Estas Navidades se han cumplido 30 años del colapso de la Unión Soviética. Un hecho histórico, sin duda, y así ha sido tratado estos días en los medios de comunicación. Histórico, porque puso fin definitivo a la guerra fría apenas dos años después de la caída del muro de Berlín. Y también por la manera en que se produjo, porque fue más una implosión endógena que algo propiciado desde el exterior.
Una implosión que derivó de las tensiones nacionalistas dentro de la propia URSS, más que –aunque también– por la evidente ineficacia del sistema comunista a la hora de competir con Occidente en términos de progreso tecnológico, capacidad de innovación, generación de riqueza o competitividad. Obviamente, la asunción de la inferioridad estratégica desde el punto de vista militar tuvo también mucho que ver, en particular tras el desarrollo de los escudos antimisiles por parte de Estados Unidos.
Una concatenación de causas complejas e interdependientes que explican que una de las construcciones políticas más relevantes del siglo XX cayera de manera sorprendente, después de un largo proceso de degradación que fue minando los tres pilares sobre los que se fundamentaba: el Ejército Rojo, el Partido Comunista y la propia unión política de diversas repúblicas, dirigida desde Moscú con mano férrea.
Pero la URSS era algo más que un sujeto político crucial desde su creación en 1922. En realidad, era la plasmación del sueño imperial ruso desde que la dinastía Romanov asumiera el mando a partir de principios del siglo XVII, con zares tan relevantes en la historia rusa como Pedro el Grande o Catalina II. Ya en el siglo XIX, después de las guerras napoleónicas y el Tratado de Viena, la Rusia imperial se convirtió en el país más extenso y poderoso de Europa, con una proyección asiática impresionante hasta el mar del Japón.
Pero Rusia siempre ha estado obsesionada por su seguridad territorial. No le faltan razones: ha sido invadida desde el oeste –por suecos, polaco-lituanos, franceses o alemanes– y desde el este –mongoles, en dos ocasiones, o tártaros–. Al estar situada en una enorme llanura que va desde los Urales hasta los Pirineos atlánticos, la inexistencia de barreras naturales ha propiciado las invasiones, pero también la voluntad rusa de desplazar lo más posible su perímetro de seguridad hacia el oeste.
«Rusia siempre ha estado obsesionada por su seguridad territorial. No le faltan razones: ha sido invadida desde el oeste y desde el este»
Además, Rusia siempre ambicionó un acceso franco a las “aguas calientes” –algo que puede cambiar drásticamente con el deshielo del Ártico– a través del control del Báltico y del Mar Negro, y en consecuencia de los estrechos de paso al Atlántico y el Mediterráneo, el Cáucaso o los Balcanes. Asimismo, también ambicionó el acceso al Índico y el control de Asia central, en un “gran juego” en pugna con el Imperio británico y sus posesiones en las Indias orientales. La máxima expresión de esa pugna ha sido la lucha por el control de Afganistán, que como bien sabemos cosechó los sonoros fracasos de británicos, soviéticos y, muy recientemente, estadounidenses.
Todos esos objetivos históricos se plasman en la Unión Soviética y su dominio sobre los llamados “países satélites” y con “soberanía limitada”. Una revancha de la historia, pues los sueños de los grandes zares son materializados por el poder que les derroca en las revoluciones de febrero y octubre de 1917 y que alcanzan su máxima extensión después de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, los Acuerdos de Yalta y la rápida expansión de regímenes comunistas bajo control soviético en Europa central y oriental, con la división de Alemania como expresión más tangible.
Así pues, la Historia no se repite –como expresaba Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, primero como tragedia y luego como farsa, al comparar a Napoleón I con Napoleón III–, pero sí que, en frase lúcida de Mark Twain, rima.
Y ahora vuelve a rimar. La actual política exterior de Rusia, bajo Vladímir Putin, viene definida por su voluntad cada vez más explícita de recuperar la zona de influencia que supuso la URSS. Y, por tanto, de ampliar su perímetro de seguridad, en particular frente a la Alianza Atlántica y la Unión Europea, que han mostrado su vocación expansiva hacia el este después de la victoria occidental en la guerra fría.
Rusia argumenta que Occidente ha roto sus compromisos con Rusia, cuando esta aceptó la reunificación alemana y la pérdida de control sobre los antiguos “satélites” europeos a cambio de la promesa, jamás escrita pero muy plausible, de que la Alianza Atlántico no iría más allá de incorporar a la antigua RDA.
Las ampliaciones tanto de la OTAN como de la UE –una construcción política que es vista desde Rusia como una vía para minar su zona de influencia y que, por ello, está muy interesada en debilitar– han desmentido la vigencia de tales compromisos y han sido interpretadas como agresivas y “anti-rusas” desde Moscú.
La primera manifestación explícita de tal interpretación se produjo en la histórica intervención de Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en 2007, y más recientemente, por ejemplo, en un artículo del propio Putin reivindicando el alma y la naturaleza rusa de Ucrania.
Pero, además, ha tenido también sus consecuencias militares, más allá de alimentar conflictos secesionistas en Transnistria o en Georgia. La guerra de 2008 para atajar las pretensiones del gobierno georgiano de ingresar en la OTAN y en la UE o, más recientemente, la anexión de Crimea –básica para la flota rusa en el mar Negro– y la ocupación del Donbás, al este de Ucrania, para contrarrestar la deriva proeuropea y prooccidental del gobierno ucraniano son claros ejemplos. Rusia no acepta que la OTAN o la UE incorporen países que considera que forman parte de su mínimo “espacio vital de seguridad”.
La actual presión sobre Ucrania o la utilización de flujos migratorios ilegales desde Bielorrusia –incluidas las tensiones en los espacios aéreos de las repúblicas bálticas– hay que situarlas en ese contexto. Rusia intenta con ello obtener la garantía de que se mantendrá el status quo actual como parte indispensable para construir una arquitectura duradera de seguridad en el continente europeo. Sin embargo, parece poco plausible que EEUU y Europa acepten restringir los derechos de países soberanos a tomar sus propias decisiones. Y desde luego no pueden asumir ningún tipo de intervención en los actuales miembros de la Alianza, activando de inmediato el artículo V del Tratado de Washington. Estamos de nuevo, pues, en otro “gran juego” en el que no pueden descartarse intervenciones militares rusas y fuertes represalias occidentales.
En cualquier caso, a todo ello no es ajeno el creciente intervencionismo ruso en Oriente Próximo o en el norte de África, para dejar claro que hay que contar necesariamente con Rusia para tratar conflictos internacionales de alcance regional, pero con evidentes repercusiones globales. La determinación de Putin en tal sentido no es reciente. El que suscribe tuvo la oportunidad de escucharle de viva voz en un ya lejano 2002 afirmar que sus dos grandes objetivos eran devolverle a Rusia su papel clave en los asuntos globales y, con ello, recuperar la autoestima al pueblo ruso, profundamente lastimada al caer la Unión Soviética y tener que asumir que habían dejado de ser una superpotencia relevante.
Hay que estar, en definitiva, muy atentos a lo que está sucediendo. Porque está en juego si la ambición rusa es compatible con la estabilidad en Europa. Y si esa ambición es susceptible de ser acotada con límites mutuamente aceptables.
Hoy no lo parece. Esperemos que, aunque rime, la Historia no se repita y regresemos a la peligrosísima confrontación que caracterizó los tiempos pasados y que se mostró de manera cruda y diáfana con la guerra fría. La continuidad de Rusia como enorme potencia nuclear y su destacable rearme no deben ser tomados a broma. Pero también debe ser tomada en serio la determinación de EEUU y de Europa de proteger su libertad y la soberanía de países legítimamente independientes.
Excelente artículo.