Uno de los secretos peor guardados de Donald Trump es su complejo con el tamaño de sus dedos, que son chatos y gordos, como morcillas. Hace 25 años, Graydon Carter le colgó el sambenito de “tipo vulgar de dedos cortos”. A día de hoy el periodista continúa recibiendo cartas del multimillonario, repletas de recortes de revistas con fotos en las que aparecen sus manos. “¿Ves? –escribe Trump con un rotulador dorado, señalando sus dedos –¡No son tan cortos!”.
En esta campaña decadente, los dedos de Trump han dado mucho de que hablar. “Tengo unas manos grandes, poderosas”, asegura, luciéndolas ante las cámaras. No hace falta ser Sigmund Freud para encontrarle gracia al asunto.
Lo que no es tan gracioso es imaginar esos dedos gordezuelos tamborileando en el Despacho Oval. O, peor aún, jugueteando con el botón rojo. En teoría el sistema político estadounidense, diseñado para contrarrestar las diferentes ramas del gobierno federal, podría contener a un presidente como Trump. El propio Barack Obama no ha podido desarrollar su agenda legislativa debido al obstruccionismo del Partido Republicano. Pero este principio basculador no es aplicable en las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo. Tras décadas ampliando sus poderes, la estadounidense es, de puertas para fuera, una presidencia poderosa. Una victoria de Trump en noviembre no es probable, pero tampoco imposible. Cabe pues preguntarse, por desagradable que resulte, en qué consistiría la Doctrina Trump.
Las opiniones del ínclito son un cóctel explosivo de prepotencia, ignorancia e incoherencia. Su idea fuerza en política exterior, por llamarlo de alguna forma, es que EE UU necesita cerrar “buenos tratos” en vez de continuar siendo estafado por países (incluyendo aliados de la OTAN) que le chupan dinero, puestos de trabajo y poder. Mercantilismo reloaded.
Trump carece de asesores reconocidos en política exterior. Con la excepción del difunto Kenneth Waltz, pocos expertos verían con buenos ojos su alegría ante la proliferación nuclear. Sus principales ocurrencias –la construcción de un enorme muro en la frontera con México, supuestamente pagado por este país; la posibilidad de vetar la entrada de musulmanes en EE UU; el desmantelamiento de acuerdos comerciales como NAFTA; la propuesta de que los aliados paguen por las tropas estadounidenses en su suelo; la amenaza de bombardear a familias de terroristas y volver a torturar– están diseñadas para satisfacer a su base antes que desarrollar una acción exterior coherente. Causarían, eso sí, inmensos dolores de cabeza a la diplomacia estadounidense.
Al mismo tiempo, los instintos del multimillonario son, por extraño que parezcan, relativamente moderados. En uno de los intercambios más tensos de las primarias, Trump se enzarzó con Jeb Bush con motivo de la guerra de Irak, que caracterizó como un error inmenso. Es el único candidato republicano mínimamente interesado en desempeñar un papel en Oriente Próximo que no esté sesgado en favor de Israel. Siguiendo el precedente de Silvio Berlusconi, cultiva a Vladímir Putin. Y se mantiene escéptico ante la idea de intervenir militarmente en el extranjero. En ocasiones Trump aparenta ser más moderado que el resto de sus rivales republicanos, e incluso Hillary Clinton. Un hecho esperanzador o deprimente, dependiendo de cómo se mire.
El principal problema de una presidencia Trump sería el temperamento del susodicho. Una sobrerreacción ante un atentado terrorista daría al traste con los pocos impulsos sensatos que le quedan. El patrón recurrente en la conducta del multimillonario es humillar a quien se ponga a tiro, pero perder los estribos cuando alguien le hace probar su propia medicina. Y tiende a priorizar servilismo sobre competencia en su séquito. Es muy posible que, antes que consultar con expertos que le ofreciesen puntos de vista alternativos, el multimillonario se rodease de inútiles predispuestos a darle la razón. Un equipo así no estaría a la altura de gestionar problemas básicos, mucho menos temas tan complejos como la relación entre China y EE UU.
La alternativa es que Trump fiche, como repite machaconamente, a “la gente más brillante” de EE UU. Huelga decir que hasta ahora no lo ha hecho. El problema es que, aunque lo hiciera, solo estaría imitando a John F. Kennedy con sus best and brightest: Robert McNamara, Walt Rostow, Maxwell Taylor y los demás artífices de la guerra de Vietnam. Nada hace pensar que las cosas vayan a funcionar mejor poniendo al mando a un narcisista vulgar de dedos cortos.