El ataque verbal perpetrado el 4 de septiembre por el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y expresidenta chilena, Michel Bachelet, ha causado un repudio generalizado por parte la comunidad internacional. La última salida de tono del jefe de Estado de Brasil, en este caso contra Bachelet, quien en el ejercicio de su actual cargo había denunciado el aumento de la violencia policial y los asesinatos de activistas de derechos humanos en el país, incluía la execrable referencia, en tono de mofa, hacia la muerte del padre de la expresidenta, torturado y asesinado por la dictadura pinochetista. Esta forma de tratar con las voces críticas contra su gobierno, recordando y justificando las torturas sufridas por familiares disidentes políticos, es muy similar a la controversia que mantuvo el 29 de julio con Felipe Santa Cruz, presidente de la mayor entidad representativa de los abogados brasileños, cuyo padre es uno de los desaparecidos de la dictadura militar brasileña.
Viene, asimismo, a sumarse a la extensa lista de desencuentros del mandatario con distintos líderes internacionales que, a causa de sus insolencias, ha provocado ya al menos una decena de crisis diplomáticas en sus escasos nueve meses de gobierno. Recapitulando, cabe mencionar, ya antes de tomar posesión, la crisis generada con los países árabes tras anunciar la intención de mudar la embajada de Brasil en Israel a Jerusalén, de la que tuvo que retractarse ante la amenaza de represalias comerciales. Posteriormente, el gobierno cubano retiró las misiones de médicos que daban asistencia sanitaria en Brasil desde el anterior gobierno de Dilma Roussef, tras la acusación infundada por parte de Bolsonaro de que se trataba de guerrilleros camuflados. Recientemente, el presidente brasileño también ha sido acusado de interferir en el proceso electoral argentino, al manifestar que la vuelta del kirchnerismo supondría una avalancha de refugiados en las fronteras brasileñas.
Sin embargo, los objetivos de sus ataques no son solamente aquellos gobiernos y políticos alejados de sus afinidades ideológicas. Sin duda, todavía está reciente la polémica con el presidente francés, Emmanuel Macron, motivada en principio por la crisis de los incendios en la Amazonia. Esta acabó derivando en ataques personales de Bolsonaro contra la mujer del presidente francés, sostenidos en el tiempo, pues semanas después del desencuentro, el 5 de septiembre, el ministro de Economía brasileño reincidió en los desafortunados comentarios. La polémica, que acabó convirtiéndose en uno de los asuntos principales de la cumbre del G7, se fraguaba ya desde que Bolsonaro renunciara en las semanas previas a la ayuda internacional que Alemania y Noruega venían prestando para la conservación de la región amazónica, acusando mediante noticias falsas a los primeros de haber esquilmado sus propios bosques, y a los segundos de auspiciar la caza ilegal de ballenas. De esta forma, Bolsonaro ha conseguido en menos de un año convertirse en uno de los líderes más repudiados de la escena internacional, aparentemente preocupado tan solo en mantener una buena relación con el gobierno de Donald Trump.
Tosquedad, inexperiencia e ideología
La explicación más evidente de este giro radical en la dirección de la diplomacia brasileña, antaño multilateral y alineada con aquello que los especialistas llaman “el poder blando”, es el carácter tosco e irresponsable del presidente brasileño, unido a su inexperiencia en la escena internacional. Esto le lleva a comportarse, tanto en las relaciones internacionales como también en la política doméstica, como si todavía fuera aquel diputado ideologizado cuya carrera política se fraguó durante más de 30 años apelando a su nicho electoral de extremistas y nostálgicos de la dictadura militar. Sin embargo, no debemos descartar que tras este comportamiento aparentemente irracional subyaga una lógica ideológica: la visión que la nueva derecha populista tiene sobre el orden global y las relaciones internacionales. El multilateralismo, la gobernanza global, la defensa de los derechos humanos o la lucha contra el cambio climático formarían parte, según esta perspectiva desarrollada inicialmente por la nueva derecha estadounidense, del denominado como “globalismo marxista”, frente al cual solo cabe utilizar las herramientas de la “guerra cultural”.
Esta visión del mundo, así como su influencia en el actual gobierno de Bolsonaro, puede ser rastreada analizando la trayectoria de algunos de sus ministros más relevantes. Por ejemplo, el ministro de Asuntos Exteriores, Ernesto Araujo, diplomático de carrera, quien comenzó a alinearse con las tesis del unilateralismo, a partir de la elección de Trump, en contra del supuesto sesgo ideológico comunista del globalismo. Estas ideas han sido promovidas en Brasil por las teorías de la conspiración del gurú de las redes sociales Olavo de Carvalho, quien finalmente acabaría apadrinando su nombramiento como máximo responsable de la diplomacia brasileña. Por su parte, el ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, negacionista del cambio climático y uno de los principales responsables de la tragedia de los incendios en el Amazonas, forjó su carrera política liderando el movimiento Endireita Brasil, protagonista de las movilizaciones a favor del proceso de destitución de Dilma Roussef, directamente asesorado por think tanks conservadores estadounidenses.
Cabe destacar, por tanto, que las motivaciones detrás de este cambio en la política internacional brasileña habría que buscarlas en la necesidad de alimentar a estos grupos radicales internos, que comenzaron a florecer durante las masivas protestas de 2013, y que hoy día marcan gran parte de la agenda política del gobierno de Bolsonaro.
La gran pregunta es qué tipo de consecuencias puede traer esta visión para las relaciones internacionales de Brasil. Trump, el espejo donde se mira Bolsonaro, también utiliza su política exterior en gran medida como forma de movilizar a sus votantes conservadores más radicalizados, pero las consecuencias de su estrategia de confrontación las acaba pagando subsidiariamente todo el precario sistema de gobernanza global. Sin embargo, algo que el actual gobierno brasileño parece no haber entendido es que para adoptar una estrategia unilateral, en la que prime exclusivamente el interés nacional, y en la que se instrumentalicen los conflictos con las vilipendiadas élites globales para afianzar un discurso interno, es necesario tener algún poder. Bolsonaro corre el riesgo, si persiste en sus errores, de convertirse en un chivo expiatorio global, y de que, con la simple amenaza de sanciones a las exportaciones agrícolas brasileñas, los distintos líderes democráticos acaben aprendiendo también a instrumentalizar los conflictos con su gobierno a muy bajo coste.
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