Bajo el lema “alimentar al mundo, cuidar el planeta” la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) proclamaba 2014 como Año Internacional de la Agricultura Familiar. Según diversos informes de la FAO, la agricultura familiar –aquella que aglutina una diversidad de agricultores con fincas de pequeño tamaño– en América Latina y el Caribe podría suponer en torno al 81% del total de fincas agrícolas. Estas explotaciones de pequeña entidad proveerían, teniendo en cuenta la diversidad de las economías latinoamericanas, entre el 27% y 67% de la producción alimentaria, una cifra nada desdeñable si además se confirma que generan entre el 57% y 77% del empleo agrícola.
La preocupación por la alimentación de una población mundial que ha superado los 7.000 millones de habitantes, y cuyas expectativas se sitúan en torno a 9.000 millones hacia 2050, ha hecho germinar profusos debates en las arenas políticas y académicas sobre los problemas que se podrían agregar a los ya existentes, en forma de aumento del hambre, la desnutrición, crisis de subsistencia, inflación, etcétera.
América Latina inició un proceso de apertura al mercado exterior a finales del siglo XIX, al redefinir su geografía productiva a partir de las demandas internacionales. Mientras el altiplano andino producía principalmente para los mercados nacionales (utilizando aparcerías precapitalistas situadas en torno al régimen de haciendas), de las regiones tropicales de la costa del Pacífico se exportaba cacao, caña de azúcar o banano hacia los incipientes países industriales de Europa occidental y Estados Unidos. De una u otra manera, desde Veracruz hasta Buenos Aires la especialización agrícola se fue incrementando, al margen de las dinámicas particulares de las diversas economías. Así, mientras en Argentina la contribución total de la agricultura al PIB era en 1950 del 17,2%, dada su dinámica estructura agropecuaria y desarrollo de la industria vacuna, en Ecuador era del 40,8% (CEPAL/FAO, 1974), una cifra que evidenciaba la importancia del sector agrario en la economía del pequeño país andino, una economía sin embargo escasamente diversificada, problema que aún hoy se arrastra.
La década de 1960 constituyó el decenio dorado de las reformas agrarias que se aplicaron prácticamente en todos los países del subcontinente (exceptuando Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay). Según la mayor parte de los especialistas, las reformas no conllevaron grandes cambios en la tenencia de la tierra. En Ecuador, por ejemplo, al comparar los censos agropecuarios desde 1954 se observa cómo las fincas con una extensión inferior a cinco hectáreas no han dejado de incrementarse, suponiendo en 2013 el 63,9% de las Unidades de Producción Agrícolas (UPA).
Al tiempo que los latifundios fueron desapareciendo por efecto de las legislaciones agrarias, las estrategias de diversificación cristalizaron poderosos grupos agroindustriales que realmente controlan el mercado exterior e interior. El caso del banano en Ecuador es significativo del proceso descrito. No más de tres grandes patrimonios agroindustriales controlan toda la cadena productiva y comercializadora. Esta vía agrobusiness contribuye, según muchos autores, a la depredación medioambiental y social: allí donde se practica el monocultivo intensivo, la tierra demanda más energía externa (insumos) y el aumento de la productividad depende del incremento progresivo de la energía, lo que conlleva un círculo vicioso y depredador de los ecosistemas.
Si bien las reformas dieron lugar a diversas modalidades de cooperativas, gran parte de estas sufrieron un deterioro profundo a partir de la década de los ochenta, caracterizada por la implementación de políticas neoliberales y un excesivo aperturismo al mercado mundial, para el que los pequeños y medianos agricultores no estaban preparados. El aumento de la pobreza rural (y urbana) fue paralelo al despojo de tierras que sufría –y aún sufre– gran parte del campesinado en América Latina. En 2012 según la Cepal, cerca de 167 millones de personas vivían en condiciones severas o vulnerables de pobreza.
Con este escenario, hay razones sólidas para fomentar la agricultura de pequeña escala o familiar. Los pequeños productores han salvado la seguridad alimentaria allí donde han permanecido o donde se les ha permitido cultivar. La agricultura de pequeña escala no solo sostiene la demanda y empleo locales, también depende en menor medida que la agricultura industrial de inputs externos; los cultivos locales usan por lo general menos insumos químicos (fertilizantes, plaguicidas, pesticidas) insostenibles para frenar las perturbaciones climáticas de origen antrópico. Cuando han podido, los pequeños productores han formado cooperativas cristalizando procesos de economías de escala y encadenamientos al mercado.
Hay cooperativas por toda la región que producen y comercializan con el apoyo de instituciones públicas y privadas. Posiblemente existan más de 33.000 cooperativas vinculadas al sector agrícola y rural, dispersas por Centroamérica, el Caribe y Suramérica, “ya sea en forma de empresas agropecuarias, silvícolas, pesqueras o de servicios como crédito rural”.
Como señala Albert Berry, “es una opinión generalizada entre los expertos del desarrollo económico que la mejor plataforma de despegue que puede tener un país, si quiere lograr un crecimiento rápido y ecuánime, es un sistema agrario equitativo, compuesto por pequeñas explotaciones familiares”. Sin embargo, continúa el autor, siempre ha existido –y la historia es fiel testigo de esta afirmación– una brecha considerable entre el conocimiento de los expertos y las políticas implementadas.
En otras palabras, proveer de tierras, agua, financiación, flujos de información, apoyos institucionales y mercados a las economías de pequeños y medianos productores agrícolas serían los puntos esenciales que debería recoger y abordar cualquier política agraria (y social). Probablemente, el equilibrio entre la reforma agraria y una economía diversificada y sostenible sea el punto de partida para generar riqueza en los países más castigados por la dependencia de un par de rubros de exportación.