En circunstancias normales, es fácil mantener unido a un partido político en la victoria y difícil evitar divisiones tras un batacazo electoral. Pero el Partido Demócrata, que celebró su convención entre el 25 y el 28 de julio, consagrando a Hillary Clinton como la primera candidata de uno de los grandes partidos estadounidenses, se mantienen unido gracias a la amenaza que representa Donald Trump, el multimillonario xenófobo y candidato del Partido Republicano. Las encuestas pronostican una derrota de Trump en noviembre, pero la victoria de Clinton podría ser pírrica, ahondando las divisiones entre las bases demócratas y sus élites.
Para entender esta contradicción hay que remontarse a la recta final de las primarias demócratas. Tras conceder la victoria a Clinton, su principal rival, el senador socialista Bernie Sanders, se volcó en la negociación de un platform (programa electoral) conjunto. Este programa se cuenta entre los más progresistas que el Partido Demócrata ha presentado en décadas, consecuencia de la pujanza de la campaña de Sanders. Lo que tendría que haber sido una insurgencia izquierdista, fácilmente aplastada por Clinton, terminó por obtener 12 millones de votos y victorias en 22 Estados.
Los votantes de Sanders no están por la labor, como diría Enric Juliana, de servir el café al establishment demócrata. Pero el peso del ala izquierda del partido impide a Clinton virar inmediatamente a la derecha, como acostumbran a hacer los demócratas en cuanto acaban las primarias y comienzan las elecciones presidenciales.
El resultado de esta tensión es otra contradicción: la que se da entre el discurso de Clinton, en el que agradeció las aportaciones de Sanders y presentó su perfil más progresista, y la realidad de una convención a la que han asistido en masa los representantes de Wall Street. La elección de Tim Kaine como vicepresidente señala un claro giro a la derecha, en busca del votante republicano desencantado con Trump. Terry McAuliffe, el gobernador de Virginia cercano a los Clinton, aseguró recientemente que Clinton retirará su oposición al Tratado Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica –al que se oponen las bases demócratas– tan pronto como acaben las elecciones. Blackstone, arquetipo del fondo de inversión desregulado que Clinton critica en campaña, celebró por todo lo alto la posibilidad de que Clinton llegue a la Casa Blanca.
Lo cierto es que el Partido Demócrata se encuentra más cómodo en la derecha civilizada que en la izquierda. Aprovechando el malestar que causa Trump entre los propios republicanos, los demócratas se han apropiado del discurso de la derecha: patria, familia, religión y loas a Ronald Reagan, incluso en el discurso de Barack Obama.
Llegados al caso, los demócratas no muestran complejos adelantando a un candidato tan heterodoxo y extremista como Trump por la derecha. Prueba de ello es la controversia generada en torno a las recientes filtraciones de Wikileaks, que demostraron que las élites demócratas, supuestamente neutrales, apoyaron a Clinton en su pulso contra Sanders. Tras una brevísima autocrítica, saldada con la dimisión de la secretaria general del partido –posteriormente fichada por Clinton–, los demócratas se han volcado en criticar a Rusia, supuesta responsable de la filtración, y en presentar a Trump como el candidato manchuriano de Vladímir Putin.
La lógica convencional dicta que estos bandazos marxistas –inspirados en Groucho antes que en Karl– servirán para captar a votantes moderados en las elecciones presidenciales de noviembre. El problema es que 2016 no es un año convencional. Ante un panorama que se considera insostenible, muchos de los votantes independientes, supuestamente moderados, han optado por Sanders y Trump, los candidatos más radicales de cada partido. Los guiños a la derecha, añadidos a un largo historial de extremo-centrismo, hacen de Clinton una candidata poco inspiradora para el sector más pujante de sus bases. También permiten a Trump presentarla como la candidata del statu quo, empleando una crítica antisistema que pretende ganar adeptos en la izquierda. Al mismo tiempo, muchos republicanos moderados ven en la demócrata lo peor de las administraciones de Bill Clinton y Obama, por lo que tampoco la consideran una opción viable.
Haciendo equilibrismos entre izquierda y derecha, triangulando como en su día hiciera su marido, Clinton no está jugando a ganar las elecciones presidenciales. Le basta con que Trump y su extremismo desquiciado las pierdan.