“El buen abogado conoce la ley; el gran abogado conoce al juez”.
Sarcasmo que circula en las facultades de Derecho latinoamericanas.
Los analistas más perspicaces –y mejor informados– de la escena política peruana coinciden en señalar que detrás del fallido intento de unos congresistas para destituir al presidente del país, Martín Vizcarra, acusándolo de “incapacidad moral permanente” por un confuso caso de corrupción, subyacía la estrategia de una disímil coalición de grupos de presión unidos por su oposición a las supuestas medidas económicas “populistas” de su gobierno.
Los conjurados creyeron que la debacle de la economía –que este año se contraerá un 11% por la crisis pandémica, que produjo una pérdida interanual de horas de trabajo que superó el 50% entre abril y junio– sellaría la suerte de Vizcarra. El problema es que, según la Constitución, el presidente no puede ser procesado ni investigado durante su gestión, sometiéndose a la justicia solo tras dejar el cargo. La votación final fue de 32 votos por la vacancia, 78 en contra y 15 abstenciones, en una cámara de 130 escaños.
Todo indica que la operación de “vacancia exprés” se precipitó después de que el gobierno de Vizcarra indicase su intención de ratificar el acuerdo de Escazú, firmado el 4 de marzo de 2018 en San José de Costa Rica por 24 países regionales bajo el auspicio de la ONU a través de la Cepal, su comisión económica para América Latina y el Caribe.
La férrea oposición de los sectores conservadores regionales a Escazú es explicable. El pacto se llama oficialmente Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, y entrará en vigor en cuanto sea ratificado por 11 Estados. Ya van nueve. Pero Escazú es mucho más que un nombre burocrático. Es un innovador tratado internacional de derechos humanos en materia ambiental que se incorporará en el ordenamiento jurídico interno como una norma de rango constitucional en los países firmantes.
Por ahora es el único acuerdo vinculante surgido de la conferencia de la ONU sobre desarrollo sostenible (Río+20), el primer pacto regional ambiental vinculante de América Latina y el primero en el mundo en contener disposiciones específicas en defensa de activistas medioambientales. En 2017, según Global Witness, cuatro de ellos fueron asesinados cada semana desde el Caribe a la Patagonia.
Eventualmente, el marco jurídico del acuerdo permitirá a casi 500 millones de personas participar en la toma de decisiones en torno a actividades extractivas y uso de la tierra. Al considerar los conflictos ambientales como una cuestión de derechos humanos, podrán ser tramitados ante la Corte Interamericana de San José, fortaleciendo así una jurisdicción supranacional similar a la que establece en la Unión Europea el convenio de Aarhus.
Contradiciendo a las previsiones más pesimistas, ya han ratificado el pacto Antigua y Barbuda, Bolivia, Ecuador, Guyana, Nicaragua, Panamá, San Vicente y las Granadinas, Saint Kitts y Nevis, y Uruguay. Más de 200 organismos –entre ellos Amnistía Internacional, Oxfam, Greenpeace y Human Rights Watch– han urgido a los gobiernos regionales a que lo ratifiquen pronto y aprueben las leyes necesarias para garantizar su cumplimiento.
Alerta roja
Las prisas no son gratuitas. Un estudio de Science Advances considera que para contrarrestar el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, se deben proteger áreas equivalentes al 50,4% de la superficie terrestre, lo que requiere incorporar un 35,3% adicional a las áreas protegidas, hoy del 15,1% del total.
Las fotografías aéreas difundidas hace poco en Panamá que muestran la deforestación que genera la megaminería metálica a cielo abierto, son una evidencia más de la insostenibilidad de algunas industrias extractivas, que arrasan ecosistemas enteros como los del llamado Corredor Biológico Mesoamericano. Y en el país del istmo no se trata mineros ilegales. Una de las compañías más implicadas en la deforestación es Minera Panamá, subsidiaria de la canadiense First Quantum Minerals. Desde 2010, Costa Rica prohíbe la minería aurífera a cielo abierto y el uso de sustancias como cianuro y mercurio en el sector.
Según Nature Climate Change, debido a los cierres económicos de la pandemia, las emisiones globales de carbono caerán este año un 8%. La excepción es Brasil, debido a los incendios que han arrasado este año el Pantanal, la más extensa planicie húmeda del mundo y una de las de mayor biodiversidad, que incluye desde las casi extintas araras azules a las onzas pintadas. En los últimos días, el cielo de Sao Paulo se oscureció por la humareda proveniente de Mato Grosso, a miles de kilómetros de distancia. El Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales estima que en los primeros ocho meses de 2020 se produjeron un 210% más incendios forestales que en 2019.
Según Peter Daszak, presidente de EcoHealth, casi todas las enfermedades infecciosas emergentes en los últimos 40 años –entre ellas el ébola, el sida y el Covid-19– han aparecido tras la irrupción humana en frágiles ecosistemas tropicales. La OMS estima que un aumento de la deforestación del 4% sube un 50% la incidencia de malaria y paludismo, por la proliferación de los mosquitos que las transmiten en zonas donde se acumula agua estancada donde antes hubo bosques.
El caso peruano
No es casual que Perú se haya convertido en uno de los principales campos en los que se libra la batalla de Escazú. Los tratados internacionales suelen ocupar un lugar muy secundario en el debate político regional, pero este acuerdo ha tocado fibras muy sensibles en sectores cuyos ingresos dependen de industrias extractivas muy volcadas a la exportación.
Según el último informe sobre diversidad biológica del ministerio peruano del Ambiente, en el país andino existen 33 áreas protegidas, con una superficie que supera las 17 millones de hectáreas y que albergan a numerosas comunidades nativas. One Earth considera al 63% del territorio peruano como de especial biodiversidad. Según sus estimaciones, esas zonas proveen en torno a 658.000 millones de dólares anuales en servicios ecosistémicos, tres veces el PIB.
Así, no resulta extraño que una autodenominada Coordinadora Republicana acusara a Vizcarra de entregar la soberanía nacional por su intención de ratificar Escazú. Quienes se oponen dicen que el país ya cuenta con una regulación interna que vela por esos derechos. El último informe de la Defensoría del Pueblo sobre conflictos sociales, sin embargo, evidencia la escasa eficacia de esa regulación: más del 70% de los conflictos sociales activos registrados este año tienen relación con problemas socioambientales y casi siempre en zonas habitadas por pueblos originarios. En su mayoría están relacionados con la minería, cuyos grupos de presión consideran cualquier cortapisa a su actividad como un intervencionismo estatal intolerable, sobre todo si está respaldado por acuerdos multilaterales.
En su actual campaña mediática, denuncian que la “pretensión oculta” de Escazú es convertir la Amazonía en “patrimonio de la humanidad”, como la Antártida, esgrimiendo, por ejemplo, que un informe de 2016 de USAID consideró la cuenca amazónica como un “bien público mundial”. Un comunicado de la Sociedad Nacional de Minería advirtió, por su parte, de que la ratificación del tratado reducirá la inversión exterior al someter a instancias judiciales extranjeras asuntos como trasvases, proyectos extractivos y esfuerzos colonizadores. La exministra del Ambiente Fabiola Muñoz sostiene que, por contra, una mayor transparencia prevendrá los conflictos y que Escazú no hace mención alguna a la Amazonía o a una supuesta cesión de territorio, y que en todo momento regirá el principio de soberanía de los Estados sobre sus recursos naturales.
Si de algo desconfían ciertos grupos es de los tribunales supranacionales, fieles al antiguo sarcasmo que circula en las facultades de Derecho que asegura que los buenos abogados conocen las leyes, mientras que los grandes abogados (o lobbies) son los que conocen a los jueces. Y sobre todo en los fueros más politizados, como los penales o contencioso administrativos.
Otra denuncia de sus críticos es que Escazú manipula los temores “irracionales” de la población y que si se aprueba, se postergará la construcción de carreteras, puertos, puentes, colegios y centros médicos. Según el limeño Instituto de Defensa Legal, esas posturas se asientan en una “concepción de la soberanía del siglo XVIII”. Una reciente investigación del Proyecto de Monitoreo de los Andes Amazónicos (MAAP) detectó en regiones selváticas peruanas la construcción de 1.500 kilómetros de caminos forestales en zonas sin autorización.
La Defensoría del Pueblo sostiene, por su parte, que fortalecer la participación ciudadana mejorará una “cultura de diálogo”, algo especialmente importante en un país donde, desde 2013, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos ha registrado 18 asesinatos de defensores ambientales.
La Sociedad Peruana de Derecho Internacional, presidida por el excanciller Oscar Maúrtua, defiende, a su vez, que el acuerdo fortalecerá la soberanía de los Estados al arraigarla en procedimientos democráticos. Escazú cuenta además con el apoyo del poder judicial, el ministerio Público y la Conferencia Episcopal.
La vida no vale nada
En la Amazonía viven unos 500 pueblos originarios, 14 de ellos en aislamiento voluntario. Los propios ecologistas reconocen que las comunidades nativas hacen mucho más por la conservación de la Amazonía que ellos. La titularidad de sus tierras, aseguran, es la mejor herramienta para que puedan excluir sus territorios ancestrales de las concesiones forestales y extractivas.
El problema es que el dinero que mueve la tala ilegal corrompe a autoridades, policías y jueces. El Banco Mundial estima que el 80% de la madera que exporta Perú –sobre todo cedro y caoba– se tala ilegalmente. A su vez, los empresarios formales blanquean los ingresos de la tala clandestina, que es lo que trata de prevenir Escazú.
Según el informe de 2016 de Michel Frost, relator de la ONU para defensores de derechos humanos, entre los 10 de países más peligrosos para los activistas medioambientales figuran seis latinoamericanos: Brasil, Colombia, Guatemala, Honduras, México y Perú. Guatemala es el más peligroso del mundo en términos per cápita.
Global Witness denunció que en 2018 fueron asesinados 164 defensores ambientales en todo el mundo. Más de la mitad de esos crímenes se produjeron en América Latina. Una investigación del proyecto Tierra de Resistentes, que reunió a 35 periodistas de siete países, calculó que entre 2009 y 2018 hubo al menos 1.356 ataques violentos contra defensores ambientales en Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México y Perú. El 56% tuvo como objetivo miembros de minorías étnicas.
Su informe final solo encontró datos concluyentes de sentencias –condenatorias o absolutorias– en 50 casos, un 3,68% del total. Y ello solo contra autores materiales, casi siempre los únicos en caer, como ocurrió en el caso de Bertha Cáceres, la activista hondureña premio Goldman en 2015 y asesinada en 2016.
Una batalla continental
A medida que avanza el proceso de ratificación, la batalla de Escazú se encona. La deserción de Chile no ha sorprendido demasiado, pese a que el segundo gobierno de Michelle Bachelet fue uno de los más comprometidos con el proceso. Eran otros tiempos. En su segundo mandato, Sebastián Piñera ha congelado el Fondo del Clima, recortado el presupuesto de las brigadas forestales y el cobro de multas a responsables de delitos medioambientales.
La expresidenta de la cámara de Diputados, Maya Fernández, ha calificado de “impresentable” la decisión del gobierno, recordando que nunca antes Chile había liderado un proceso internacional para luego retirarse de él. Santiago lanzó en 2012 la iniciativa del proceso de Escazú, presidió su etapa preparatoria, copresidió la negociación e involucró a organismos multilaterales. En estos momentos, Chile tiene serios conflictos medioambientales en zonas mineras como Quintero, Puchuncaví, Talca, Temuco e Isla Riesco, y en el litoral de la Araucanía por el vertido al mar de residuos tóxicos de las piscifactorías salmoneras. Las ciudades de Quintero y Puchuncaví están en alerta sanitaria por sus tasas de contaminación con dióxido de azufre.
Piñera dio marcha atrás después de una campaña mediática de los grupos de presión agroindustrial, maderero y minero, que denunciaron que suscribir Escazú significaría una mayor conflictividad social y menor inversión extranjera. Según Alfonso Urresti, senador socialista, el gobierno aprovechó la distracción de la pandemia para salir del acuerdo “entre gallos y medianoche”.
En Colombia, Escazú es vital para que el país cumpla sus metas de reducir sus emisiones un 30% para 2030. El presidente, Iván Duque, firmó el acuerdo el pasado diciembre tras una fuerte presión ciudadana. Pero es difícil que Bogotá lo vaya a ratificar por su insistencia en que incluya una cláusula que permita a los gobiernos elegir qué partes del tratado acepta o cuáles no. Quito no puso ningún inconveniente para ratificarlo. Según la ministra del Ambiente, Kirla Echegaray, Escazú fortalecerá la “participación indígena” en los proyectos en territorios que habitan.
Un largo y sinuoso camino
En 1992, en la declaración de Río de Janeiro que consagró 27 principios de desarrollo sostenible, la comunidad internacional apostó a favor de incluir a la gente en la toma de decisiones que involucran sus derechos. Río+20 estableció una lista de asuntos de información ambiental que deben divulgarse siempre.
De hecho, desde el principio, las negociaciones de Escazú dieron participación, con voz y sin voto, a instituciones y organizaciones de la sociedad civil. Participaron unas 30 de 18 países. Nada de ello, sin embargo, garantiza nada. Pero como reza un proverbio atribuido a Lao Tse, una larga marcha empieza siempre con un primer paso.