El escándalo en Argentina de los llamados “cuadernos de Centeno”, en los que un antiguo chofer de Néstor Kirchner y Cristina Fernández enumeraba con todo detalle los sobornos pagados por constructores a cambio de contratos de obra pública; la caída de la cúpula judicial en Perú por su implicación en subastas de sentencias; y la expulsión por el presidente Jimmy Morales de Guatemala de la misión de la ONU contra la impunidad (CICIG) después de que sus investigadores le acusaran de financiar ilegalmente su campaña, son solo algunos de los últimos casos que muestran la profunda imbricación entre la corrupción institucionalizada y un poder judicial inoperante. O delictivo.
Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones en México cabalgando una ola de indignación popular contra la corrupción, que según Transparencia Internacional le cuesta cada año al país un 5% del PIB. En Argentina el precio de la obra pública bajó un 40% sin los sobrecargos y sobornos que cobraba la argolla de la Casa Rosada.
Entre 2004 y 2015, las coimas pudieron haber llegado a los 36.000 millones de dólares, según cálculos de Ariel Coremberg, de la Universidad de Buenos Aires, el mayor caso de corrupción de la historia argentina.
El precio de las mordidas
En un informe de 2015 del Instituto Mexicano para la Competitividad, el 60% de los empresarios encuestados dijo que las mordidas eran una práctica habitual de sus negocios. De hecho, un 72% de los mexicanos cree que la corrupción es el mayor problema de su país. No es extraño. Mientras jueces y fiscales brasileños han enviado a prisión a unos 200 líderes políticos y empresariales en el marco de la operación Lava Jato, en México las investigaciones sobre los sobornos pagados por la constructora brasileña Odebecht apenas han avanzado.
En diciembre de 2016, el departamento de Justicia de EEUU reveló que de los 800 millones de dólares pagados por Odebrecht en sobornos en la región, 10,5 millones fueron a manos de funcionarios mexicanos. Aun así, el 20 de octubre de 2017 el fiscal de delitos electorales, Santiago Nieto, fue destituido fulminantemente pocos días después de anunciar una investigación sobre la financiación de Odebrecht de la campaña de Enrique Peña Nieto en 2012.
En realidad, el sistema judicial en México y de sus países vecinos del sur no está roto: funciona a la perfección pero para permitir la impunidad. La fórmula es sencilla, casi primitiva: “plata o plomo”. Es decir, un grupo instalado en el gobierno organiza el saqueo del Estado cooptando, presionando o amenazando a la magistratura para que encubra el latrocinio.
En Venezuela, Jorge Giordani, exministro de Planificación de Hugo Chávez, un profesor universitario marxista conocido como el monje por su austeridad personal, calcula en unos 300.000 millones de dólares las malversaciones de la cúpula chavista. El concepto de corrupción es insuficiente para definir ese régimen. Un término más adecuado es el de cleptocracia.
Delaciones premiadas
La criminalidad y la corrupción en América Latina son síntomas de un problema estructural común: la debilidad del Estado. Las soluciones, por ello, son también similares. Las investigaciones –policiales y judiciales– han sido posibles por cambios legales como la introducción de la llamada delación premiada (plea bargain en EEUU), que incentiva a los sospechosos a delatar a otros criminales a cambio de rebajas de sus penas.
Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y Uruguay han aprobado, entre otras cosas, procesos de arbitraje y alternativas de mediación. Brasil ha criminalizado el fraude en las licitaciones públicas, Argentina ha prohibido el nepotismo en la administración pública y Perú y Colombia han endurecido las penas a delitos de corrupción corporativa.
Pero la región no solo necesita leyes sino, sobre todo, jueces y magistrados que las hagan cumplir. Brasil y Chile son los que más han avanzado en esa dirección estableciendo procesos y mecanismos más transparentes para la elección de magistrados. Los resultados están a la vista. Hoy la delación premiada, vigente en Brasil desde 2013, es una práctica plenamente normalizada en una docenas de países de la región.
¿Democracia o Estado de Derecho?
Pero no todos lo ven así. El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, a quien el Tribunal Supremo ha impedido presentarse como candidato a las próximas elecciones por haber sido condenado en segunda instancia, sostiene que el proceso en su contra es “un golpe de Estado en cámara lenta para marginar de forma permanente a las fuerzas progresistas de Brasil”.
En Argentina también Cristina Fernández dice ser víctima de una política judicial de “persecución y proscripción de dirigentes populares” similar a la de Brasil contra Lula y en Ecuador contra el expresidente Rafael Correa.
Según escribe el excanciller mexicano Jorge Castañeda en el The New York Times, el caso brasileño representa un “choque fundamental entre democracia y el Estado de Derecho”. Lula, en su opinión, ha tenido un proceso debido pero que, dada su popularidad, no dejarle candidatear casi equivale a privar a millones de ciudadanos de su derecho a elegirle.
“La democracia debería imponerse, por así decirlo, al Estado de Derecho”, concluye. Pero seguir el consejo de Castañeda implicaría ignorar la ley de ficha limpia que el propio Lula sancionó siendo presidente y, sobre todo, desconocer los derechos de los millones de contribuyentes brasileños cuyos impuestos se robaron y malversaron.
En el fondo el argumento de Castañeda es el de los propios lulistas: sabemos que robó pero no nos importa porque todos los políticos lo hacen. Así, un político popular estaría por encima de la ley porque una gestión exitosa le garantizaría la impunidad. Pero ese camino conduce a un callejón si salida: si se sacrifica el Estado de Derecho, la democracia es la siguiente víctima.