Hoy en día, es evidente que Perú enfrenta un déficit institucional que le impide solucionar sus problemas y origina malestar social y desafección al régimen democrático y al Estado. Esta situación confirma la sentencia de Linz y Stepan: “Sin Estado no hay democracia” (no state, no democracy).
La imposición del régimen autoritario en 1992 y el apoyo de las instituciones financieras internacionales facilitaron la implementación de las reformas neoliberales, permitiendo a los tecnócratas sanear y fortalecer las finanzas públicas y generar, a espaldas de la ciudadanía, un orden institucional que concentra las decisiones económicas en el ejecutivo y privilegia la actuación empresarial y la inversión privada.
La estabilización económica propició el ingreso de la inversión extranjera contribuyendo al insólito crecimiento económico de los últimos diez años, así como a reducir la pobreza y a mejorar la movilidad social de sectores “emergentes”. Este desenlace generó una onda de optimismo que se propagó en el país y encumbró a figuras representativas de la tecnocracia y del pensamiento neoliberal.
Pero también la ausencia de una sólida oposición ayudó a cambiar el perfil económico y social del país; previamente la izquierda se había dividido y su presencia en la escena pública se había reducido considerablemente, al igual que la de las organizaciones de los trabajadores y los frentes regionales, a causa de los efectos perversos de la década “perdida” de los años ochenta.
A pesar de que esas instancias no han podido recuperarse hasta hoy, cerca de la mitad de la población se muestra insatisfecha con el diseño neoliberal aduciendo que desnacionaliza y privatiza la economía en beneficio de pocos y en perjuicio de muchos peruanos. Pero esta opinión no tiene consecuencias políticas.
Es decir, los tecnócratas pudieron llevar a cabo su cometido por el respaldo que recibieron de las instituciones financieras y la influencia que tuvieron sobre los gobernantes, en medio de un cuadro de fragmentación social y política.
La positiva condición macroeconómica convive con la persistente debilidad institucional del Estado y la tradicional desigualdad social, trabando el crecimiento y la cohesión social. Esta situación paradójica constituye el eje alrededor del cual se articulan los actores y el curso del país desde hace 25 años.
De la década perdida a la descomposición social
Para no remontarnos más atrás, la “década perdida” de los años ochenta y el catastrófico gobierno de Alan García (1985-90) postraron al Estado, las organizaciones sociales y los partidos políticos. En esas condiciones, la imposición del régimen autoritario recuperó parcialmente la autoridad estatal y recortó las atribuciones económicas del Estado, adjudicándolas a la iniciativa privada.
Tecnócratas y políticos se desinteresan regularmente del progresivo deterioro del aparato estatal en lo que no tiene relación directa con el manejo económico. Ese deterioro y el recorte de las atribuciones y de los recursos correspondientes incapacitan al Estado para cumplir con funciones básicas: controlar el territorio, penetrar la sociedad haciendo cumplir la ley, arbitrar los conflictos, atender las necesidades y expectativas sociales.
Vastos espacios del territorio están en poder de grupos dedicados a actividades ilegales que involucran a la población local, al tiempo que amenazan o corrompen a las autoridades para desenvolverse libremente.
A pesar de que el Estado prioriza los intereses empresariales y mantiene una fluida comunicación con sus representantes y voceros, no pasa un día que no se quejen, privada o públicamente, por los obstáculos burocráticos que enfrentan, sin que las autoridades se decidan a hacer algo al respecto.
El Estado tiene lazos muy débiles e insatisfactorios con los segmentos populares, en especial con el sector informal que comprende el 70% de la población económicamente activa. Que Perú es uno de los países de la región con más elevada proporción de la población en informalidad constituye una prueba definitiva de la distancia y extrañeza del Estado con los segmentos populares, entre otras razones, porque sus intereses no se encuentran entre los prioritarios de los tecnócratas; de ahí que la inversión pública en educación, salud y seguridad se encuentre ente las más bajas de América Latina.
Este tipo de relación determina que los segmentos populares ignoren las normas oficiales y desconozcan a autoridades que no les permiten alcanzar sus propósitos individuales y colectivos, por lo que cruzan las difusas líneas que separan la legalidad de la ilegalidad. La situación se agrava debido a que el Estado no cuenta con los medios institucionales para atender las demandas sociales, ni para arbitrar los conflictos sociales; en consecuencia, los reclamos derivan con frecuencia en protestas violentas, propias del “desborde popular”, con fatales consecuencias.
El incumplimiento del Estado con sus atribuciones básicas involucra, pues, al conjunto de la sociedad, y la población consultada señala la inseguridad ciudadana y la corrupción como las cuestiones más graves que enfrenta el país, sin atisbo de solución. Desde luego, la frecuencia y la intensidad de estos fenómenos, así como la posibilidad de evadirlos o contrarrestarlos, dependen de la posición que en la jerarquía social ostentan individuos y grupos sociales y de su consecuente capacidad de acceder al poder.
Causas de la desafección
La desafección al Estado y al régimen político es consecuencia de la crisis de representatividad social y política que vive el país desde fines de la fatídica década perdida y que se prolonga a raíz de las transformaciones experimentadas desde entonces. En medio viven tanto el desapego a las tradiciones asociativas y el culto al éxito individual en cualquiera de las versiones del “emprendurismo” popular, como la creciente penetración del crimen organizado y la corrupción en la sociedad, la política y el Estado.
Uno de los nudos problemáticos derivados de la crisis de representatividad es la difícil relación entre la tecnocracia educada y titulada en renombrados centros de educación superior –que pretende dirigir técnicamente el desarrollo económico, desligándose de toda consideración política– e improvisados “representantes” de dudosa trayectoria, que han ganado una curul parlamentaria gracias a una transacción con el “dueño” de una “franquicia política”. Ignorantes de las formas democráticas pero avezados en la práctica clientelista, no pierden oportunidad para hacerse de fama y fortuna, apoyando a cualquiera que ofrezca esa posibilidad, sin prestar atención al “ruido político” en los comentarios de opinión pública.
Eppur si muove. En esta escena plagada de contradicciones se ha desarrollado una creciente y pugnaz crítica a los gobernantes, que ha dado lugar a algunos cambios y mejoras institucionales que, sin embargo, no tienen el peso para fortalecer las bases institucionales del Estado y la democracia, aunque apuntan en esa dirección.