“De nosotros los civilizados, los bárbaros solo conocen nuestros crímenes”.
Anatole France, Le Génie Latin (1909)
Para una nación en guerra y una ciudad ansiosa por recuperar cualquier asomo de normalidad fue un momento especialmente emotivo la reapertura el 17 de junio del teatro de la ópera de Odesa, 115 días después de la invasión rusa de Ucrania. Hasta pocos días antes, el palacio, inaugurado en 1810, estuvo cubierto de sacos de arena, como en 1942.
Al presentar el programa del concierto, su directora, Ilona Trach, recomendó al público que llenaba la platea y los palcos que si sonaban las sirenas no salieran del teatro, un edificio barroco diseñado por arquitectos vieneses y profusamente adornado de candelabros, grandes espejos y tapices de terciopelo. Pese a los feroces combates que se libran en la vecina Mykolaiv, nada ocurrió, sin embargo. Vladímir Putin parece haber dado instrucciones expresas de que no se dañe la ciudad, fundada en 1794 por Catalina II y cuyo estilo arquitectónico da un aire mediterráneo a una de las joyas de la corona zarista.
En el repertorio de la reinauguración, el director de la orquesta, Vyacheslav Chernukho-Volich, incluyó arias de Tosca y Turandot, además de obras del compositor Kostiantyn Dankevych, nacido en Odesa. En 2014, tras la anexión rusa de Crimea y haber vivido varios años en Moscú, Chernukho-Volich regresó a Ucrania. En ese momento, comentó al New York Times, se dio cuenta de “como en una epifanía” que la idea imperial era inherente a Rusia y que cualquier político sin escrúpulos –como Putin– dispuesto a explotarla en su provecho no tardaría en amenazar la paz.
Un arte escénico
En muchos sentidos, la guerra moderna es un arte escénico: el teatro en el que se representa el ejercicio del poder en toda su violencia y crudeza pero rodeado, como en las óperas wagnerianas, de épica, mitología, música y coreografía diseñadas para transmitir mensajes nacionalistas trascendentes.
De hecho, un momento simbólico decisivo cambió el curso de la guerra en el frente del Este: el estreno, el 9 de agosto de 1942, de la sinfonía nº 7, Leningrado, que Dmitri Shostakóvich compuso en medio del asedio alemán y se interpretó por primera vez en la sede de la orquesta filarmónica cuando en las calles habían desaparecido perros, gatos y hasta ratas, devorados por sus famélicos habitantes.
«Los mandos de la Wehrmacht quisieron silenciar a la filarmónica de Odesa bombardeando el teatro, pero no lo consiguieron. En los años que quedó de guerra, la 7º sinfonía se convirtió en un himno antifascista»
Algunos de los músicos de la orquesta sinfónica, diezmada por el hambre, murieron por el esfuerzo en el breve y primero y único ensayo de la obra. El efecto de la transmisión radial y a través de altavoces –que llevaron las notas hasta las líneas alemanas– fue electrizante. Los mandos de la Wehrmacht quisieron silenciar a la filarmónica bombardeando el teatro, pero no lo consiguieron. En los años que quedó de guerra, la 7º sinfonía se convirtió en un himno antifascista.
Civilización y barbarie
Uno de los factores que hace tan difícil resolver la actual guerra de Ucrania es su saturación de historia, librándose sobre un suelo con múltiples estratos de episodios bélicos anteriores. Los soldados de uno y otro bando a veces ni siquiera tienen que cavar nuevas trincheras en los bosques porque las de antiguas guerras siguen ahí. Putin y los silovoki alegan que Rusia custodia el legado de la civilización cristiana, por lo que sus enemigos –islamistas, ucranianos, occidentales…– solo pueden ser bárbaros, una actitud que viene de lejos.
Las únicas condiciones que los zares aceptaban eran las que ellos imponían. En mayo de 1876, Alejandro II aprobó un decreto –el ukase de Ems, llamado así por el balneario alemán donde se firmó– que prohibía las publicaciones, la representación de obras teatrales y la interpretación de canciones en ucraniano, que según el Kremlin nunca existió ni podía existir. Los últimos Romanov consideraban la lengua, cultura e identidad ucranianas una amenaza tan grave como el nacionalismo polaco, lo que no evitó que el 22 de enero de 1918 la Rada Suprema proclamara en Kiev la independencia, a la que seguirían las de 1939, 1941 y 1991.
«Un genocidio es según Raphael Lemkin un crimen de múltiples dimensiones, no solo el mero asesinato en masa de un pueblo. Conlleva casi siempre la supresión de su historia y su cultura»
Entre el otoño de 1939 y junio de 1941, cuando comenzó la invasión alemana, la NKVD, la policía secreta soviética, deportó a Siberia a 1,2 millones de nacionalistas ucranianos. Dos días antes de la invasión, Putin atribuyó la propia existencia de Ucrania a una decisión arbitraria de Lenin.
Según escribe Serhii Plokhy en The Gates of Europe (2015), de todos los regímenes que alguna vez controlaron territorios ucranianos, solo las autoridades soviéticas permitieron el desarrollo de un proyecto nacional ucraniano. Entre otras cosas, señala, porque Nikita Jruschov creció desde los 14 años en Yuzivka, zona minera del sur de Ucrania a la que su familia rusa se había mudado y donde comenzó la carrera política que le llevó a la cúpula del régimen. Su sucesor, Leónidas Breznev, nació en 1906 también de padres rusos en Kamenske, una ciudad industrial ucraniana, lo que explica, según Plokhy, que Moscú cediera Crimea a Ucrania en 1954.
Guerras paralelas
Esos hondos –y mortales– desencuentros explican que en las ciudades y poblaciones lejos de los frentes de combate se libre otra guerra en la que se destruyen monumentos y se prohíben lenguas. Según escribe en Foreign Affairs, Dmytro Kuleba, ministro de Exteriores ucraniano, las fuerzas rusas llevan listas de profesores de lengua e historia ucranianas, activistas, autoridades… que tras sus detenciones son “deportados, torturados y desaparecidos”.
Un genocidio es según el jurista bielorruso judío que acuñó el término, Raphael Lemkin, un crimen de múltiples dimensiones, no solo el mero asesinato en masa de un pueblo: conlleva casi siempre la supresión de su historia y cultura, la destrucción de sus archivos y santuarios y el robo y saqueo de sus tesoros artísticos.
Según el ministro de Cultura ucraniano, Oleksandr Tkachenko, desde que comenzó la invasión, los rusos han robado miles de objetos históricos únicos. Solo desde el 27 de mayo, su ministerio ha registrado 367 crímenes contra su patrimonio cultural, incluyendo la destrucción de 29 museos, 133 iglesias, 66 teatros y bibliotecas y un cementerio judío en Hlukhiv, en el óblast de Sumy, lugar de peregrinación de judíos hasídicos ultraortodoxos, destruido por dos misiles rusos el 8 de mayo.
El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, denuncia que la destrucción rusa incluye los monumentos conmemorativos de las masacres nazis de Babi Yar, cerca de Kiev, y de Drobytsky Yar, en las afueras de Jarkov, donde en septiembre de 1941 fueron asesinados entre 15.000 y 20.000 judíos. El monasterio de Todos los Santos en Lavra, en el óblast de Donetsk, quedó reducido a cenizas tras un bombardeo en el que murieron tres monjes.
El 26 de febrero, según escriben Jade McGlynn y Fiona Greenland en Foreign Policy, tropas rusas prendieron fuego en Ivankiv, una localidad al noroeste de Kiev, al museo que albergaba la obra de Maria Prymachenko, artista y folclorista ucraniana cuya obra en 1937 Pablo Picasso elogió como un “milagro artístico”. En Jarkov, que alberga 42 institutos de educación superior, las bombas rusas han dañado la Academia Nacional de Ópera, el Teatro de Ballet, la Sociedad Filarmónica y la biblioteca científica Korolenko, una de las más grandes de Europa.
La ley del talión
El odio es recíproco. El gobierno de Kiev ha proscrito partidos políticos prorrusos, y la Rada, con el apoyo de todo el espectro político, ha prohibido la distribución de libros rusos y bielorrusos. En las calles, avenidas y bulevares de las ciudades ucranianas los enemigos se llaman a veces Tchaikovsky, Dostoievski, Chejov o Gorki. El alcalde de Odesa, Gennadiy Trukhanov, se ha negado a retirar el busto de Aleksandr Pushkin, que vivió en la ciudad en 1823, del frontispicio de la ópera y borrar su nombre de parques y plazas de la ciudad.
La rusofobia, advierte, puede dañar irreparablemente el carácter cosmopolita y el prestigio de Odesa como “capital multicultural” de Ucrania y donde nacieron, entre otros, Sholem Aleijem, el mayor dramaturgo en lengua yidish, Jaim Najman Bialik, uno de los padres de la poesía hebrea moderna, y Lev Bronstein, Trotski. Las brasas de la xenofobia pueden volver a arder. Solo en la región de Odesa, ocupada por los rumanos durante la guerra, fueron masacrados más de 200.000 judíos.
¿Una batalla perdida?
La batalla de Trukhanov parece perdida. En toda Ucrania, las autoridades municipales están lanzando iniciativas para “descolonizar” sus ciudades cambiando los nombres de calles, plazas y paradas de metro que evoquen la historia del imperio ruso o la Unión Soviética.
Según Andriy Moskalenko, vicealcalde de Lviv, Ucrania debe deshacerse de todo lo que tenga que ver con “los asesinos”. Ucrania fue el país del este de Europa que más estatuas de Lenin derribó tras el fin de la Unión Soviética. Lutsk, al noroeste, planea rebautizar más de 100 vías públicas. En Kiev, el ayuntamiento quiere cambiar el nombre de la parada de metro Lev Tolstoi por el de Vasyl Stus, un poeta ucraniano poco conocido. La estación Minsk podría llamarse pronto Varsovia.
Moskalenko asegura que no se trata de negar el valor de la obra de nadie sino de dejar de rendir homenaje a unos autores cuya obra ha sido usada como un “instrumento de colonización”. Pero en algunos casos, las cosas no son tan simples. Las raíces familiares de Piotr Ilych Tchaikovsky eran ucranianas. Muchos musicólogos creen que sus obras muestran claramente que el maestro ruso se inspiraba en el folclore ucraniano.