En el último episodio de Salvados, Jordi Évole acude a Dinamarca, el país menos corrupto del mundo, y se encuentra con una ciudadanía que ni siquiera recuerda el último caso de corrupción en su país. El contraste con la España de la Gürtel, los Pujol, los ERE y la trama de Francisco Granados no podría ser más brutal. La idea implícita es que el país mediterráneo se ha convertido en un caso aparte en lo que a corrupción respecta.
La realidad, por desgracia, es que la corrupción sistémica no es un monopolio español. El precedente europeo más famoso es sin duda el de Italia en los años noventa, cuando el establishment político cayó envuelto en una serie de escándalos de corrupción. Pero la llegada al poder de Silvio Berlusconi fue, como desenlace, exactamente lo contrario a un revulsivo. Francia también ha visto a sus principales representantes políticos salpicados en escándalos de corrupción. Los casos más recientes incluyen al expresidente Nicolás Sarkozy (que llegó a estar detenido por tráfico de influencias), la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, y el socialista Jérôme Cahuzac, que como ministro de Hacienda resultó tener una cuenta secreta en Suiza.
Tampoco se libran las potencias emergentes. El Partido Comunista de China, ante la multitud de escándalos que afectan a sus altos cargos, lanzó en 2012 una “guerra contra la corrupción”. Paradójicamente, el proceso se está llevando a cabo con criterios opacos y una justicia que no es independiente. En Brasil, los indicios de corrupción en la gestión de la petrolera estatal, Petrobrás, se convirtieron en un tema recurrente durante las elecciones presidenciales. En India, la victoria electoral de Narendra Modi se produjo en un clima de hartazgo con la corrupción que deslegitimó al Partido del Congreso. Rusia es el Estado corrupto por antonomasia, gobernado por una oligarquía en la que poder político y económico son uña y carne.
No se trata de atenuar los problemas de España, sino de destacar hasta qué punto la corrupción es una lacra internacional. Y una especialmente importante: en 2010, una encuesta global de la BBC descubrió que la corrupción era el problema del que más se habla en todo el mundo. Transparencia Internacional (TI), referencia en el combate contra la corrupción, enumera 18 ámbitos en que puede darse el fenómeno, desde la gestión de recursos naturales a la acción humanitaria. En el sector de defensa, la ONG calcula que hasta 20.000 millones de dólares al año se desperdician debido a la corrupción. En lo que corresponde a la contratación municipal, tramas como la de Francisco Granados encarecen los precios de los servicios hasta un 50%.
Aunque la corrupción es un fenómeno que obedece a dinámicas locales o nacionales, existen programas globales para combatirla. TI acaba de lanzar “Destapa a los corruptos”, una campaña global destinada a revelar la identidad tanto de los políticos corruptos como de los empresarios que los corrompen. Un referente de peso es el convenio anticorrupción de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo, diseñado para evitar que empresas multinacionales sobornen funcionarios públicos cuando invierten en el extranjero. El Foro Económico Mundial (FME) mantiene un programa de buenas prácticas empresariales para combatir la corrupción que en 2014 cumple diez años. En los dos últimos casos, la contribución española deja que desear: el país ha firmado la convención pero apenas se molesta en aplicarla, y la única empresa española en adherirse a la iniciativa del FEM es 12 Integrity Iberia.
A principios de 2014, Bill Gates comentó, a propósito de la actividad de su fundación benéfica, que la corrupción en países africanos se traduce en un impuesto adicional molesto, pero no un obstáculo existencial para sus programas de desarrollo. Aunque es cierto que la corrupción de las élites no siempre condena a un país al subdesarrollo, es innegable que corroe tanto el funcionamiento de las instituciones públicas como la fe de la ciudadanía en su legitimidad. Solo por esto constituye un reto de primer orden.