Por Áurea Moltó.
El multiculturalismo en la Unión Europea ha muerto antes de nacer. La idea de una Europa multicultural nunca llegó a ser un verdadero proyecto ni una política. Ni siquiera en los países que de alguna manera la defendieron, como Reino Unido o Alemania. Ahora, varios dirigentes europeos lo descartan como modelo para una UE en claro declive demográfico y donde la crisis está alentando posturas nacionalistas.
La primera fue la canciller alemana, Angela Merkel, cuando el 17 de octubre de 2010, ante los jóvenes de la Unión Cristiano Demócrata (CDU), aseguró que el intento de crear en Alemania una sociedad multicultural «ha fracasado completamente». Le siguió, el pasado 5 de febrero, el premier británico, David Cameron, quien defendió en la Conferencia de Seguridad de Múnich la necesidad de «construir un sentido de identidad nacional más fuerte», y también anunciaba el fracaso de la tradición británica que permite a diversas comunidades vivir juntas.
Nicolas Sarkozy respaldó de inmediato las palabras de Cameron: «la verdad es que nuestras democracias han estado demasiado preocupadas por la identidad de aquellos que llegaban y no lo suficiente con la identidad del país que les daba la bienvenida», afirmó el presidente francés. Los grupos de extrema derecha, como el Frente Nacional francés de Marine Le Pen, sienten que su visión sobre la inmigración es finalmente entendida y compartida. Francia celebrará elecciones presidenciales en 2012 y la inmigración ya se perfila como uno de los caballos de batalla. Lo hemos visto recientemente en Holanda y Suecia, hoy con gobiernos integrados por partidos o coaliciones con un discurso anti-inmigratorio.
Pero, ¿qué ha fracasado realmente en Alemania y Reino Unido? La experta canadiense en multiculturalismo Denise Helly afirma que «el problema es que se habían vendido como sociedades multiculturales e integradoras, pero en realidad nunca tuvieron una política multicultural». Según Helly, esta política requiere cinco condiciones que no se dan en Europa: una regulación de los flujos migratorios a través de cupos de entrada coherentes con las necesidades del mercado laboral; la integración igualitaria de los inmigrantes en el mercado de trabajo; la reducción de cualquier ideología étnica nacional; la garantía jurídica de los derechos de todos los residentes; y la defensa pública de la igualdad de oportunidades. El mayor obstáculo para una política multicultural en la UE es la dificultad de controlar las fronteras, pero a esto se une la soterrada defensa de la supremacía de las identidades nacionales. Y esta idea recorre el mensaje de Merkel y Cameron. «No ha existido un discurso público integrador. Los europeos siempre utilizan la inmigración cuando hay elecciones», concluye Helly.
Con casi un 19% de la población inmigrante –más del 45% en ciudades como Vancuver o Toronto– Canadá ha desarrollado el multiculturalismo en varias leyes y el carácter multicultural se considera parte del patrimonio del país.
Los países de la UE, y las propias instituciones comunitarias, están sustituyendo hoy el término «multiculturalismo» por «interculturalismo», que defiende la presencia de distintas culturas y, al mismo tiempo, la prevalencia de los valores y la cultura de la «mayoría histórica». El problema es que las tendencias demográficas de la Unión producirán un cambio de esas mayorías. Es lo que está pasando en algunas ciudades y barrios alemanes con la inmigración turca, en Reino Unido con los pakistaníes o en Francia con los norteafricanos.
Las políticas inmigratorias en los países de la UE se han centrado en promover, a través sobre todo de subvenciones, la convivencia de unas comunidades junto a otras. Pero en lugar de fomentar la integración, esto ha dado lugar a la separación de comunidades étnicas que comparten el mismo espacio pero no se comunican ni han encontrado elementos de identidad comunes.
Además, la falta de igualdad de oportunidades en el mercado laboral y unas políticas educativas erróneas han terminado produciendo el aislamiento y, en algunos casos, el resentimiento de inmigrantes de segunda generación que apenas dominan la lengua del país en el que residen. Para evitar ese resentimiento es fundamental deslegitimar las ideas etnocéntricas, algo que no han hecho ni Cameron ni Merkel con sus discursos.
En Múnich, Cameron afirmó: «Necesitamos menos tolerancia pasiva y un liberalismo muscular activo» y adelantó la posibilidad de prohibir las ayudas públicas incluso a los grupos no violentos pero que no compartan los valores liberales británicos. Merkel recordó el programa de trabajadores invitados puesto en marcha en Alemania entre los años cincuenta y sesenta: «a principios de los sesenta pedimos a los trabajadores extranjeros que vinieran a trabajar a Alemania y ahora viven en nuestro país. Nos engañamos al decir ‘no se quedarán, se irán después de un tiempo’. Pero esa no es la realidad. Y por supuesto la perspectiva multicultural, de vivir uno al lado de otro y disfrutar, ha fracasado completamente».
El programa de trabajadores invitados hizo que la población turca en Alemania pasara de ser prácticamente inexistente en los años cincuenta a superar los dos millones en 1995, pero no fue hasta el año 2000 cuando el parlamento alemán aprobó una ley de ciudadanía. El carácter provisional de esta comunidad turca y, sobre todo, el no reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho a quienes llevaban viviendo décadas en el país han fomentado la separación en lugar de la integración. Nada más lejos que lo anterior de una política multiculturalista.
Según el premio Nobel de Economía Amartya Sen, «el multiculturalismo ofrece un ejemplo claro de cómo un mal razonamiento puede atrapar a las personas en un nudo hecho por ellos mismos». Para Sen, el problema es que mientras el multiculturalismo triunfaba como eslogan ha ido surgiendo una creciente confusión sobre las demandas que supone una política de este tipo, sobre todo en lo relativo a la libertad cultural y religiosa. De esta confusión es ejemplo el protagonismo del debate sobre el velo en países como Francia o España. «Lo que se necesita no es abandonar el multiculturalismo ni renunciar al objetivo de la igualdad, sin distinción de origen étnico, racial o religioso, sino superar las confusiones», concluye Sen.
La dureza de la crisis en la UE está dando lugar a un nacionalismo que nutre posturas populistas en todos los países de la Unión. La hostilidad hacia la inmigración es uno de los puntos claves en este discurso, adoptado con diferentes matices por la derecha europea. Los partidos de centro-izquierda no han sido capaces de encontrar hasta la fecha un discurso propio sobre inmigración. Preocupados por el auge de la derecha populista y las actitudes sociales que lo alientan, el Consejo de Europa ha creado un «grupo de nueve eminentes europeos» –entre ellos el alemán Joschka Fischer, el británico Timothy Garton Ash y el español Javier Solana–. El próximo mayo, presentarán sus recomendaciones sobre cómo combatir el auge del extremismo y la intolerancia étnica y religiosa. De ahí podría surgir un planteamiento alternativo sobre la inmigración que recupere los múltiples aspectos positivos del multiculturalismo.