Hace poco más de diez años, un golpe de Estado militar liderado por el ministro de Defensa, Abdelfattah Al Sisi, puso el punto final a una breve pero convulsa transición democrática en Egipto. Aquel 3 de julio del 2013, millones de ciudadanos salieron a la calle para celebrar la caída del presidente islamista Mohamed Morsi, surgido de las urnas en las únicas elecciones presidenciales libres en la historia del país. Actualmente, nada queda de aquel entusiasmo popular en un país que se ha hundido en la más profunda represión y en una crisis económica que ha empobrecido todavía más a millones de egipcios.
Con una legitimidad discutida, el régimen Al Sisi va a intentar reforzar su posición gracias a las elecciones presidenciales que se celebrarán durante tres días, entre el próximo domingo y el martes. Esta duración prolongada no se debe precisamente a la previsión de largas colas ante las urnas, sino que más bien a la voluntad de otorgar al Estado más tiempo para poder movilizar a una parte de un electorado apático, ya sea a través de la compra de votos, de las presiones a los funcionarios, o activando de las redes clientelares de los empresarios afines al sistema.
Para muchos analistas, el único dato interesante relativo al proceso electoral será el de la participación, pues servirá para medir la menguante popularidad de Al Sisi. En 2014, un 47% de los egipcios acudieron a la cita con las urnas, por solo el 41% cinco años después, y eso a pesar de las amenazas de que se multaría a los abstencionistas. En las legislativas del año siguiente, la cifra fue aún menor: un magro 28%.
Esta vez, el mariscal Al Sisi, de 69 años, contará con tres adversarios de paja: Abdel Senad Yamama, líder del histórico partido Wafd, convertido en una plataforma de intereses empresariales; Hazem Omar, de un oscuro partido del entorno del ex dictador Mubarak; y Farid Zahran, presidente del Partido Social Demócrata Egipcio. En sus mítines y entrevistas, ninguno de los tres ha criticado al presidente o a sus políticas, siempre atentos a no cruzar ninguna de las líneas rojas establecidas por el régimen. Sin competición real, es muy probable que al-Sisi vuelva a obtener cerca de un 90% de los votos.
El único aspirante a candidato dispuesto a ejercer realmente de opositor fue el ex diputado Ahmed Tantawi, miembro del Movimiento Civil Democrático, una coalición que agrupa una docena de formaciones opositoras. No obstante, no pudo reunir las 25.000 firmas requeridas por la ley para concurrir a los comicios debido a que algunos de sus colaboradores fueron arrestados y otros acosados por la policía. Posteriormente, Tantawi fue incluso procesado por hacer “circular documentos electorales sin permiso oficial”. Es decir, por haber simplemente intentado recabar las firmas suficientes para convertirse en candidato.
Ante todos estos abusos, una vez más, la mayoría de los componentes de la oposición legal ha optado por boicotear los comicios. Ahora bien, la decisión no ha estado exenta de agrias tensiones internas, pues algunos sectores abogan por intentar aprovechar cualquier resquicio para tener presencia institucional. Esta, por ejemplo, ha sido la apuesta del partido socialdemócrata del candidato Zahran, que ha criticado que Tantawi pretenda tener un control hegemónico sobre la alianza opositora.
Para los Hermanos Musulmanes, el potente movimiento islamista que ganó todos los procesos electorales durante el breve periodo de la transición democrática, no había elección posible, pues está ilegalizado bajo la dudosa acusación de constituir una “organización terrorista”. Sus miembros y simpatizantes constituyen el grueso de los más de 60.000 presos políticos que se calcula que languidecen en las cárceles del país, donde la tortura es habitual. Pero no son los únicos, pues en un sistema con ribetes totalitarios cualquier expresión de crítica es reprimida brutalmente, venga de activistas de izquierda, de maestros en huelga o de ciudadanos anónimos hartos de vivir en la carestía. Curiosamente, un régimen que se presenta en Occidente como anti-islamista también ha encarcelado a influencers o cantantes por saltarse su estricto código moral.
«A causa de la expansión del rol de las empresas propiedad del Ejército en la era Al Sisi, el sector privado lleva años encogiéndose»
En países con un Gobierno de corte autocrático, la continuidad de las élites a veces ha permitido poner en marcha un proyecto de desarrollo exitoso, siendo China quizás el ejemplo más conocido. En otros países, al menos se han aplicado unas reformas que han permitido equilibrar un presupuesto en números rojos. Pero el Egipto de Al Sisi no ha logrado nada de eso.
A pesar de haber recibido 114.000 millones de dólares en diez años por parte de sus aliados del Golfo Pérsico, y de haber firmado tres créditos con el Fondo Monetario (FMI) Internacional desde 2016, hace casi un año El Cairo tuvo que pedir un cuarto préstamo de urgencia. Esta vez, necesitó 3.000 millones de dólares para evitar su bancarrota. En poco más de un año. la libra egipcia perdió la mitad de su valor frente al dólar, sumiendo a millones de personas en la pobreza.
Ahora el FMI exige una nueva devaluación de la libra y más recortes en el gasto público, y esa podría haber sido la razón por la que Al Sisi adelantó unas elecciones que estaban previstas para mitad del año próximo. Tan solo una gestión económica desastrosa puede explicar que el país se halle cerca del abismo financiero después de haber recibido la generosa ayuda de sus aliados del Golfo Pérsico, además de cuatro créditos del FMI. Y es que este caudal de millones se ha dedicado a financiar megaproyectos faraónicos, como la nueva capital del país, y solo ha servido para enriquecer a algunos generales, no para potenciar el tejido productivo. De hecho, a causa de la expansión del rol de las empresas propiedad del Ejército en la era Al Sisi, el sector privado lleva años encogiéndose, lo que explica la elevada tasa de paro y subempleo.
El estallido de la guerra en la vecina Gaza, ocurrida una vez las elecciones ya habían sido convocadas, no figuraba en los planes de Al Sisi, pero no está nada claro cuál será su efecto sobre el régimen. Por un lado, probablemente, se traducirá en una caída de los ingresos turísticos, un sector clave. Pero por el otro, puede resucitar en Occidente el miedo a un colapso del país árabe más poblado, algo que el régimen militar egipcio lleva explotando durante lustros para recabar más asistencia de los países occidentales y poder capear así sus repetidas tormentas financieras.