Dos décadas después del alto al fuego entre Eritrea y Etiopía, que no se plasmó en un acuerdo de paz hasta 2018, la guerra vuelve a asolar la región. Esta vez, se trata de una conflagración civil entre las tropas del Ejército federal y los combatientes afiliados al Frente de Liberación del Pueblo de Tigray (TPLF, por sus siglas en inglés), una región del nordeste del país. El conflicto amenaza no solo con hacer descarrilar la transición pilotada por el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, sino la integridad del país, y podría agravar la inestabilidad en una región tan maltrecha como la del cuerno de África.
La guerra estalló al ordenar Ahmed una ofensiva militar contra Tigray, después de que una base militar del ejército federal en Mekele, la capital de la región, fuera presuntamente atacada por milicianos del TPLF. El inicio de las hostilidades fue el corolario de una escalada de tensión entre el gobierno federal y el gobierno autónomo de Tigray, dominado por el TPLF. En septiembre, este partido decidió celebrar elecciones en su región desobedeciendo las instrucciones de Adis Abeba, que había optado por aplazar las elecciones generales hasta mediados de 2021 a causa de la pandemia. Desde entonces, el ejecutivo federal considera ilegítimo al regional por haber surgido de unos comicios ilegales, mientras que el de Tigray tacha igualmente de ilegítimo al central por haber expirado su mandato constitucional.
Aunque el pueblo tigray representa poco más del 6% de los más de 110 millones de ciudadanos etíopes, el TPLF desempeñó un papel central en la insurgencia contra el régimen del dictador comunista Mengistu Haile Mariam y, tras su caída en 1991, el partido pasó a dominar la política etíope, liderando una coalición diversa. En 2018, después de dos años de revueltas populares, especialmente en la región de Oromía, Ahmed asumió el poder con la intención de liberalizar el sistema. El nuevo primer ministro renovó las bases alianza gubernamental, y el TPLF sostiene que le excluyó del poder, lo que constituye raíz del conflicto actual.
Gracias a la firma de la paz con Eritrea, Ahmed obtuvo el premio Nobel de la Paz de 2018 y goza de una buena reputación a nivel internacional. Sus seguidores argumentan que es un reformista que pretende democratizar el país, y que sus medidas están destinadas a fortalecer el Estado central para hacerlo más sólido y eficiente. Sus detractores, como el TPLF, pretenderían tan solo mantener los privilegios que se arrogaban durante el antiguo régimen. De hecho, el gobierno federal se niega a buscar una solución negociada al conflicto, y utiliza palabras como “criminales” o “terroristas” para referirse a los líderes tigray. Para el gobierno central, la operación militar en curso busca tan solo restablecer la legalidad vigente en la región septentrional.
Por su parte, el TPLF argumenta que Ahmed ha puesto en marcha una política de centralización del poder con el fin de convertirse en un nuevo dictador. Además, denuncian que su objetivo no es solo desarticular el TPLF, sino reprimir a la entera nación tigray. Como prueba de ello, señalan la destitución de diversos de funcionarios de las instituciones federales originarios de Tigray, así como el arresto de decenas de ciudadanos de esta etnia residentes en otras zonas del país, y especialmente en la capital, Addis Abeba. Con las comunicaciones cortadas en la región, es difícil verificar las alegaciones de ambos bandos, que incluyen masacres contra civiles e incluso denuncias de “genocidio”.
En un intento por hacer sonar las alarmas de la comunidad internacional, algunos expertos han comparado la situación en Etiopía con la de Yugoslavia a inicios de los años noventa. Al igual que en el Estado balcánico, en Etiopía conviven diversas etnias –en este caso, unas 80–, y los conflictos de tipos nacionalista se han disparado después de la caída de un régimen represivo que había sofocado este tipo de demandas. De hecho, antes del órdago de las autoridades tigray, el principal foco de inestabilidad se hallaba en la región de Oromía, si bien se ha apaciguado tras el ascenso de Ahmed, de etnia oromo. También se registra una notable efervescencia en el sur, donde diversas etnias exigen un propio gobierno autónomo.
Aunque el país se constituye como Estado federal, e incluso reconoce a sus diversas entidades autónomas el derecho a la secesión, no existe un consenso respecto a la distribución de poderes entre los diversos niveles administrativos. Por esta razón, una prolongación o intensificación de las hostilidades en Tigray podría provocar la implosión del país.
Las consecuencias del descenso de Etiopía en el caos afectarían al entero cuerno de África. De hecho, el TPLF ya bombardeó el aeropuerto de Asmara, la capital de Eritrea, alegando que este país prestaba su apoyo al gobierno etíope. De momento, el conflicto ya ha segado la vida de centenares de personas y ha provocado la llegada de una ola de refugiados formada por decenas de miles de personas a Sudán, un país que, como su vecino Sudán del Sur, experimenta una delicada transición no exenta de peligros ni de tensiones regionales. Ahora bien, quizá el país que podría verse afectado de una manera más negativa es Somalia, donde se hallan desplegados más de 4.000 soldados etíopes con la misión de asistir a las autoridades somalíes en su lucha contra la insurgencia del potente grupo yihadista Al Shabab.
Así las cosas, la comunidad internacional presiona para que ambas partes firmen un alto el fuego y resuelvan el conflicto de forma negociada. De momento, sus posiciones son antagónicas. Ahmed confía en una pronta victoria militar, algo improbable a tenor de la experiencia de los combatientes del TPLF y de la condición rugosa de Tigray. Mientras, el TPLF exige la creación de un gobierno de transición en el que no figure Ahmed, algo todavía más difícil.