La extrema derecha en Europa

 |  26 de octubre de 2013

Por Esther Mussons, internacionalista.

La financiación de la deuda y la inmigración están propiciando el auge de la extrema derecha en Europa. El último ejemplo lo encontramos en las elecciones en Austria del 29 de septiembre. El partido del canciller federal, Werner Faymann, del partido social-demócrata (SPÖ), volvió a proclamarse vencedor, aunque tendrá que gobernar en coalición con el democristiano Partido Popular (ÖVP). Ambos partidos han perdido votos con respecto a las elecciones anteriores, produciéndose un vuelco a favor del Partido de la libertad (FPÖ), de Heinz Christian Strache, heredero de Joerg Haider, que obtuvo un 22% del total. Hace cinco años ya obtuvo el 17,5% de los votos.

Grecia, Finlandia y Hungría, también Francia, registran un auge de la extrema derecha. Estamos, por tanto, ante un movimiento transversal que agita varios países del continente. La extrema derecha parece haber vuelto a encontrar el caldo de cultivo necesario para reproducirse. Una nueva Europa con viejos vicios que fomentan la reemergencia del radicalismo de derechas. Los motivos por los que estos partidos de corte xenófobo y violento están encontrando acomodo en los parlamentos de diversos países son, en primer lugar, económicos. La crisis que azota Europa ha provocado una ola de ira y frustración entre los votantes, aprovechada por los extremistas. En segundo lugar, el miedo a la inmigración, reflejando el temor y las preocupaciones relacionadas con la inmigración masiva, en ocasiones mal legislada o controlada, ha insuflado vida a estos movimientos reaccionarios.

El caso noruego es ilustrativo. El país nórdico celebró elecciones legislativas el pasado septiembre, las primeras tras la masacre de Utøya, perpetrada en el verano de 2011 por un exmiembro del Partido del Progreso, Anders Behring Breivik, contra un campamento de la Liga Laborista Juvenil. Ese atentado no fue suficiente para cerrarle las puertas al ala más radical de la política. El Partido Laborista sigue siendo la primera fuerza política, con un 30,8% de los votos, seguido del Partido Conservador, con el 27,4%, y el ultranacionalista Partido del Progreso ocupa la tercera posición, a pesar de la pérdida de votos, lo que le ha permitido entrar en un gobierno de coalición presidido por la conservadora Erna Solberg.

Al tiempo que gana cuotas de poder en algunos países, la extrema derecha los pierde en otros, como en Dinamarca. Las últimas elecciones legislativas, de 2011, dieron la victoria al bloque de centro-izquierda encabezado por la socialdemócrata Helle Thorning-Schmidt. Se ponía fin así a los sucesivos gobiernos de centro-derecha apoyados por el populista Partido Popular Danés (DF), que ha dejado de ser el partido de extrema derecha más influyente de Europa. En el caso de Países Bajos, el Partido por la Libertad del ultra Geert Wilders ha pasado a ser la cuarta formación del país, después de su campaña para abandonar la Unión Europea y el euro.

Paradójicamente, el auge de la extrema derecha, en general, se ha dado países donde menos ha golpeado la crisis económica y donde la tasa de desempleo es relativamente baja, es decir, naciones con gran fortaleza económica. La solidaridad interna existente desde hace décadas en estos países parece haberse agrietado. Es más fácil predicar el egoísmo que la solidaridad y, casi siempre, más rentable políticamente.

Pero no solo el ascenso de estos partidos tiene lugar en los Estados miembros: también se produce en el Parlamento Europeo, a pesar de su aversión a la UE. Las políticas formuladas por estos partidos de extrema derecha van en contra de los tratados y directivas de la UE y, en muchas ocasiones, resultan desfavorables para otros Estados por su actitud eurófoba.

En cualquier caso, este auge es un elemento de gran preocupación que sirve como señal de alarma, sobre todo debido a los brotes de xenofobia que alimenta. Decir que Europa podría caer en los errores del pasado es arriesgado y prematuro, por lo que no es el momento todavía de dar crédito a la hipótesis más catastrofista y sí de apostar por una democracia más transparente como antídoto contra una demagogia populista y xenófoba.

 

 

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