En 2017 se celebra el 60 aniversario de los Tratados de Roma, el histórico momento en que se firmaron los tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom). Estos acuerdos entre los seis socios originarios venían a complementar a la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) rubricada apenas unos años antes en París, en 1951. Con los citados movimientos se dio el pistoletazo de salida de lo que hoy conocemos como Unión Europea, poniéndose en marcha instituciones como la Comisión Europea, uno de los actores fundamentales del proceso de construcción comunitario.
El proyecto europeo, una historia de éxito, ha sufrido sin embargo desde el principio vaivenes continuos, con fracasos sin paliativos, como las fallidas Comunidad Europea de Defensa o la Comunidad Política Europea, y logros rotundos, como la desaparición de las fronteras interiores o la consolidación de la paz. Al mismo tiempo, se ha enriquecido con la presencia de personajes de la talla de Jean Monnet, Alcide de Gasperi o Jacques Delors, y se ha enfrentado a situaciones muy complicadas de gestionar como la conocida como “crisis de la silla vacía” o la digestión del rechazo a la Constitución Europea en Francia y Holanda. Pero si algo ha demostrado la Unión Europea a lo largo de las décadas de su existencia es su resiliencia, su capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias.
Así y todo, no cabe duda de que los últimos años están siendo muy complicados. Probablemente, los más difíciles de todo el proceso de integración. A la grave crisis económica que expuso las insuficiencias de la arquitectura del euro, se le ha sumado en los últimos años una crisis de refugiados que ha demostrado las debilidades de la política de asilo común y del control de las fronteras exteriores en la UE. Igualmente reseñable es el empeoramiento de las relaciones con Rusia al hilo de (aunque no solo) sus actuaciones en Ucrania, y las dificultades para controlar las derivas iliberales en algunos Estados miembros. Son dramáticas las insuficientes explicaciones de Polonia en el marco del Mecanismo de Estado de Derecho activado por la Comisión.
En 2016, además, ocurrió algo que no tenía precedentes: por vez primera alguien decidía salir de la UE. Ahora tocará gestionar la marcha británica. Y aquí la Comisión tendrá un rol fundamental al haber nombrado al negociador comunitario, Michel Barnier. También en 2016 sucedió algo que, junto con el Brexit, puede servir de federalizador externo: la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, históricamente el socio preferencial de la UE y con quien estaba en pleno proceso de negociación un acuerdo de libre comercio e inversiones (TTIP) que tiene un futuro muy incierto. Trump es un presidente que, en el poco tiempo que lleva en el cargo, ha demostrado encontrarse muy alejado de las convenciones habituales, llegando a tildar a la UE de “consorcio”, catalogando a la OTAN de “obsoleta” (aunque luego se ha desdicho), atacando directamente a Alemania, o alabando el Brexit como algo “extraordinario”.
Una reacción en forma de Libro Blanco
Tras la decisión británica en junio pasado, el Consejo Europeo decidió abrir un proceso de reflexión sobre hacia dónde debía caminar el proyecto comunitario. El ejercicio continuó con la Declaración de Bratislava, que animaba a seguir la conversación de cara al 60 aniversario de los Tratados de Roma. Ante este debate, la Comisión ha decidido aportar su granito de arena en forma de Libro Blanco en un ejercicio que no tiene precedentes en cuanto a su contenido. Así, la Comisión renuncia sorprendentemente en dicho documento a ejercer el liderazgo político, en beneficio de los Estados, consolidando aquello que la crisis económica trajo. En el Libro Blanco plantea un total de cinco escenarios para la UE del futuro, cubriendo en los mismos el statu quo, una mayor integración (en distintas formas) y una menor integración (también en varios formatos), no posicionándose claramente a favor de ninguno de ellos.
Toda invitación a incrementar el debate respecto al futuro del proyecto comunitario debe ser recibida con los brazos abiertos, y en este sentido no lo puede ser menos la propuesta de la Comisión. No obstante, el ejercicio de sugerir distintos escenarios sobre dónde puede acabar la UE, al más puro estilo de lo que podría hacer un think tank –aunque con poca profundidad en este caso–, pudiera parecer que no se corresponde con las competencias de un ejecutivo comunitario que, además de ser guardián de los tratados, es la institución –junto con el Parlamento y el Tribunal de Justicia de la UE– que más ha velado por los intereses del conjunto de los ciudadanos europeos.
En su Libro Blanco, aparte de los escenarios ya citados, se anuncia la publicación de una serie de documentos de reflexión que tratarán la dimensión social europea, la profundización de la Unión Económica y Monetaria, la globalización, la defensa europea y las finanzas de la UE. El objetivo de la publicación de dichos documentos es contribuir igualmente de manera activa a un debate que tendrá algunos momentos clave en los próximos meses. En particular, será importante seguir el discurso del Estado de la Unión de Jean-Claude Juncker en septiembre de este año, y en el que veremos avances de las posiciones de la Comisión. Dicho discurso, muy ambicioso en 2015, y mucho menos en 2016, será buen catalizador del apetito de la Comisión. Aunque ya se avisa que no habrá grandes novedades, al menos, hasta finales de año, cuando se celebre el Consejo Europeo de diciembre.
El horizonte final que se plantea en el ejercicio –entre medias hay un espacio de año y medio en el que no se sabe muy bien qué va a suceder– es el de las próximas elecciones al Parlamento Europeo, que tendrán lugar en junio de 2019. Con la atribución de esta fecha como la final se buscaba también acallar los rumores aparecidos en la prensa en las últimas semanas, que hablaban de un posible abandono de Juncker de la presidencia de la Comisión, y que se habían incrementado tras la salida de Martin Schulz del Parlamento Europeo y la constatación de la dominación absoluta del Partido Popular Europeo de las tres presidencias de las instituciones comunitarias (Consejo Europeo, Comisión y Parlamento).
La necesidad de que la Comisión no pierda su liderazgo
Las declaraciones de Juncker a su llegada a la presidencia de la Comisión en 2014 planteaban grandes esperanzas de un cambio de rumbo –dejando atrás el legado de las Comisiones Barroso– para una institución esencial en la construcción comunitaria. Desde entonces, la palabra crisis ha sido la más repetida a lo largo y ancho del continente. No ha habido tregua. Y sin embargo, el balance de la Comisión no es del todo malo. Los datos económicos han mejorado, ayudados por el Plan Juncker de inversiones –en proceso de ampliarse–, la crisis de refugiados ha dado un respiro tras el polémico acuerdo con Turquía –si bien el número de fallecidos en el Mediterráneo ha aumentado–, la respuesta en forma de sanciones ante el reto planteado por Rusia en Crimea ha sido contundente –y unitaria–, se ha aprobado la nueva Estrategia Global de la Unión Europea –más necesaria que nunca– y se ha acabado finalmente con el roaming, entre muchas otras cosas.
El problema es que la Comisión Juncker no ha logrado convencer por el momento a los Estados miembros de que su visión es la mejor para afrontar los retos de la UE. De este fracaso en la persuasión se deriva la indeseable indefinición del Libro Blanco. Ante cada nuevo reto, la Comisión había optado tradicionalmente por una mayor integración, y por ejercer un rol de liderazgo en la proposición de alternativas de cara al futuro. Es cierto que no siempre los Estados miembros han aceptado todo lo que venía desde el ejecutivo comunitario –muchas veces legítimamente–, pero no lo es menos que una cosa es admitir la existencia de diferentes visiones, y otra plantear desde la Comisión que todas son perfectamente aceptables, incluyéndose la posibilidad de que la UE se convierta en un mero Mercado Interior.
En cualquier caso, el Libro Blanco contiene al menos dos elementos destacables y esperanzadores para el futuro, si es que se decide aprovechar la reflexión para avanzar en esa línea. Por un lado, una autocrítica en forma de reconocimiento de que existen quienes (demasiados) se han visto defraudados por la Unión en los últimos años y de que, por tanto, hay que intentar hacer las cosas mejor para que nadie se sienta desplazado. Por otro, la constatación de la necesidad de hacer el debate sobre el futuro del proyecto comunitario lo más en profundidad e inclusivo que sea posible.
En demasiadas ocasiones somos testigos de un repliegue hacia las fronteras nacionales causado, en gran medida, por la narrativa que defienden unos populistas euroescépticos que se aprovechan de los temores de una parte de la ciudadanía europea que desconfía más que nunca del proyecto de sus élites. La coyuntura es preocupante tras la tendencia apuntada por el Brexit y Trump, aunque no confirmada ni en Austria ni en Holanda. En cualquier caso, y aunque los partidos contrarios al proyecto comunitario no tengan un exitoso 2017 –y sean, por tanto, derrotados en Francia y Alemania–, no hay que ver el reto como algo meramente coyuntural. Para poder atacar al problema de raíz se hará necesaria la presencia de una Comisión fuerte, con liderazgo y visión europea, que reclame su centralidad en el proyecto comunitario a partir de las dos premisas ya citadas: autocrítica e inclusión. Solo de esta forma podremos celebrar los siguientes 60 años de este apasionante proyecto político.