Una mujer y dos niñas con mascarillas, como medida preventiva contra la propagación del Covid-19, navegan en el río Amazonas en Leticia, Colombia el 13 de mayo de 2020. GETTY

La historia se repite para los pueblos nativos americanos

La pandemia del coronavirus no conoce fronteras y ya se extiende en las reservas de navajos y hopis de Estados Unidos y a lo largo de la Amazonía, alcanzando a las comunidades más vulnerables.
Luis Esteban G. Manrique
 |  19 de mayo de 2020

«La peste no brilla como las espadas de acero, ataca en secreto y no hay indio que pueda esquivarla; le devora el cuerpo, le come los ojos, le cierra la garganta…».
Nathan Wachtel, Los vencidos (1976)

 

Un episodio de las crónicas de la conquista cuenta que el inca Huayna Cápac, padre de Atahualpa, el último emperador del Tahuantinsuyo, recibió en Quito una extraña visita que le entregó una pequeña caja que, dijo, llevaba un regalo del dios Viracocha, y de la que salieron unos seres alados que esparcieron una enfermedad desconocida. Huayna Cápac se hizo construir un recinto cerrado en el que se ocultó para que las “mariposas” no lo tocaran. Cuando abandonó su enclaustramiento, ya casi no podía caminar y poco después murió.

Aunque no es posible precisar la naturaleza de la epidemia que diezmó la población de los imperios Azteca e Inca e hizo posible su derrota al convencerles de que sus dioses habían muerto “porque su tiempo había acabado”, como escribió Octavio Paz, todos los indicios apuntan a que la viruela causó las erupciones cutáneas que, según los cronistas, desfiguraban a los enfermos.

Debido a su aislamiento del resto de mundo desde que sus primeros pobladores, los clovis, llegaron al continente atravesando el estrecho de Bering hace unos 11.000 años, sus grupos humanos no tenían defensa inmunológica alguna contra las enfermedades que tomaron por asalto sus reinos y señoríos. Unas se transmitían por el aire –como las múltiples cepas de gripe–, otras por contacto directo –viruela, sarampión–, otras por picaduras de mosquitos –tifus, malaria– y otras por las ratas, como la peste bubónica que transmitían sus pulgas.

La cocolitzli (tifoidea), según la describe Francisco Hernández en su crónica de 1576, causaba “fiebres contagiosas y abrasadoras, lengua seca y negra, sed intensa, delirios y convulsiones, gran angustia y disenterías hasta que el enfermo moría entre horribles contracciones”. Algo similar pasó en Norteamérica tras la llegada de ingleses, holandeses y franceses.

En Guns, Germs and Steel (1998), Jared Diamond estima que debido a las plagas, hacia 1618 la población nativa americana original se había reducido a los 1,6 millones, frente a los 20 millones que habitaban el Nuevo Mundo alrededor de 1492. Cuando Hernando de Soto cruzó el valle del Misisipi en 1540, vio pueblos enteros, antes densamente poblados, desolados y desiertos por las epidemias, que se prolongaron durante siglos. En 1837, escribe Diamond, una de las aldeas de la tribu Mandan, una de las principales de las grandes praderas del Medio Oeste, vio menguada su población, que pasó de unas 2.000 personas a menos de 409 en pocas semanas después del primer contagio de viruela de uno de sus miembros.

Los Waorani, cazadores-recolectores de la Amazonía ecuatoriana, mantuvieron casi intacto su aislamiento hasta bien entrados los años sesenta del siglo pasado. Un estudio de esos años de las Universidades de Duke y Nuevo México, que cita Wade Davis en One river (2014), encontró que ninguno de los miembros de la tribu tenía indicios de hipertensión, enfermedades cardiacas, cáncer, anemia, parásitos o infecciones bacterianas, o de que ese hubiesen expuesto a la viruela, la polio, la sífilis y la malaria.

En 1990, los Waorani lograron que el gobierno reconociera su propiedad colectiva de un territorio de unos 6.100 kilómetros cuadrados entre los ríos Napo y Curaray, a los que ya ha llegado la pandemia del coronavirus, que amenaza con repetir la historia, 500 años después, desde Alaska a la Patagonia.

 

Navajos y hopis

Las reservas de navajos y hopis –las más grandes de Estados Unidos, con unos 150.000 habitantes que viven en un territorio de 67.000 kilómetros cuadrados en los estados de Nuevo México, Arizona y Utah– están siendo especialmente golpeadas por la epidemia. En las reservas de Nuevo México se han registrado unos 3.000 casos positivos y un centenar de muertes, una tasa de mortalidad de 46 por cada 100.000 habitantes, la más alta del país después de las de Nueva York y New Jersey.

Los nativos americanos suponen el 53% de los contagios del Estado, pese a que representan solo el 11% de su población. Los epidemiólogos lo atribuyen a la prevalencia crónica de diabetes, asma e hipertensión entre navajos y hopis, además de la escasez de agua corriente en sus viviendas, donde suelen convivir varias generaciones.

Según Navajo Times, durante la epidemia de la influenza de 1918 murieron tres millares de navajos, una cuarta parte de su población. En 1993, el virus Hanta mató a la mitad de la treintena que lo contrajo. Durante la gripe porcina de 2009, su tasa de mortalidad fue cuatro veces superior a la media nacional.

El condado de McKinley, el mayor de la llamada Navajo Nation, acumula el 30% de los casos positivos del estado. Los primeros contagios se detectaron entre los miembros de una congregación evangélica en la frontera entre Arizona, Utah y Nuevo México. La gobernadora del Estado, Michelle Grisham, ha ordenado cerrar a cal y canto las reservas y penas de hasta 30 días de cárcel a quienes violen las cuarentenas.

Los siux oglala (Dakota del Sur) y los cheyenne (Montana) también han cerrado sus reservas y declarado toques de queda para sus habitantes.

 

La plaga viaja por los ríos

En ninguna otra región el peligro es mayor que en la Amazonía, debido a las constantes incursiones de mineros, ganaderos, madereros y narcotraficantes en vastos territorios en los que la presencia del Estado es muchas veces testimonial. En 1988 en Colombia, tras sus primeros contactos con foráneos, una gripe devastó al menos a la mitad de la población de etnia nunak, cuyos supervivientes huyeron a la selva circundante.

Ahora lo han vuelto hacer, adentrándose en lo que les queda de bosque para escapar de la nueva plaga, que hoy amenaza a cerca de dos millones de nativos según la Organización Nacional Indígena de Colombia. Leticia, la capital del departamento de Amazonas –el trapecio colombiano en la triple frontera con Brasil y Perú, con los que mantiene un intenso tráfico comercial­–, tiene la mayor tasa de per cápita de infecciones y muertes del país. Sus 80.000 habitantes cuentan con apenas 68 camas hospitalarias.

Según Sofía Mendonça, experta en salud pública de la Universidad de São Paulo, las enfermedades respiratorias son la principal causa de muerte entre los pueblos nativos brasileños, lo que los hace especialmente vulnerables al Covid-19. En el censo de 2010, 896.000 brasileños se autoidentificaron como indígenas, pertenecientes a unas 300 etnias. Un 63% reside en áreas rurales y el 57% en territorios indígenas reconocidos oficialmente.

Un 34,1% vive hoy en municipios de alto riesgo por la pandemia, según un estudio de la Fundación Oswaldo Cruz, especialmente en los centros urbanos de Manaos, Río Branco, Porto Velho, Fortaleza y Salvador. El primer caso –una trabajadora sanitaria de la etnia kokama– se confirmó el 1 de abril en el municipio de Santo Antônio do Içá del Estado de Amazonas, cuyo sistema sanitario está ya al borde del colapso.

El gobierno autonómico ha bloqueado las carreteras que conectan con los estados vecinos de Rondonia y Roraima. Desde la llegada al poder de Jair Bolsonaro no ha dejado de aumentar la llegada a la zona de maquinaria pesada para cortar árboles y llevar los troncos a Manaos. Según el Instituto Nacional de Investigación Espacial (Inpe), entre agosto de 2018 y julio de 2019 fueron deforestados 4.232 kilómetros cuadrados de bosque, un 74% más. En el primer trimestre, las alertas de deforestación han aumentado un 72%.

Así, no resulta extraño que Ivaneide Bandeira Cardozo, activista de etnia uru eu wau wau, crea que su gobierno lleva a cabo una política deliberada de etnocidio. La constitución de 1988 reconoció a los pueblos originarios una cierta autonomía política y el respeto de sus costumbres, lenguas, creencias y tradiciones, prohibiendo el ingreso de forasteros sin su permiso explícito. Sin embargo, en una reunión el año pasado con los gobernadores de los nueve estados amazónicos, Bolsonaro les dijo que aunque “no hablan portugués ni crean riqueza”, los indígenas controlan el 14% del territorio nacional, prometiéndoles que no se les concedería “un centímetro más”, ya que vivir en aislamiento como “criaturas prehistóricas” era un anacronismo.

En las fotografías de satélites, sus tierras aparecen como islas verdes rodeadas de bosques arrasados. Al menos 24 de sus comunidades han optado por el autoaislamiento para protegerse de la epidemia. Los yawanawá, del estado brasileño de Acre, han cerrado los puertos fluviales del río Gregorio por una cuestión de supervivencia. Marta Azevedo, profesora de la Universidad de Campinas, estima que cada invasor que ingresa en un territorio indígena puede generar unos 1.600 contagios en 30 días, por lo que cree que 13 de ellos tienen una vulnerabilidad crítica y otros 85, severa. Según el Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística, solo el 11% de los hogares del estado de Amazonas tienen sistemas de alcantarillado.

Otro estudio de la Universidad de São Paulo calcula que hacia el 3 de mayo el número de infectados en Brasil superaba los 1,6 millones, más que EEUU, con lo que sería el nuevo epicentro mundial de la pandemia. El país solo ha realizado 1.600 pruebas de diagnóstico por millón de habitantes, frente a los 20.200 de EEUU o los 30.000 de algunos países europeos.

 

El caso de los Yanomami

Desde el fin de su aislamiento, en los años cuarenta del siglo pasado, los yanomamis, que viven a lo largo de la frontera entre Brasil y Venezuela, han vivido sucesivas epidemias. En los años setenta, la carretera transamazónica abrió sus hábitats a los garimpeiros (mineros ilegales de oro), que les llevaron la malaria: el xawarari, “demonio caníbal” en su lengua. Hoy los alrededor de 20.000 garimpeiros que viven en la zona, y que probablemente introdujeron el coronavirus, son casi tan numerosos como los propios yanomami.

Alvaney Xirixana, un joven de 15 años de la comunidad de helepe en la cuenca del río Uraricoera (Roraima), anémico después de episodios sucesivos de malaria, comenzó a mostrar los síntomas del coronavirus a mediados de marzo. Cuando finalmente se le realizó una prueba, el 3 de abril, ya era demasiado tarde. Murió seis días después tras infectar a varios miembros de su comunidad y al personal sanitario que le atendió.

 

El caso peruano

Loreto, la mayor región amazónica peruana, está siendo también la más golpeada por el coronavirus después de Lima, con más de 1.500 casos positivos y unos 50 fallecidos. Según Alicia Abanto, de la Defensoría del Pueblo, en el país andino “la pobreza y pobreza extrema tienen nombre y apellido indígenas”.

Ya se han registrado casos positivos entre los awajún y wampís de Amazonas, los matsés de Loreto y los isconahua, sharanahua, shipibo-konibo y asháninkas de Ucayali, que ya cargaban con los continuos derrames de petróleo en sus ríos. Según el Instituto del Bien Común, entre las 2.166 comunidades nativas distribuidas en 11 regiones peruanas al menos en 400 ya se han registrado focos infecciosos.

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