipos de garantías: celebrar unos comicios presidenciales y legislativos en diciembre de este año con un órgano electoral imparcial y un censo actualizado; asegurar a quienes hoy detentan el poder que en el caso de que lo perdieran tras las elecciones no sufrieran revancha alguna; y poner en marcha un plan de reconstrucción nacional bajo unas líneas maestras previamente establecidas con apoyo internacional.
Por su parte, la comunidad internacional tiene experiencia sobrada para llevar a cabo la tarea de intermediación, siendo la Secretaría General de Naciones Unidas el organismo adecuado. José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero podrían ser intermediadores idóneos por contar con la aquiescencia de los dos sectores en liza. El primero mantiene un indiscutible liderazgo en el ámbito del centroderecha y de la derecha latinoamericana. El segundo, con un amplio conocimiento del acontecer venezolano, tiene acceso al gobierno actual y el reconocimiento del centroizquierda y de la izquierda. En los claroscuros que ambos ofrecen podría estar el inicio de la solución de un conflicto que alcanza cotas insoportables y ante el cual la comunidad internacional, y en concreto la iberoamericana, no puede permanecer al margen. Finalmente, se evitaría la estéril partidización del asunto en clave española.