Unidos por el Corán y la lengua árabe, la civilización islámica vive una interminable crisis de carácter político y religioso. Resolverla está en manos de los países musulmanes. La intervención externa solo ha servido para frustrar cualquier intento de solución interna.
Desde la caída del Imperio Otomano tras la Primera Guerra mundial, la civilización islámica árabe atraviesa una profunda crisis que solo habrá de resolverse desde dentro. Esta crisis es de carácter tanto político como religioso, y podría compararse a la vivida en Europa durante la guerra de los Treinta Años, que terminó en 1648 con la Paz de Westfalia. Estos supusieron la aparición de un nuevo sistema de Estados soberanos nacionales y, en el ámbito religioso, allanó el camino para la aceptación del principio cuius regio, eius religio, fijado por la Dieta de Augsburgo en 1555. A grandes rasgos, puede decirse que ambos instrumentos legales se han respetado en Occidente hasta hoy, excepción hecha del siniestro interludio totalitario del siglo XX.
Ni la aparición inesperada del que se ha autoproclamado nuevo Califato Islámico, ni las atrocidades que demuestran su poder e impiedad, ni su objetivo declarado de recuperar una edad del islamismo deberían ser considerados fenómenos nuevos en la historia del imperialismo y del posimperialismo. Que últimamente el debate en los círculos europeos y estadounidenses haya girado en torno a lo qué hacer (o no hacer) con respecto al Estado Islámico (EI) revela hasta qué punto, sorprendentemente, se ignora la Historia y se insiste en no reconocer las continuadas futilidades y fracasos de Occidente a la hora de imponer su voluntad más allá de sus fronteras. Este nuevo movimiento que llama a recuperar el poder perdido y la gloria pasada del islam es, en realidad –y por poco convincente que parezca esa aspiración–, la última etapa de la crisis que aqueja a la civilización árabe musulmana desde su desmembración tras la derrota del Imperio Otomano, la última manifestación política de un islam unido.
La vuelta al pasado
Nos repiten una y otra vez que para entender el presente debemos estudiar el pasado, pero en la práctica rara vez lo hacemos con amplitud de miras. En varias ocasiones se han alzado movimientos populares radicales que exigían devolver a alguna sociedad fragmentada y culturalmente consternada su Edad de Oro: ocurrió dos veces en la China del siglo XIX (las rebeliones Taiping y de los bóxers), en India (el llamado motín de los cipayos de 1857) y en el Sudán colonial (donde el mahdi Mohamed Ahmed, mesiánico purificador del islam, tomó Jartún en 1885 y asesinó al general Charles Gordon). Estos son solo dos de los ejemplos más relevantes de insurrecciones contra el poder imperial.
Se trata de un fenómeno que apareció en el África poscolonial, cuando los practicantes de religiones animistas se propusieron capturar o emular el poder de la religión imperial para escapar de la explotación. Un fenómeno que sigue dándose en su forma más primitiva. ¿Qué, si no, son el terrible Ejército de Resistencia del Señor de Uganda u otros fenómenos radicales, como Boko Haram, clasificados por los gobiernos europeos simplemente de “terroristas”? Su poder reside en que los inspiran determinadas interpretaciones, a veces perversas, de la religión.
Tales fenómenos son, en su totalidad, expresión del problema quizá más recurrente de la historia: la búsqueda de la “clave del Milenio”, común a sociedades tanto sencillas como sofisticadas desde los tiempos más remotos. Por ejemplo, ¿qué diríamos que es (y sigue siendo, en ciertas formas fragmentadas) el comunismo? El comunismo propuso un método para alcanzar las promesas hechas por la Internacional Comunista y varios gobiernos, entre ellos el soviético: el Gran Día, en que la virtud quedaría encarnada en una futura felicidad permanente y en una condición humana transformada, el Gran Día en que se recuperaría un pasado glorioso que traería la justicia y la dicha a los pueblos afligidos. Es decir, una religión secular.
Estamos pues ante un fenómeno moderno. En Occidente, durante la Edad Media, se consideraba que el paraíso prometido existía más allá del tiempo y que solo abriría sus puertas después de que la llegada del Mesías acabara con el dolor de la existencia terrena. El nuevo milenio marcaba el final de una era secular, tras el cual se agotaría la historia de la humanidad y daría comienzo el milenio de reinado celestial, tal y como prometió el Libro de las Revelaciones. El marxismo fue la traducción secular de esa promesa religiosa, promulgada por nuevos profetas: el propio Marx, Engels o Mao. Hacía falta una promesa laica, porque Dios había perecido a manos de la Ilustración europea. Pero esta no es la visión del islam. El emir Abu Bakr al Baghdadi, supuesto nuevo califa del islam, espera que se cumplan las promesas del profeta Mahoma que, como las de la cristiandad, son intemporales.
El Califato Islámico anunció su nacimiento en agosto de 2014 y se proclamó dispuesto a atacar a Occidente y en especial a Estados Unidos y a sus heréticos aliados árabes: el Estado de Irak, chií y sometido a la política estadounidense, y Arabia Saudí, que afirma su superioridad en virtud de su ideología propia, el wahabismo. En el seno del islam, el conflicto entre suníes y chiíes se enrarece y extiende, promovido por los Estados islámicos más grandes y poderosos, como los suníes Arabia Saudí y Catar o el chií Irán, entre otros. Todos ellos proveen energía a Occidente. En Oriente Próximo se están librando actualmente muchas guerras, pero todas se confinan casi exclusivamente a sociedades islámicas y su origen está principalmente en antiguas disputas religiosas en torno a la doctrina del Profeta, siendo secundarias las motivaciones políticas o geopolíticas. Es mejor dejarlo estar.
¿Por qué los políticos de la oposición en EE UU se empeñan en que Barack Obama saque músculo yendo de nuevo a la guerra? ¿Por qué el presidente se ha sometido a ese chantaje fronteras adentro? Tanto Irak y Siria (que libran guerras civiles) como Hezbolá (que lucha contra Israel, los rebeldes suníes y los mandatarios alauitas de Siria) han demostrado ya que saben enseñar los dientes a sus enemigos.
Los únicos en fracasar recientemente han sido los militares iraquíes, tras una década de entrenamiento militar estadounidense: sin duda, la causa está en la incapacidad del gobierno iraquí para sembrar lealtades y alimentar el nacionalismo que vincula un ejército al Estado y al pueblo que debe defender. Se trata, así pues, de un fracaso político, consecuencia de la miope demolición que el gobierno de George Bush hijo perpetró contra el Irak secular anterior a 2003.
Lo que quedó de las dos guerras
La crisis que actualmente atraviesan los países árabes se inició tras la Gran Guerra, cuando los vencedores, es decir, los principales poderes imperiales europeos de entonces, dispusieron como quisieron de los despojos del Imperio Otomano. Su nuevo instrumento legal, la Sociedad de Naciones, les permitía crear mandatos y supervisar las nuevas monarquías y demás autoridades territoriales reconocidas por los acuerdos firmados en la posguerra. No obstante, los pueblos del islam no cejaron en su empeño de reunirse: pese a sus diferencias teológicas, los unía el Corán y la lengua árabe, en la que está escrito ese libro sagrado y en la que se lee aún hoy. El sistema otomano que había reemplazado a los grandes califatos árabes fue destruido a finales del siglo XIX y principios del XX, primero debido a la resistencia ofrecida en los territorios eslavos del imperio y, a continuación, por la colisión contra la Europa moderna e industrializada, en la Primera Guerra mundial. El desafío intelectual y teológico que había planteado la Ilustración europea influyó inevitablemente a los pensadores islámicos y dieron curso a las corrientes reformistas del movimiento de los Jóvenes Turcos en el seno del Imperio Otomano.
Después de 1918, el intemporal Egipto (islámico pero no árabe) siguió siendo una monarquía, aunque bajo protectorado británico. Persia, otra antigua monarquía independiente ajena al mundo árabe, cayó también bajo la égida informal de Reino Unido, tras el descubrimiento en el siglo XIX de petróleo, necesario para el funcionamiento de la Royal Navy. Los tronos de Siria, Irak y Transjordania fueron ocupados por monarcas árabes hachemitas (en Irak reinó Faisal, quien encabezó la revolución árabe con T. E. Lawrence, alias Lawrence de Arabia, como consejero militar y fue en un principio coronado rey de Siria, hasta que las autoridades coloniales francesas lo apartaron del poder).
Ambos Estados eran mandatos de la Sociedad de Naciones, bajo control francés y británico respectivamente, al igual que Palestina que –como es bien sabido– se transformó asimismo en Mandato Británico, sin previsión de cumplir la promesa hecha durante la guerra de establecer en ella la “patria del pueblo judío”, a condición de que se reconociesen los derechos de las comunidades no judías de Palestina, como especificaba la Declaración Balfour.
Lo que en ese tiempo era la Arabia tribal estaba siendo tomada progresivamente por el purista movimiento wahabí, encabezado por Ibn Saud. Sus territorios conquistados fueron proclamados independientes por Arabia Saudí en 1926, mientras que el actual Yemen se mantuvo bajo poder tribal. Los gobiernos coloniales europeos estaban acostumbrados a gobernar a pueblos “menores” en ultramar, más allá de las fronteras continentales, creyendo siempre actuar en el interés propio y el de los pueblos gobernados. Lo hicieron bajo la autoridad incontestable de la “comunidad internacional” (como llamaríamos hoy a aquella Sociedad de Naciones), destruyendo todas las expectativas que los pueblos árabes tenían de una independencia unitaria y real.
Las nuevas monarquías de Irak y Siria cedieron a los movimientos militares nacionalistas de las décadas de los veinte y los treinta. El partido panárabe Baaz, de espíritu modernizador y laico, terminaría tomando el poder en ambos países, y se vería influido por los cristianos libaneses, que temían encontrarse aislados en el seno de un nuevo país panárabe musulmán. Quien más cerca estuvo del ideal panárabe (la fundación de una nación árabe única) fue el coronel egipcio Gamal Abdel Nasser, quien en 1953 aplicó una interpretación árabe del socialismo y consiguió unir efímeramente Egipto, Siria y Yemen (el antaño Reino de Saba). Los Hermanos Musulmanes (fraternidad fundada en Egipto en 1928, a la que Nasser se opuso) fueron y siguen siendo un movimiento panárabe, radical y sectario, con múltiples manifestaciones y, probablemente, mucho futuro por delante, pese a su derrota en Egipto.
Tres décadas después del armisticio de la Primera Guerra mundial, la entonces joven Organización de las Naciones Unidas, institución occidental dominada tanto entonces como ahora por EE UU, dividió el Mandato Británico de Palestina para crear la Patria Nacional Judía prometida por el gobierno británico a través de la Declaración Balfour, en noviembre de 1917. Nace así un conflicto permanente con los palestinos que poseían esos territorios. Desde entonces, no han dejado de luchar los sionistas respaldados por EE UU y los árabes que habitaban Palestina. Este conflicto ha obrado transformaciones políticas y psicológicas en la conciencia comunitaria árabe y ha desenterrado sensibilidades y el recuerdo de las Cruzadas, de los grandes califatos y del periodo otomano, cuando los árabes dominaron la Europa balcánica, desde Grecia hasta Viena. En ambos bandos, el conflicto palestino se ha convertido en una lucha “existencial”, tomando prestado el adjetivo utilizado por los políticos israelíes. Quien pierda, muere.
Los árabes emergieron de la Segunda Guerra mundial bajo el control de las mismas potencias coloniales y la influencia de la ONU, la nueva autoridad global patrocinada por los estadounidenses. Las iniciativas de independencia árabes de la posguerra buscaban unir a los árabes, pero fracasaron en su totalidad: la guerra contra la división de Palestina y la creación de Israel, el socialismo árabe del coronel Nasser, el partido laico Baaz en Siria e Irak, las iniciativas religiosas como los Hermanos Musulmanes. En su lugar, se dieron una serie de conflictos civiles e interestatales en los que EE UU terminaba por intervenir, inútilmente, tratando de imponer órdenes políticos prooccidentales en toda la región. Podría pensarse que las consecuencias de esos conflictos habrían enseñado a Occidente una dura lección, pero no ha sido así.
En este clima político de fracaso, marcado por el nacionalismo árabe y la aparente irresolubilidad del conflicto israelo-palestino, EE UU determinó que debía ser capaz de imponer un nuevo orden. Tal realidad era implícita a la política general estadounidense, tanto durante la guerra como en la posguerra. En Oriente Próximo debían cumplirse dos objetivos en el ámbito de la política exterior. El primero era garantizar el acceso de EE UU a la energía. Durante la guerra, dichas garantías quedaron consignadas en el acuerdo firmado entre Franklin Roosevelt y la Arabia de Ibn Saud, en virtud del cual los estadounidenses brindarían protección a Arabia Saudí a cambio de petróleo, directamente. El segundo objetivo era solucionar el problema israelo-árabe. Si Washington hubiese querido imponer una solución en la década de los cincuenta, a saber, la creación de dos Estados permanentes bajo los auspicios de EE UU, esa parte del mundo se habría ahorrado 60 años de guerra, tanto abierta como encubierta. Pero no fue así, e Israel vio refrendados sus ímpetus sionistas más esenciales, que planteaban tomar la totalidad de Tierra Santa sin importar el coste para los palestinos, a los que, en un primer momento, la propaganda israelí tildaba de “insignificante grupo de tribus nómadas”. La administración estadounidense se vio obligada, por las presiones internas, a defender invariablemente las consecuencias de aquella ficción.
En 1951 emergió otro obstáculo para el éxito de EE UU en Oriente Próximo: el primer ministro iraní, el populista Mohamed Mussadeq, nacionalizó las inversiones petroleras británicas contra la voluntad del sah. Este terminó exiliándose, pero en 1953 un golpe de Estado nacido de la agitación popular y espoleado por los servicios secretos británico y estadounidense le devolvió el trono. El gobierno de Richard Nixon lo ungiría más tarde como aliado de EE UU y guardián del orden en la región del Golfo. No obstante, en 1979, tras otro periodo de desórdenes internos, se vio obligado a huir debido a otra intentona golpista por parte de fundamentalistas chiíes. El secuestro de personal diplomático estadounidense supuso un varapalo para el gobierno de la superpotencia. Desde este acontecimiento, la política estadounidense está marcada por la enemistad hacia Irán.
La consecuencia más importante de aquellos hechos fue el ataque perpetrado por Irak contra Irán a raíz de conflictos territoriales, pero con el beneplácito implícito de EE UU. La guerra duró ocho años y fue una carnicería comparable a la de la Primera Guerra mundial. En 1990 Irak invadió Kuwait –territorio también reclamado– y una coalición liderada por los estadounidenses devolvió la libertad al pequeño país y su petróleo tras la entonces llamada guerra del Golfo. EE UU había resuelto mantener bases permanentes en Arabia Saudí, pese a la objeción árabe de levantar instalaciones militares junto a los lugares sagrados del islam. Tras los ataques del 11-S contra Nueva York y Washington, el movimiento Al Qaeda, integrado por saudíes, declaró explícitamente que mediante sus actos la ira de Alá castigaba las blasfemias de EE UU en Oriente Próximo. El presidente Bush contestó entonces que los yihadistas de Al Qaeda eran el “mal” personificado.
Las invasiones estadounidenses de Afganistán y el Irak árabe azuzaron el deseo de vengar los ataques del 11-S. Quedaron justificadas aquellas por una ficción, la supuesta existencia de armas de destrucción masiva de Irak, y por la interesada quimera estadounidense de “democratizar” esas dos sociedades y, en última instancia, el resto de Estados islámicos árabes y centroasiáticos, potenciales nodos de un sistema liberal regional dominado por Washington.
EE UU: fracaso tras fracaso
El “nuevo Oriente Próximo” fundado por la OTAN a finales de 2003 ha fracasado flagrantemente, pero sigue siendo una aspiración del expansionismo visionario de algunos políticos estadounidenses neoconservadores (el último ejemplo de esta política ha sido el intento frustrado de atraer Ucrania al seno de la OTAN). La secretaria de Estado del gobierno de Bush hijo, Condoleeza Rice, escribió en Foreign Affairs (julio-agosto de 2008) las siguientes palabras: “La construcción de Estados democráticos es hoy un punto prioritario en nuestra agenda nacional y es reflejo de una actitud realista, inconfundiblemente estadounidense, que nos empuja a creer que el cometido de nuestro país es cambiar el mundo a su imagen y semejanza”. El 11 de septiembre de 2014, Vali R. Nasr, eminente director de la School of Advanced International Studies de la Universidad Johns Hopkins, opinaba así en The New York Times: “EE UU debe recabar en Oriente Próximo apoyos para la redistribución de poderes y la construcción nacional”. Ha transcurrido una década de fracasos pero ese gran designio no ha cambiado.
El presidente Obama ha declarado que el yihadismo del nuevo EI es en sí mismo una encarnación del mal que debe ser anulada y destruida. Los dos bandos enfrentados en esta reinterpretación de la “guerra contra el terror” lanzada por Bush –a saber, judíos y cristianos de Occidente de un lado y enemigos árabes de otro– se consideran “pueblos del Libro” y descendientes del profeta Abraham. En su fuero interno, no obstante, se han convertido en ejecutantes del apocalíptico destino descrito en el Libro del Génesis. Muchos evangélicos y protestantes estadounidenses se han convencido de que la política exterior estadounidense actual no puede entenderse sino en ese contexto.
El principal obstáculo para el éxito de esta nueva guerra de Washington en Oriente Próximo lo pone el hecho de que el modelo político estadounidense ni convence ni merece el respeto en los países de la región. Además, las políticas de EE UU no han tenido ningún éxito. Su actitud desde los ataques de radicales islámicos en 2001 contra Nueva York y el Pentágono ha socavado o subvertido deliberadamente instituciones encargadas de guardar el orden internacional, que en el pasado disfrutaban del apoyo incondicional de EE UU. Los códigos morales y de justicia internacionales, desarrollados por la comunidad occidental desde el siglo XVII, eran rechazados o ignorados cuando se creía conveniente, y EE UU exigía que se le eximiera de cumplir el Derecho Internacional, incluso de respetar normas relativas a los derechos humanos y la soberanía nacional, hasta hace poco aceptadas internacionalmente.
Así pues, la política exterior estadounidense se ha visto despojada de un elemento fundamental, un cimiento moral que originalmente se daba por supuesto. La asimilación de las modernas influencias, valores y prácticas de carácter totalitario, que caracterizan la política exterior de EE UU desde 2001, ha llevado a la justificación de asesinatos de Estado, matanzas selectivas a cargo de drones, incumplimiento de los procedimientos legales o tortura y reclusión incondicional sin juicio. Los mandatarios estadounidenses justificaban todo ello en el ámbito de un conflicto que no era guerra de religiones como tal, sino de absolutismos: uno, religioso; el otro, el nuestro, una cultura política de ensimismados y radicales nacionalismos milenaristas.
Forzar el choque de civilizaciones
Recuerdo la hipótesis que Samuel Huntington presentó al final de su carrera intelectual, según la cual la próxima guerra mundial será una guerra de religiones más que de Estados. Quien escribe desestimó en su día tal especulación, tildándola de proyección simplista de lo vivido en el siglo XX y de las típicas ideas estadounidenses sobre política exterior durante la década de los noventa, fundamentalmente promovidas por los agresivos neoconservadores islamófobos de Washington.
La implausibilidad de esa teoría es puesta de relieve por el argumento de que China (al parecer considerada ya por Washington el enemigo del futuro) formaría parte de una “conexión militar confuciano-islámica […] que contrarrestaría el poder militar occidental”. Una alianza que, de existir, no sería de mucha utilidad para China, nación con una minoría musulmana exigua y dispersa que no suma más del tres por cien de su población. El gigante asiático apenas sacaría provecho involucrándose en los conflictos entre Washington y el mundo musulmán.
El principal efecto de la hipótesis de Huntington cuando esta saltó a la palestra fue el incremento de los prejuicios antiárabes en EE UU, especialmente entre los amigos de Israel. Ello contribuyó a un ambiente político que hacía parecer inevitable la venganza pergeñada por la administración Bush tras los atentados del 11-S. Las teorías de Huntington tuvieron una influencia incluso mayor en los círculos intelectuales islámicos y entre los gobiernos árabes, debido a que era profesor de la Universidad de Harvard. El prestigio de Huntington, considerado el decano de los expertos estadounidenses en ciencia política (especialidad que en ese país alcanzó su madurez en la década de los treinta con el movimiento conductista), le ha convertido en una de las principales influencias académicas en Washington. ¿Proponía Huntington un ataque occidental contra el mundo musulmán? No: el artículo apareció en 1993, dos años después del ataque conjunto contra Irak debido a la ocupación de Kuwait; 10 años después se lanzarían la invasión de Irak británico-estadounidense y la guerra global contra el terror.
Si bien la alianza militar chino-árabe a duras penas tiene visos de realidad hoy, las hipótesis de Huntington sobre una nueva guerra religiosa han sido tomadas en serio en algunos círculos desde los atentados del 11-S, debido al auge de los partidos islamistas y la nueva yihad. Este año, a los pocos días de su proclamación como califato, desde el Congreso de Washington y los think tanks se comenzó a exigir obcecadamente el ataque contra el EI (al que también se le conoce por el acrónimo árabe Daesh). No se hicieron esperar tampoco las críticas a Obama por su renuencia inicial a actuar.
¿Cuál es la razón? Las intervenciones anteriores en Oriente Próximo se habían probado fútiles y perjudiciales para ambos bandos. En efecto, EE UU ha intentado erigirse en oligarca del moderno mundo árabe islámico, librando guerras y ordenando invasiones cuyo efecto real ha sido el enrarecimiento político de una grandísima parte de los árabes de Oriente Próximo y la justificación de una venganza que tanto el pueblo como sus líderes desean ver culminada. Obama se presentó a la presidencia con la promesa de poner fin a dos guerras, un trabajo que aún no ha rematado. Ahora, no obstante, trata de responder a las mofas y crímenes mediante los cuales el EI desea arrastrar a EE UU a una venganza aún más mortífera, lo cual justificaría, a su vez, las propias acciones y ambiciones del grupo terrorista.
Una guerra en la civilización islámica
Esta es una guerra que fundamentalmente se desarrolla en el seno de la civilización islámica, por causas religiosas, ideológicas y políticas que tienen su raíz en esa misma sociedad. Se suman a dichas causas provocaciones externas que perduran en el tiempo. Solo podrá ponerse fin a esta guerra desde dentro de esa civilización.
Lo que menos hace falta es otra intervención militar extranjera. La primera de las intervenciones imperialistas posteriores a 1918, encabezada por Reino Unido y Francia, hizo añicos la unidad árabe islámica que había existido en el último periodo otomano, cuando la Sublime Puerta era una superpotencia tanto europea como mediterránea. Las potencias europeas parcelaron la región durante el periodo de entreguerras y las intentonas posteriores a la Segunda Guerra mundial de recrear el ideal visionario de la nación árabe única se vieron definitivamente frustradas.
Los intentos estadounidenses de hacer del sah su ministro plenipotenciario y de Persia su principal agente en Oriente Próximo terminaron por crear un Irán fundamentalista, el principal enemigo de EE UU en la región. Las invasiones estadounidenses contra el régimen talibán en Afganistán y el Irak suní convirtió ambos países en regímenes títeres, arruinados y corruptos. Más tarde ocurriría lo mismo en Yemen y Libia. Podría pensarse que cualquier nueva estrategia estadounidense en Oriente Próximo será universalmente tachada de locura, incluso en Washington. Todas las anteriores no han traído sino destrucción y un fervoroso odio contra EE UU en gran parte –quizá la mayor parte– del mundo islámico. Tal vez sea responsable del “nuevo califato”. Washington se ha autoproclamado otra vez líder de una nueva intervención militar, un predecible fracaso en el que decenas o cientos de miles de personas, quizá millones, podrían encontrar la muerte de prolongarse indefinidamente en el tiempo.
La monarquía saudí y EE UU, en su calidad de patrocinadores de lo que queda del Estado iraquí, se presentan como defensores del potencial sucesor de los grandes poderes suníes, a saber, el EI, proclamado nuevo Califato Islámico que exige implícitamente el derecho a poseer los santos lugares del islam.
Coaligándose con EE UU para luchar contra el recién aparecido califato, Arabia Saudí y el resto de sus socios árabes reconocen de nuevo su dependencia de un poder forastero intervencionista a la hora de defender su propia integridad. El reino saudí admite, así pues, que no tiene la capacidad de devolver al mundo árabe la unidad e integridad que poseía durante el periodo otomano, evocando a su vez la capitulación en el siglo XX ante el imperialismo y la división impuesta por las potencias europeas. Arabia Saudí no quiere ni puede restablecer la unidad del pasado, cometido al que se ha entregado en cuerpo y alma el bárbaro movimiento suní, sea cual sea el peaje a pagar por el islam como civilización.
Rara vez se leen comentarios sobre hasta qué punto las ideologías políticas laicas posteriores a la Ilustración resultaban intrínsecamente inverosímiles, incluso absurdas y contrarias al sentido común, cuando no totalmente inalcanzables o siniestras: ideas que iban desde el utópico paraíso obrero o la “revolución perpetua”, al dominio nazi del mundo y el exterminio de los racialmente distintos, pasando por el armonioso reino económico en el que el mercado se autocorrige y crece ad infinítum, la reordenación de la civilización islámica o el dominio global de los más poderosos y la opresión del resto, lo que empujaría al hombre al cultivo de sus instintos más atrasados y crueles.
Marx dijo que la historia no planteaba problemas que no fuese capaz de resolver ella misma. Supongo que llevaba razón en el sentido de que todos los problemas de la historia en última instancia se resuelven de un modo u otro. Esto, no obstante, no es excusa para la locura ni consuelo para quienes sufren sus consecuencias.
Por William Pfaff, analista político estadounidense y colaborador, entre otros medios, de The New York Review of Books y The New Yorker, es miembro del Consejo Asesor de Política Exterior. Este artículo es un anticipo de Política Exterior 164.