En febrero de 1957, apareció una nueva gripe en Singapur y Hong Kong. En abril de ese mismo año, ya había llegado a las ciudades costeras de Estados Unidos. En verano, aunque entre los funcionarios sanitarios reunidos en Washington había cierto optimismo sobre la efectividad de una nueva vacuna, se debatió “la posibilidad de que la enfermedad alcance proporciones epidémicas este invierno”, según contaba The New York Times del 28 de agosto. Uno de los médicos que acudieron al encuentro, el doctor Burney, “estimó que si la epidemia se desarrollaba podía afectar a entre un 10 y un 20% de la población, entre 16 y 32 millones de personas”.
La cobertura de los medios no fue tan distinta de la actual. En España, por ejemplo, La Vanguardia explicaba el mismo día 28 que “existen alrededor de 1.000 casos que se teme que sean de gripe asiática en la zona de Manchester, según las autoridades sanitarias de la ciudad”. El 13 de octubre, contaba que “la epidemia de gripe asiática ha paralizado amplios sectores de la vida pública austriaca. La inmensa mayoría de los colegios han tenido que ser cerrados”. De acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, una agencia del departamento de Salud y Servicios Humanos estadounidense, murieron 1,1 millones de personas en todo el mundo; 116.000 en EEUU.
Hoy casi no recordamos ese acontecimiento, ni las discusiones sobre la manera en que el sistema político y económico debía adaptarse a la nueva realidad creada por la “influenza asiática”. Apenas las hubo, a juzgar por la cobertura periodística de entonces y los libros de historia sobre el periodo. Pero ahora, ante el Covid-19, un suceso parecido –aunque potencialmente más letal–, no hacemos más que hablar de ello. Y, casi siempre, en la misma dirección: la de romper, de una manera más o menos brusca, con la política y el modelo económico que ha dominado Occidente desde los años ochenta. En un editorial de la semana pasada del Financial Times, su muy liberal consejo afirmaba que “habrá que poner sobre la mesa reformas radicales que reviertan la dirección política de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Deben considerar los servicios públicos como inversiones y no como pasivos, y buscar maneras de hacer que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución volverá a estar en la agenda […]. Políticas como la renta básica y los impuestos a los ricos deberán formar parte de la receta”. La Reserva Federal estadounidense y el Banco Central Europeo han anunciado medidas expansivas sin precedentes y han liberado 500.000 millones de dólares para que los bancos absorban el coste económico de la pandemia, mientras que los gobiernos chino, estadounidense y de la UE aportarán billones. En su número del 4 de abril, el Economist asumía con resignación, y con una advertencia, la aparente inevitabilidad de esas medidas: “Este año en las empresas se producirán intervenciones estatales de una escala sin precedentes. Con suerte, este no será recordado como el año en que murieron el dinamismo y los mercados libres”.
¿Por qué se producen ahora estas expectativas de cambio y esta práctica unanimidad en la dirección que se debe tomar? Parte de la razón podría ser, simplemente, el miedo: la sensación de que, después de una crisis de esta magnitud, será casi metafísicamente imposible volver al business as usual, a pesar de que la experiencia de las últimas décadas nos recuerda hasta qué punto el sistema actual es capaz de mantenerse casi invariable incluso después de traumas como la crisis financiera de 2008-2014. Eso no significa que sea necesariamente bueno, pero sí que es asombrosamente difícil de reformar. “Está muriendo una cierta idea de globalización con el fin de un capitalismo financiero que había impuesto su lógica a toda la economía y contribuyó a pervertirla”, dijo en 2008 Nicolas Sarkozy, entonces presidente de Francia. “La autorregulación como medio para solucionar todos los problemas ha terminado. El laissez-faire ha terminado”. Poco después afirmó: “El mundo del siglo XXI no puede ser gobernado por las instituciones del siglo XX”. Algo más de una década después, no solo seguimos con las mismas instituciones, sino que añoramos lo bien que funcionaron durante el siglo XX.
Otra posibilidad es que hayamos llegado a una especie de punto de saturación de las ideas. Desde 2014, con la recuperación de la crisis, la disputa ideológica sobre las medidas económicas que debían adoptarse para mantener o aumentar el nivel de bienestar y reducir el de desigualdad ha estado extraordinariamente dominada por varias familias de la izquierda, desde los reformistas de la socialdemocracia en Europa hasta los llamados socialistas democráticos en Estados Unidos, todas ellas teñidas del auge verde. Esta izquierda no ha dejado de proponer un amplio abanico de medidas posibles para reformar a fondo el capitalismo y así salvarlo (no deja de ser una paradoja en el caso de los izquierdistas más radicales, lo cual también nos dice algo de las alternativas al sistema actual).
En el debate han estado las ideas de Mariana Mazzucato sobre la necesidad de reconocer que el Estado es el principal motor de la innovación. Las de los Nobel Esther Duflo y Abhijit Banerjee sobre cómo recuperar la noción de una economía que solvente problemas tangibles a través de programas evaluados. Las de Thomas Piketty para reducir las desigualdades mediante la “desfetichización” de la propiedad privada. Las de Branko Milanovic para rediseñar la globalización. O las de Gabriel Zucman y Emmanuel Saez para acabar con los paraísos fiscales y hacer pagar a los ricos los impuestos que justamente les corresponden, por citar solo algunas de las más estimulantes. Mientras tanto, la ortodoxia liberal-conservadora, por lo general, no ha hecho más que repetir sus viejas y venerables –y muchas veces ciertas– consignas acerca de la necesidad de mantener un mercado libre caracterizado por la iniciativa individual, una acción gubernamental limitada y los impuestos bajos.
Tan vigoroso ha sido el dominio de la izquierda a la hora de proponer soluciones para nuestro sistema actual, que muchas de sus ideas se tienen plenamente en cuenta, aún sin renunciar a los principios liberales, en sólidas instituciones intelectuales del capitalismo de posguerra como los ya mencionados Financial Times y The Economist, el Departamento de Estudios del FMI o el Banco Mundial o las reuniones, a veces frívolamente trascendentales, de Davos. Ahora, esta acumulación de ideas, debates y propuestas habría encontrado su “momento leninista”. A pesar de ser un plan de reforma robusto, no había sido capaz de traducirse en políticas públicas; quizá la crisis del Covid-19 haya abierto la ventana de oportunidad que la rutina política-económica –un cambio de gobierno aquí y allá, o una simple desaceleración como la que se esperaba para los próximos meses– no habría podido abrir de ninguna manera. De no haber estallado la crisis, esas ideas hubieran continuado siendo lo que han sido en la última década larga: atractivas probabilidades que, lamentablemente, nadie quería poner en práctica. O no se sentía con suficiente capital político como para intentarlo. Tal vez ahora sean, descafeinadas, un programa viable.
En mitad de la cuarentena parece darse por hecho que los principales ganadores de esta pandemia serán las grandes empresas tecnológicas, que acumularán aún más poder, y los gobiernos, que podrán extender sus ámbitos de actuación a costa de la privacidad, el sector privado y la sociedad civil. A largo plazo, la combinación de ambas tendencias podría constituir una perfecta amenaza distópica, atemperada, esperemos, por el arraigo de la separación de poderes y las costumbres democráticas. Aunque hay que ser prudente con ese pronóstico: seguramente estamos haciendo predicciones con un estado mental alterado por ansiedad y el oportunismo. Pero es cierto que se ha abierto una ventana de oportunidad para que ideas forjadas durante años, que han pasado de la oscuridad de la academia a los medios internacionales, se introduzcan realmente en la agenda política y puedan transformar el mundo tal como lo hemos conocido los miembros de mi generación. Será con menos intensidad de la que querrían sus defensores. Probablemente, el mundo no cambiará tanto como creemos estos días –ya hemos visto la rapidez con que se han debilitado las promesas de protección plena a los hipotecados, inquilinos, autónomos y pequeños negocios de gobiernos como el estadounidense, el francés o el español–. Cabe la posibilidad de que las consecuencias a medio plazo de estos tiempos se parezcan más a las de la crisis provocada por la “gripe asiática” de 1957 (o de 1968, un brote epidémico hoy completamente olvidado porque aquel año ocurrieron cosas aparentemente más interesantes) que a las de nuestros benchmarks preferidos, el crac de 1929 y la Segunda Guerra Mundial, y a las revoluciones que estos supusieron en los ámbitos político, económico e institucional. Pero la ventana se ha abierto.
Es evidente que existe una urgencia y una notable unanimidad en la necesidad del giro estatalista, que va del gobierno de Donald Trump a los conferenciantes estrella de la nueva izquierda, de los editoriales del Financial Times a los milenials socialistas. Auguro que el consenso durará poco. Pero lo que suceda mientras tanto podría cambiar nuestra vida en las próximas décadas: es tan difícil reformar el sistema como luego revertir las reformas.