La democracia descansa hoy sobre pilares que se tambalean. Desde Estados Unidos a Brasil, India, Indonesia y Sudáfrica, un gran número de ciudadanos cree que el “sistema” no funciona y que los políticos y sus partidos ya no se preocupan por el ciudadano medio. La percepción de un sistema amañado refuerza este malestar. Para muchos, un líder fuerte dispuesto a romper las reglas parece la única solución.
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Este síndrome del “caudillo”, entre otras formas de referirse a este fenómeno, es un sistema de creencias que habilita la política populista y el antiestablishment. Desde Bolsonaro, a Orbán o a Trump; todos se han beneficiado de un descontento profundamente arraigado en la sociedad. El sentimiento antisistema es un fenómeno al alza, de alcance global y correlacionado con una variedad de fenómenos antiliberales, como el aumento de la corrupción, el desprecio por las instituciones, las normas de conducta y el desacato de órdenes constitucionales.
‘Populismo artificial’
Es en este contexto de democracias cada vez más frágiles donde debemos entender su convergencia con la inteligencia artificial y las grandes innovaciones tecnológicas de nuestro tiempo.
Desde que ChatGPT y otras tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa entraron en escena hace poco más de dos años el debate se ha encendido. Muchos han señalado el efecto transformador de estas tecnologías en los negocios y la política. Una encuesta reciente de Ipsos, la empresa para la que trabajo, muestra que el 54% ve el beneficio positivo de la IA para la sociedad y para ellos personalmente. Este optimismo, sin embargo, va acompañado de inquietud y miedo. Las preocupaciones sobre la IA van desde el desplazamiento de puestos de trabajo hasta amenazas existenciales para la humanidad. También en este aspecto hay un gran consenso en todo el mundo.
Los expertos coinciden en gran medida con la opinión pública. Muchos advierten de los efectos potencialmente perturbadores de la IA en las elecciones de este año y en la democracia a largo plazo. A menudo, la influencia de la tecnología se ejerce a través de campañas de desinformación. Estos despliegues abarcan desde los deepfakes hasta la intromisión en el recuento electoral, pasando por narrativas más amplias de desinformación por parte de agentes estatales y no estatales. La industria incluso ha tomado serias medidas de autorregulación en lo que respecta a la IA y las elecciones.
Pero la IA y sus repercusiones van más allá de las elecciones y deben entenderse en un contexto más amplio. En última instancia, será la opinión pública la que medie en gran parte en los desarrollos y políticas futuras y en los efectos de la tecnología en nuestras sociedades. Desde un punto de vista crítico, este año y a largo plazo se producirán distintos impactos.
Este año
En los últimos meses, ya hemos visto el extraordinario poder de la IA para crear deepfakes. Tomemos el ejemplo de la llamada robótica maliciosa de enero que se hacía pasar por Joe Biden mediante clonación de voz y pedía a la gente de New Hampshire que se quedara en casa y no votara en las primarias. O la campaña electoral de finales de 2023 de Javier Milei, actual presidente de Argentina, que desplegó IA para crear imágenes falsas de su adversario político Sergio Massa como un comunista y bandolero. Estos ejemplos provocan confusión y hacen peligrar el curso de la democracia.
Hasta la fecha, sin embargo, hay muy pocas pruebas de que la tecnología empleada con estos fines haya tenido un efecto real en los resultados electorales. Por ejemplo, un estudio de la revista Science muestra que los comportamientos y actitudes de los votantes eran independientes de la forma en que se les proporcionaba la información mediante algoritmos. Es cierto que la mayoría de estos estudios se centran en las redes sociales y no en la inteligencia artificial. En última instancia, el temor a un sustancial impacto de la IA en los resultados electorales de este año es posiblemente infundado.
En cambio, lo que debería preocuparnos es el gran potencial de la IA para complicar los consensos, por ejemplo, sobre quién ha ganado las elecciones: el efecto del “día después”, y el acato de los líderes de los resultados electorales. En el mejor de los casos, significaría una mayor incertidumbre sobre todo lo relacionado con la gobernanza. En el peor, podría implicar a actores que siembren a propósito la semilla del descontento. El atentado del 6 de enero en el Capitolio estadounidense en 2021 es un ejemplo perfecto. Hoy, el 31% de los republicanos cree que el presidente Joe Biden fue elegido ilegítimamente.
El largo plazo
En la próxima década y más allá, este “síndrome del caudillo”, junto con la naturaleza disruptiva de la IA, solo hará que la gobernanza sea mucho más difícil. En este sentido, podríamos estar entrando en un “superciclo populista” que podría durar años, alimentado por la desconfianza en el sistema, la proliferación de estos líderes y las nuevas tecnologías. Podremos, por tanto, esperar elecciones cada vez más disputadas en todo el mundo.
En segundo lugar, la IA puede tener otros efectos que se conviertan en grano para el molino populista. Por ejemplo, el posible desplazamiento de puestos de trabajo. Una gran mayoría de estadounidenses ya cree que la IA está al servicio de los poderosos. En la actualidad, gran parte del populismo en todo el mundo se basa en una reacción cultural contra el “otro” y todas sus expresiones: inmigrantes, minorías étnicas, élites, expertos, etcétera. La narrativa de un desplazamiento de puestos de trabajo no hará sino reforzar la idea de que el establishment es culpable de las privaciones económicas percibidas y reales. Un reciente informe de McKinsey estima que la IA generativa podría desplazar a 12 millones de trabajadores de aquí a 2030.
En un futuro no muy lejano, es posible que los políticos se postulen en contra de la IA y pidan con insistencia que se regule y limite la tecnología. En la actualidad, la regulación de la IA cuenta con un apoyo mayoritario en todo el mundo. Deberíamos esperar nuestro primer populista de la IA en los próximos 10 años. La historia está repleta de este tipo de populismo tecnológico. Tomemos como ejemplo el Ludismo en Inglaterra a principios del siglo XIX, se necesitó una gran fuerza militar para reprimir a los trabajadores que habían sido desplazados por los avances tecnológicos en el hilado del algodón.
Por último, el miedo a una amenaza existencial para la humanidad invade también la opinión pública. Pensemos en Terminator de Arnold Schwarzenegger, no en Chappie de Sharlto Copley. Encuesta tras encuesta, la gente ve esas amenazas como reales. La desaparición existencial es un fuerte motivador político para el populismo y la demagogia. La historia está repleta de figuras milenaristas con misiones para salvar a su pueblo: Moisés, Boudica, Abraham Lincoln, Toro Sentado, Espartaco… La creencia de que el fin está cerca –ya sea real o percibido– no hará sino reforzar el sentimiento antisistema, así como la disposición de los actores políticos a aprovecharse de tales creencias.
Unirlo todo
La tecnología en sí misma hace que nuestro mundo gire, tanto la opinión pública como los expertos lo reconocen. Pero nuestro futuro a corto plazo es de entropía social, no de cohesión. El principal culpable no es la IA, sino la erosión de la confianza en nuestro sistema y los factores estructurales que sustentan tales actitudes.
En última instancia, las soluciones surgirán de los seres humanos, sobre cómo debemos organizarnos. La tecnología es un catalizador, no una causa. Pero, salvo una solución rápida, todos debemos estar preparados para un viaje muy accidentado. En los próximos años, será difícil encontrar una gobernanza estable y alcanzar el consenso.
Artículo traducido del inglés de la web de CIGI.