La democracia venezolana fue declarada muerta el 29 de marzo, cuando la Corte Suprema del país tomó arbitrariamente las funciones de la Asamblea Nacional, poniendo al gobierno del presidente, Nicolás Maduro, en un peligroso rumbo de enfrentamiento con su propio pueblo. Esta triste crónica de una muerte anunciada comenzó hace más de tres años, cuando Maduro asumió la presidencia, en noviembre de 2013, por un estrecho margen de votos y, en lugar de buscar causa común con el sector pragmático de la oposición dispuesto a colaborar en resolver la multitud de problemas económicos y de seguridad que amenazan al país, optó por gobernar a través de la represión.
En el transcurso de un par de años, el gobierno de Maduro eliminó los remanentes de libertad de prensa y de asamblea necesarios para un debate político legítimo en Venezuela. Demonizó y encarceló a opositores políticos, incluyendo el líder Leopoldo López, quien fue detenido durante una protesta pacífica y condenado sin prueba alguna en 2015 a casi 14 años de prisión por el delito de incitar a la violencia a través de “mensajes subliminales”.
Hoy en Venezuela, las reservas de divisas están casi agotadas, las tiendas están vacías, las medicinas son escasas, la violencia está extendida y el gobierno hace frente a los manifestantes con fuerza mortal y armando a grupos paramilitares progubernamentales. Las acciones de Maduro le han hecho perder cualquier atisbo de legitimidad, llevándolo a otra brecha en el camino: puede continuar el atrincheramiento y lanzar el país por el precipicio o convocar elecciones para rescatar la soberanía venezolana.
La respuesta de Estados Unidos hasta la fecha debe ser aplaudida. El enfoque del secretario de Estado, Rex Tillerson, de aprovechar los esfuerzos diplomáticos iniciados al final de la administración de George W. Bush y continuados en gran parte por el presidente Barack Obama, han eliminado a EEUU como el antagonista preferido del chavismo para distraer de la ruptura democrática en Venezuela. Tillerson defendió en público los derechos humanos en un comunicado de prensa el miércoles 19 de abril, subrayando su preocupación ante el hecho de que “el gobierno de Maduro esté violando su Constitución y no permita que la oposición se haga oír, ni que se puedan expresar las opiniones del pueblo venezolano”.
La reunión de Donald Trump en febrero con Lilian Tintori, la esposa de Leopoldo López, destacó el sufrimiento y la injusticia en contra de los presos políticos venezolanos. La inclusión el pasado febrero del vicepresidente de Venezuela, Tarek el Aissami, en la lista de Departamento del Tesoro de EEUU (conocida como la “lista Clinton”) al considerar que desempeñaba un papel significativo en el tráfico internacional de drogas, fue una sacudida a la cleptocracia venezolana. Las declaraciones y acciones del presidente estadounidense, el secretario de Estado y el Departamento de Tesoro envían un mensaje a la comunidad internacional y sirven para galvanizar una respuesta regional. Estos esfuerzos son la culminación de años de trabajo –de administraciones republicanas y demócratas– de los profesionales de los departamentos de Estado, Tesoro, Justicia y el resto del llamado “Estado profundo”, tan denostado por la administración Trump.
Hubo una progresión, por supuesto. Obama optó en gran medida por la continuidad política en Venezuela cuando asumió el cargo en 2009, con algunos cambios significativos. Uno fue el esfuerzo consciente para reducir los decibelios del combate público con el gobierno venezolano con el fin de crear el espacio necesario para que los ciudadanos de Venezuela entablaran un debate activo sobre el futuro de su país. Recuerdo una reunión en la que un respetado diplomático estadounidense resumió el enfoque de EEUU con una cita del escritor Bernard Shaw, que muchos atribuyen al presidente Lyndon B. Johnson: “Aprendí hace mucho tiempo, nunca luchar con un cerdo. Uno se ensucia y, además, le gusta al cerdo”.
Ante el brusco deterioro de la situación económica de Venezuela en 2014, debido a la mala gestión, el entonces vicepresidente estadounidense Joe Biden lideró una respuesta internacional para contrarrestar y preparar la región para el fin de la petropolítica venezolana a través de la Iniciativa de Seguridad de la Cuenca del Caribe. Cuando en 2014 el Senado de EEUU aprobó la ley de Defensa de los Derechos Humanos y la Sociedad Civil de Venezuela, la Casa Blanca reforzó su implementación agregando apartados sobre corrupción diseñados para atajar este problema y el creciente narco-Estado venezolano. Biden también se acercó a Maduro durante la inauguración de los Juegos Olímpicos de Brasil en 2015 ante un grupo enorme de reporteros en un último esfuerzo para asegurar la liberación de los presos políticos y convencerlo de la necesidad de entablar un diálogo real con la oposición. Biden se reunió con Tintori apenas regresó de Brasil.
El gobierno de Obama también tomó un rumbo diferente al de su predecesor a través de un esfuerzo concertado para crear áreas de interés común con los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). La intención era buscar avances en cooperación, sobre todo si EEUU tenía un interés unilateral. Pero lo más importante era corregir la percepción equivocada de que Washington fomentaba la polarización en el hemisferio americano y al mismo tiempo crear un espacio para los “adultos” de la región, como Chile, Colombia, México y Perú, con el fin de liderar una solución regional. Junto con los cambios en la política de Cuba en 2014, este enfoque socavó con éxito la coherencia del ALBA.
Sin embargo, la decisión del gobierno de Obama de continuar el enfoque de la era de Bush en la Organización de Estados Americanos (OEA), como el principal foro multilateral para defender las instituciones democráticas, fue quizá la más importante. La Carta Democrática Interamericana creó un consenso hemisférico a favor de la democracia y estableció un mecanismo para su defensa colectiva. Y no existiría hoy si no fuese por la tragedia histórica que supusieron los atentados de 2001 en EEUU.
Adoptada el 11 de septiembre de 2001 durante un periodo extraordinario de sesiones de la Asamblea General de la OEA, el entonces secretario de Estado Colin Powell, acompañado por el representante permanente adjunto Thomas A. Shannon, imploraron a los Estados miembros de la OEA apoyar la Carta en solidaridad con EEUU. Ahora, después de varios intentos fallidos por parte de la Unión de Estados Suramericanos (Unasur) para encontrar una solución negociada entre el gobierno venezolano y la oposición, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, y el gobierno mexicano están usando la Carta Democrática Interamericana en su exitoso esfuerzo regional para presionar a Caracas en la convocatoria de unas elecciones libres y justas.
Al acercarnos al probable acto final en Venezuela –y sin garantía de que Maduro quiera (o incluso tenga el poder para) hacer lo correcto mediante la celebración de elecciones– el atrincheramiento y la represión por parte del gobierno tendrán repercusiones duraderas para toda América Latina y el Caribe. El enfoque de EEUU hacia Venezuela hasta la fecha representa uno de los pocos ejemplos en la administración Trump en que la diplomacia –la noción de trabajar con otros y aprovechar las instituciones multilaterales– prevalece sobre el hombre fuerte. Es el curso correcto; los diplomáticos se están anotando victorias importantes para el liderazgo de EEUU y la cooperación regional. Y la prensa estadounidense está recogiendo los elogios de la administración Trump. No hay que socavar estos esfuerzos tratando de luchar contra el cerdo.