La crisis de los inmigrantes haitianos en Del Río (Texas) y de los venezolanos en Iquique (Chile), muestra las penurias de quienes se ven obligados a emigrar, pero también la crueldad de quienes rechazan acogerlos porque creen que los que llegan son distintos y no tienen derechos. Más de 12.000 haitianos cruzaron el río Bravo –o río Grande, depende de la orilla– antes de que para capturarlos los guardias a caballo de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos los enlazaran como ganado en un rodeo.
El gobierno federal ha prometido que se investigarán los malos tratos y que elevará el número de las solicitudes de asilo que se tramitarán en 2022. Aun así, más de 6.000 haitianos del campamento fronterizo fueron deportados a la isla, sin que supieran dónde los estaban llevando. Se enteraron en Puerto Príncipe, donde algunos llegaron esposados y con grilletes en los tobillos porque protestaron por su deportación a un país en el que no viven desde 2010 y que en agosto un terremoto de magnitud 7,2 se cobró 2.200 vidas.
Daniel Foote, enviado especial del departamento de Estado para Haití, renunció, denunciando las “inhumanas” expulsiones a un país en el que los diplomáticos extranjeros viven confinados por temor a los secuestros. El 26 de septiembre, el diácono Sylner Lafaille, fue asesinado a tiros frente a sus feligreses en una iglesia baptista a pocos metros del Palacio Nacional.
Según Chuck Schumer, líder demócrata del Senado, deportar a los haitianos no tiene “ni sentido ni decencia”. David Miliband, presidente del International Rescue Commitee, recuerda que Bangladesh acoge a casi un millón de refugiados musulmanes bengalíes, Pakistán a 1,4 millones de afganos y Jordania a medio millón de sirios, sin que sus gobiernos hablen tanto de crisis migratorias.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estima que a finales de 2020 había unos 82,4 millones de desplazados en el mundo, frente a los 72,1 millones de 2010. Nueve de cada 10 viven en un limbo legal desde hace al menos una década. Según la Organización Internacional para las Migraciones, en América Latina y el Caribe el número de migrantes internacionales ha aumentado de 8,33 millones en 2010 a 14,8 millones en 2020, afectando a países que no estaban preparados ni acostumbrados a recibir inmigrantes ni refugiados.
El Tapón del Darién
Desde que salieron de la isla tras el terremoto de 2010, que mató a unas 220.000 personas, decenas de miles de haitianos reconstruyeron sus vidas en Chile, Brasil y Panamá. Encontraron trabajo como cajeros, soldadores o empleados de gasolineras. En Haití muchos vivían sin agua corriente o electricidad ni trabajo y con miedo constante a las extorsiones de las bandas.
Tras perder sus empleos por la pandemia, muchos se plantearon una vida mejor entre la diáspora haitiana en Florida. Vendieron todo y sacaron a sus hijos de la escuela para emprender un camino sembrado de riesgos, grupos criminales y traficantes de personas.
En lo que va de año se han encontrado unos 50 cadáveres en la estrecha franja selvática que divide Colombia y Panamá y el Pacífico del Caribe, el único lugar que interrumpe la red vial que va de Alaska a Tierra del Fuego. Según las autoridades panameñas, desde enero unos 95.000 migrantes, la gran mayoría haitianos, han intentado atravesar el Tapón del Darién, lo que requiere entre 10 y 20 días.
El número triplica el récord anual anterior, de 2016. Uno de cada cinco son niños. La cifra real podría ser mayor porque decenas de lanchas informales los trasladan e introducen en la selva de noche sin que nadie se entere. En un día cualquiera hay unos 20.000 migrantes en Necoclí, Colombia, esperando cruzar la frontera.
En México hay unos 30.000 migrantes haitianos, gran parte de ellos en Tapachula (Chiapas), que Wilmer Metelus, presidente del Comité en Defensa de los Afromexicanos, considera “la primera ciudad cárcel migratoria e ilegal del mundo”.
Puertas al campo
Pese a los esfuerzos de la administración de Joe Biden para distanciarse de Donald Trump, el número de detenidos en la frontera Sur es el más elevado en 20 años. Tucker Carlson, comentarista estrella de la cadena de televisión Fox News, acusa a Biden de querer cambiar el perfil “demográfico y racial” del país.
La manifestación del 26 de septiembre a favor de los refugiados haitianos en Chicago –ciudad fundada por un haitiano, Jean Baptiste Point du Sable– solo congregó a un centenar de personas. Dan Restrepo, asesor sobre asuntos hemisféricos de Barack Obama, advierte que cuando uno de los tramos de selva más impenetrables del mundo ya no detiene a la gente, es difícil que las fronteras políticas lo hagan.
A cal y canto
En el sur del continente, las cosas han empeorado también para los casi 5,5 millones de venezolanos que han abandonado su país, dos veces más de los huidos de Afganistán. Su edad media es de 32 años. Este año han muerto 12 personas intentando cruzar la frontera entre Bolivia y Chile por pasos altiplánicos desolados donde la temperatura disminuye varios grados bajo cero por la noche. Las entradas por esos pasos fronterizos pasaron de 922 en 2011 a 16.848 en 2020.
El 24 de septiembre, la policía chilena desalojó a decenas de inmigrantes venezolanos que acampaban en una plaza de Iquique (Tarapacá), de los que 14 fueron detenidos. Al día siguiente, una turba de unas 5.000 personas quemó sus escasas pertenencias –mantas, maletas, ropa, juguetes…– mientras los transeúntes grababan las escenas con sus teléfonos como si fuera un reality show.
El ministro del Interior chileno, Rodrigo Delgado, ha declarado que el gobierno continuará con los desalojos de indocumentados de los espacios públicos, las expulsiones y el refuerzo de la vigilancia fronteriza. En 2019 vivían en Chile unos 305.000 extranjeros (1,8%). En 2002 eran casi 1,5 millones (7,5%), según el Servicio Jesuita a Migrantes. En 2012 los venezolanos eran unos 8.000. En 2020, medio millón, con lo que hoy son el mayor grupo inmigrante (30,5%).
Amnistía Internacional denuncia que las expulsiones ordenadas por el gobierno de Santiago no cuentan con las garantías judiciales necesarias. Según el relator especial de migraciones de la ONU, Felipe González Morales, el discurso xenófobo que equipara la migración con la delincuencia, cada vez más frecuente en Chile, alimenta este tipo de “barbarie”. El candidato presidencial ultraconservador José Antonio Kast propone directamente cerrar a cal y canto las fronteras.
«Amnistía Internacional denuncia que las expulsiones ordenadas por el gobierno de Santiago no cuentan con las garantías judiciales necesarias»
En febrero de 2019, el presidente chileno, Sebastián Piñera participó en el festival benéfico Venezuela Aid Live en Cúcuta, en la frontera entre Colombia y Venezuela, dando la impresión de que Chile estaba dispuesto a recibir venezolanos. La pandemia acabó con sus buenas intenciones. En febrero, el gobierno suspendió el programa especial de visados para venezolanos y firmó un contrato millonario con Sky Airlines para deportarlos.
El fin del petro-Estado
El problema es que nada indica que la situación de Haití o Venezuela vaya a mejorar a corto o medio plazo. David Smolansky, comisionado de la Organización de los Estados Americanos, prevé que un millón más de venezolanos saldrá de su país en 2022, con lo que superarán el número de refugiados sirios.
En los últimos seis años han migrado 1,8 millones de venezolanos a Colombia, 1,1 millones a Perú, 450.000 a Ecuador, 460.000 a Chile, 270.000 a Brasil, 180.000 a Argentina, 103.000 a México, 230.000 al Caribe y 520.000 a Estados Unidos.
La Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, único medidor fiable de la crisis ante la opacidad gubernamental, indica que el salario mínimo real, sumados los subsidios alimentarios, es de dos dólares mensuales. Hoy el PIB es una cuarta parte del de 2013. La producción petrolera ronda los 700.000 barriles diarios, frente a los 3,7 millones de barriles diario de 1998. El crecimiento demográfico en el último lustro fue negativo, de unos 340.000 niños, un 1,1% menos.
Aversión al desfavorecido
En el rechazo a los haitianos y venezolanos parece existir algo más que xenofobia o racismo, quizá lo que la escritora y filósofa española, Adela Cortina, llama aporofobia, es decir, fobia a las personas pobres o desfavorecidas, solo por el hecho de serlo.
Cortina acuñó el término a partir de dos vocablos griegos: áporos (pobre, desvalido) y fobéo (temer, odiar, rechazar) recordando que la palabra se le ocurrió cuando percibió que la mayoría de veces no se rechaza a los extranjeros si tienen medios de vida (dinero). El rechazo se produce si son pobres o mendigos, sobre todo si se les asocia a minorías étnicas marginadas. La Real Academia de la Lengua ha adoptado el término para definir la aversión hacia los desfavorecidos.
La filósofa valenciana cree importante que exista una palabra para nombrar ese tipo específico de odio que surge cuando hay personas que no pueden dar nada a cambio y los mecanismos sociales de reciprocidad dejan de funcionar. Poner nombres a las cosas es más necesario aún si son patologías sociales que la gente no quiere reconocer ni siquiera que existen.