No es extraño que la visión que de un país tienen sus habitantes difiera de la percepción desde el exterior. Sin embargo, pocas veces la brecha entre ambas es tan grande como en el Túnez actual. Entre medios de comunicación y think tanks extranjeros, el pequeño país magrebí es descrito como la única historia de éxito de la primavera árabe, de la que fue inspiración inicial. En cambio, el estado de ánimo de los tunecinos es más bien sombrío, e incluso uno de sus periódicos más influyentes, La Presse, no duda en hablar de “depresión”. Como suele suceder, la realidad se halla entre ambos extremos.
Los logros conseguidos en Túnez durante el periodo post-revolucionario son bien conocidos, realzados a finales del 2015 con la concesión del premio Nobel de la Paz al Cuarteto Nacional del Diálogo, integrado por las más potentes organizaciones de la sociedad civil del país. En estos cinco últimos años, en Túnez se han celebrado tres procesos electorales libres y transparentes –dos legislativos y uno presidencial–, se ha aprobado una Constitución democrática por consenso, y ya se ha producido un pacífico traspaso de poderes del gobierno al principal partido de la oposición tras su victoria en las urnas. Además, el respeto a la libertad de expresión ha alcanzado un nivel inédito e incluso el Parlamento ha creado una comisión de la verdad para investigar los crímenes de la dictadura, siguiendo un modelo de justicia transicional.
No obstante, el país árabe se enfrenta a enormes desafíos que pueden poner en peligro su tránsito hacia una democracia robusta. Tres son los principales: un paro juvenil estructural, la capacidad de desestabilización del terrorismo yihadista, básicamente a manos del autodenominado Estado Islámico (EI), y la apatía política en la que ha caído buena parte de la población, y especialmente la juventud, gran protagonista del levantamiento contra el dictador Ben Alí a finales de 2010 que culminó con su huida a Arabia Saudí.
La historia se repite: la indignación por el suicidio de un joven de una región marginada se extendió por todo el país
En enero de este año, la muerte de un joven parado, Ridha Yahyaoui, en un aparente intento de suicidio desencadenó una fuerte ola de protestas sociales que puso en jaque al gobierno, forzándole a declarar el toque de queda durante varios días. La evolución de los acontecimientos fue muy parecida a la ocurrida durante la Revolución de los Jazmines: la indignación por el suicidio de un joven de una región marginada del centro del país se extendió por todo el territorio nacional, azuzada por un agudo malestar social. Si bien esta vez el paso de los días debilitó la fuerza de la pulsión contestataria, en lugar de multiplicarla, su existencia representó todo un aviso a las autoridades respecto a los peligros de no dar respuesta a las demandas de empleo digno de los jóvenes, y de inversiones por parte de las regiones más pobres.
La vieja amenaza del terrorismo yihadista ha cristalizado en diversos ataques, cada vez más sofisticados y mortíferos. En 2015, tres brutales atentados, dos contra intereses turísticos y uno contra las fuerzas de seguridad, se saldaron con 71 muertos. Fue un duro golpe al sector turístico, uno de los puntales de la economía nacional, del que tardará tiempo en recuperarse. Al agravar la crisis económica, los atentados demostraron la seria capacidad de desestabilización del terrorismo en un contexto de transición. La única nota positiva es el fracaso estrepitoso del EI en su intento de hacerse con la ciudad de Ben Guerdane, limítrofe con Libia, en una ofensiva en la que participaron decenas de combatientes. Las fuerzas de seguridad ofrecieron una reacción mejor de lo esperado, evitando la proclamación de un emirato que, aunque hubiera sido solo por una cuestión de horas o días, habría representado toda una victoria propagandística.
Por último, resulta preocupante la desafección política en la que se ha sumido buena parte de la población. Las últimas elecciones ya registraron una tasa de participación muy baja, de apenas el 36% del censo electoral. Pero se teme que en las próximas elecciones municipales, previstas para el próximo otoño, la cifra todavía sea menor. La coalición de gobierno entre los dos grandes partidos tunecinos, los laicos de Nidá Tunis y los islamistas de Ennahda, ha dificultado la canalización política del descontento. Y encima, Nidá Tunis, vencedor de las legislativas y presidenciales, experimenta un proceso de implosión que se ha convertido en un culebrón de ambiciones personales, vacía de contenido ideológico. Así pues, no es de extrañar que la visión de la política entre los tunecinos sea poco edificante.
Ante este panorama, el principal argumento para la esperanza es la fuerza de la sociedad civil, que ha conseguido colocar en la agenda política algunas reformas importantes. La otra gran suerte de Túnez, en comparación con otros países árabes, es el mantenimiento del tradicional papel apolítico de sus Fuerzas Armadas, lo que disminuye la probabilidad de un golpe de Estado que ponga fin al experimento democrático. Ahora bien, también cuenta con una desventaja: unos vecinos inquietantes. La caótica situación en Libia parece lejos de estabilizarse, y Argelia tampoco irradia estabilidad ante la sucesión no resuelta de un presidente Bouteflika catatónico.