Reino Unido celebra hoy su referéndum de pertenencia a la Unión Europea. Ignoro cuál será el resultado, pero me atrevo a predecir lo siguiente: independientemente de quién gane, una legión de artículos de opinión y editoriales nos recordarán, tan pronto como se conozcan los resultados, los peligros que entraña celebrar consultas de este tipo. Qué peligrosa es la democracia directa; qué irresponsable, fiar el futuro de un país a la volubilidad de las masas. ¡Los referéndums los carga el diablo!
No será la primera oleada de piezas de este género. Tras una consulta holandesa sobre la ratificación del acuerdo de asociación entre la UE y Ucrania –consulta en la que triunfó el “no”–, se impuso una reflexión sobre “los límites de la democracia directa”. Lo mismo ocurrió en septiembre de 2014, tras la celebración del referéndum escocés. Emulando las observaciones sobre la sociedad de Margaret Thatcher, Felipe González proclama en su último libro que “la democracia directa no existe”. En el contexto político español, estas inquietudes tienen a Cataluña como evidente telón de fondo.
Europa no está sola en su desasosiego ante los caprichos del votante medio. En Estados Unidos la tendencia es más acusada si cabe: el problema no sería la democracia directa, en contraposición con la representativa, sino el principio democrático en sí mismo. Esa es la tesis de Andrew Sullivan, bloguero y columnista célebre, en un sonado artículo publicado en New York Magazine. Sullivan opina que la creciente democratización de la sociedad estadounidense es un caldo de cultivo perfecto para la tiranía que representa el multimillonario xenófobo Donald Trump, vencedor en las primarias del Partido Republicano. Tirando de Platón, Sullivan sostiene que “nuestra hiperdemocracia paralizada y emocional lleva al votante frustrado, enfadado y trastabillante hacia la panacea quimérica de Trump”.
Hay dos problemas con la tesis de Sullivan. El primero es un exceso de adjetivos. El segundo es que describe un país que solo existe en la imaginación del autor. Las raíces del fenómeno Trump –y las del socialista Bernie Sanders– hay que buscarlas, entre otras cosas, en la lentitud con que el país se recupera de la crisis de 2008, dejando atrás a gran parte de su población; en la precariedad que han causado, entre la clase media y trabajadora, los tratados comerciales que apoyan el Partido Republicano y Demócrata; en la metamorfosis de este último, que en el pasado fue receptivo a los problemas de los desfavorecidos y hoy gobierna para profesionales urbanos afluentes. Dicho de otra forma: si el auge de Trump guarda relación con la democracia, tiene mucho que ver con la erosión de la misma en favor de un mercado desregulado.
El telón de fondo del Brexit no es muy diferente. En él se juntan el oportunismo de David Cameron, que en 2013 quiso comer terreno al ala derecha de su partido y al UKIP prometiendo una consulta que entonces no parecía arriesgada; la manipulación de la prensa amarillista, empeñada en generar xenofobia (según un estudio de la Universidad de Loughborough, en Reino Unido el 82% de los artículos sobre el Brexit, cuando se calcula su tirada e influencia, mantiene una posición favorable a la salida); la cobardía de un establishment incapaz de contraponer una narrativa europeísta inspiradora, que acumula décadas cerrando filas en torno a un modelo económico insostenible y que, hasta la aparición de Jeremy Corbyn, ha sido incapaz de ofrecer una alternativa que no sea el euroescepticismo paranoico y racista. Y, finalmente, los fallos de la propia UE, que desde 2010 se muestra como un proyecto deslavazado, frágil e incapaz de afrontar retos críticos dentro y fuera de sus fronteras.
Quienes pretendan entender los motivos que han dejado Reino Unido al borde del Brexit harán bien en examinar estos problemas. El referéndum, llegados a este punto, no es más que un síntoma.