“Mientras el derecho de pedir asilo es reconocido como derecho humano, la obligación de otorgar asilo sigue siendo conservada celosamente por los Estados como un privilegio soberano”.
Seyla Benhabib, Los derechos de los otros (2005)
“El mundo es plano” es el título —y la conclusión— de uno de los best-sellers más populares de Thomas Friedman. El mundo es plano, explicaba el estadounidense, porque la globalización nos acerca, iguala y permite competir en condiciones similares. Estas afirmaciones respondían a un sentido de época, pero hoy la realidad es otra: la construcción de nuevas vallas y concertinas ha adquirido ritmos sin precedentes, pasando de 15 muros tras la caída del de Berlín a los más de 71 de la actualidad.
En ese sentido, y a la espera de su estallido en forma de “crisis”, “flujos” e “invasiones”, la debacle de Afganistán ha vuelto a colocar la atención mediática en los procesos de control migratorio y los mecanismos de externalización fronteriza. Según los datos de Relief International —hasta 5,000 afganos cruzando la frontera con Irán cada día—, 2022 podría sentirse como un trágico déjà vu de 2015.
Por ello, es interesante poner el foco en el país que sirve de ejemplo e inspiración para la Unión Europea y el mundo anglosajón: Australia. El modelo migratorio de la antigua colonia británica es elogiado por las élites europeas y ejemplifica como ningún otro la deriva securitista y elitista por la que discurren muchas de las discusiones contemporáneas en torno a las migraciones. De este modo, es necesario entender el origen y características del caso australiano para comprender el futuro inmediato de la mal llamada “gestión migratoria”.
De la ‘Australia Blanca’ a la dualidad del discurso securitario-elitista
“No way”, rezaba el cartel, advirtiendo de que “si subes a un barco sin visado, no acabarás en Australia”. En caso de duda, un militar de rostro severo incidía en esta idea: “No harás de Australia tu hogar”. Esta era la propaganda empleada en 2014 por el gobierno del liberal-conservador Tony Abbott para disuadir a potenciales solicitantes de asilo, a los que se les advertía de que, en caso de atreverse a buscar una vida mejor en Australia, serían enviados a los infames centros de detención de Nauru o la Isla Manus.
Lejos de provocar un gran revuelo interno, la campaña gubernamental tuvo mayor impacto fuera del país. Lo cierto es que en Australia, cuyo modelo de bipartidismo imperfecto y alternancia regular no da pie a grandes convulsiones políticas, existe un cierto consenso, a izquierda y derecha del espectro ideológico, respecto del modelo migratorio. Prueba de ello es la participación activa del Partido Laborista en su concepción e implementación, tanto desde la oposición como desde el gobierno. A modo de ejemplo, parte de la campaña electoral del laborismo en 2017 —durante el momento álgido de la presidencia de Donald Trump— se sustentó en el eslogan “Employ Australians First”, lo cual no resulta extraño si tenemos en cuenta el historial de racismo en gran parte del sindicalismo australiano.
Y es que estas dinámicas están arraigadas en la cosmovisión de Australia. Una mirada rápida a la historia del país desde su independencia nos muestra una relación conflictiva y problemática con los colectivos migrantes racializados. Las limitaciones estructurales de la inmigración asiática comenzaron oficialmente en 1901, con la promulgación de la Immigration Restriction Act, lo que dio comienzo al paradigma de la “Australia Blanca”, en un contexto histórico marcado por el auge de las teorías eugenésicas y la xenofobia institucionalizada. Estas políticas de exclusión racial, que buscaban alentar la entrada de trabajadores europeos e impedir la llegada de inmigrantes asiáticos, continuaron vigentes hasta 1971, aunque se extienden hasta nuestros días bajo formulaciones alternativas.
Desde la década de los setenta, Australia posee un sistema migratorio firmemente restrictivo, apuntalado a posteriori por diversas políticas de exclusión que criminalizan, de forma masiva y por defecto, a aquellos inmigrantes que se aproximan a sus kilómetros y kilómetros de litoral. El punto de inflexión de esta deriva represiva se dio durante el mandato del gobierno laborista de Paul Keating, quien autorizó la detención indefinida de cualquier migrante que llegase al país sin un visado en regla. Más tarde, en 2001, el ejecutivo del liberal Josh Howard apuntaló esta dinámica al promulgar la Border Protection Bill, que permitía interceptar embarcaciones de migrantes y derivarlas hacia centros de detención lejos de las aguas territoriales australianas. Poco después, Abbott aprobó la puesta en marcha de la Operación Fronteras Soberanas, una estrategia de militarización que afianzaba estas dinámicas de deslocalización hacia islas-cárceles y ahondaba en la retórica de “tolerancia cero” hacia la inmigración.
Como se puede observar, la política de externalización constituye el pilar fundamental del modelo aussie. Este enfoque se basa en la cooperación con terceros países para que sean estos los que se encarguen de contener la migración y controlar sus fronteras, a cambio de acuerdos comerciales, ayuda al desarrollo o una política más flexible de liberalización de visados. Australia aprovecha este método de arresto offshore para eludir la obligación legal de ofrecer asilo y, a la par, evitar cualquier tipo de responsabilidad o rendición de cuentas sobre las condiciones de los migrantes en los centros de detención.
Estos espacios se encuentran repartidos en Timor Oriental, Malasia, Papúa Nueva Guinea o, incluso, en territorios en los márgenes de la legalidad como la Isla de Navidad, auténticas tierras de nadie. A lo largo de los últimos años han sido muchas las denuncias de vulneración de derechos humanos y los escándalos por el trato violento hacia los migrantes. Como confesaron varios de sus trabajadores, estas instalaciones fueron diseñadas para infligir el máximo dolor posible al solicitante de asilo.
«Australia aprovecha este método de arresto offshore para eludir la obligación legal de ofrecer asilo y, a la par, evitar cualquier tipo de responsabilidad o rendición de cuentas sobre las condiciones de los migrantes en los centros de detención»
En todo caso, los rasgos del sistema australiano no se limitan a su carácter deslocalizado. Su otra pata esencial se encuentra en la gestión privada de los asuntos migratorios, consolidando un modelo volcado hacia la migración económica altamente cualificada.
En relación con eso, el país posee un sistema de puntos que produce enormes desigualdades, con criterios que destacan por su falta de transparencia y que privilegian, de forma sistemática, un perfil muy determinado: migrantes de entre 25 y 33 años, con un inglés fluido y algún tipo de relación previa con Australia, con al menos ocho años de experiencia laboral, un nivel educativo alto y que hablen otros idiomas. De este modo, el gobierno aussie se muestra abierto a cirujanos, ingenieros, economistas o científicos, lo cual es utilizado con frecuencia por sus apologistas para negar la mayor y afirmar que el australiano es un sistema hospitalario y acogedor. La realidad es otra.
De este modo, la dualidad del sistema australiano condensa así en una misma plantilla las claves ideológicas del momento actual, con sus diferentes gradaciones, desde el neoliberalismo exclusivista hasta las lógicas de discriminación racial.
El controvertido triunfo del modelo australiano
En su clásico Seguridad, territorio, población, Michel Foucault argumentaba que, al menos desde el siglo XVIII, el principal objetivo de cualquier gobierno ha sido el de “organizar la circulación, suprimir sus aspectos peligrosos, distinguir entre la buena y la mala circulación, maximizar la primera y reducir la segunda”.
En el sentido otorgado por el francés, la victoria del sistema australiano y su conversión en la nueva realpolitik es más que evidente. El suyo es un triunfo político, cuyo éxito se dispersa por el mundo ante la difusión del debate migratorio. Se trata, de alguna manera, de un precedente efectivo y recatado del proyecto trumpista.
«En el modelo australiano cristalizan de forma nítida las derivas más crudas de la gubernamentalidad contemporánea: la criminalización de los solicitantes de asilo, la neoliberalización de los criterios de acogida, y una modalidad de externalización fronteriza que recupera y reproduce dinámicas de dependencia»
Desde que, en 2002, Tony Blair rompiese el hielo y expusiese en su “New Vision for Refugees” la conveniencia de apostar por la externalización fronteriza, la política migratoria de la Unión Europea ha ido consolidando poco a poco el modelo de la deslocalización y la securitización. El acuerdo con Turquía fue tan solo un estadío, quizá más cuantioso y visible, en una dinámica que llevaba años gestándose, y que continuará desarrollándose tras la caída de Kabul y el incremento exponencial de los desplazados afganos.
Así, siguiendo al pie de la letra la tesis foucaultiana, para entender mejor los orígenes y consecuencias de estas retóricas y decisiones hay que poner la mirada en el Índico. En el modelo australiano cristalizan de forma nítida las derivas más crudas de la gubernamentalidad contemporánea: la criminalización de los solicitantes de asilo, la neoliberalización de los criterios de acogida, y una modalidad de externalización fronteriza que recupera y reproduce dinámicas de dependencia. Australia es ejemplo de todo ello y, al mismo tiempo, inspiración para unos meses, los venideros, que prometen colocar al migrante, una vez más, entre la espada y la pared.