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El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, habla sobre política exterior en el Departamento de Estado en Washington, DC, el 4 de febrero de 2021. SAUL LOEB. GETTY

La acción exterior de Biden: entre Obama y Trump

Biden, que en 2011 se opuso a la intervención en Libia y apoyó la retirada de Irak, ha desconfiado siempre de la influencia en política exterior del Pentágono. Los gestos y silencios del presidente han sido tan elocuentes como sus palabras.
Luis Esteban G. Manrique
 |  11 de mayo de 2021

A diferencia de la audaz estrategia interna de sus primeros 100 días en la Casa Blanca, la política exterior de Joe Biden ha estado marcada por la cautela. En su primer discurso ante el Congreso dijo que el reto de Estados Unidos es “ganar el siglo XXI”. Pero por ahora, según escribe David Ignatius en The Washington Post, se ha limitado más a “deshacer que a hacer”, paralizando, entre otras cosas, la construcción del muro en la frontera con México, volviendo al Acuerdo de París y a la Organización Mundial de la Salud (OMS), reanudando los contactos con Irán y restableciendo las alianzas globales de Washington.

No resulta extraño si se tiene en cuenta que EEUU tiene acuerdos de defensa con países que representan el 25% de la población mundial y unas 800 bases militares dispersas en más de 70 países. En 2016, sus fuerzas especiales actuaron en un centenar de países, desde el Sahel al Hindu Kush. La superpotencia se lo puede permitir: el presupuesto del Pentágono es mayor que el de los 10 países siguientes juntos, varios de ellos aliados como Reino Unido, Francia y Japón.

Los gestos y silencios del presidente han sido tan elocuentes como sus palabras.  Benjamin Netanyahu estuvo esperando varias semanas su llamada. En la lista de 29 mandatarios con los que ha hablado figuran Vladímir Putin y Xi Jinping, pero no Abdelfatá al Sisi, Vicktor Orbán, Rodrigo Duterte o Jair Bolsonaro. Todos ellos hicieron gala de su cercanía y admiración por Donald Trump, cuyo primer viaje al exterior fue a Israel y Arabia Saudí.

El de Biden, en junio, será a Londres y Bruselas. Jean-Yves Le Drian, ministro de Exteriores francés, dice que en los últimos tres meses ha hablado más veces con Antony Blinken que en tres años con Mike Pompeo, su antecesor al frente del departamento de Estado. El primer invitado extranjero que recibió en la Casa Blanca fue el primer ministro japonés, Yoshihide Suga, con quien firmó una declaración en apoyo a Taiwán, la primera desde 1969. Biden fue el primer presidente desde 1978 en invitar a su inauguración a un emisario de Taipéi. No es casual. En lo que va de año, cazas chinos han sobrevolado el estrecho de Taiwán 260 veces, frente a las 380 de todo 2020.

Pero las apariencias suelen ser engañosas. Aunque ha criticado a Pekín por su represión en Hong Kong y Xinjiang, y a Putin por encarcelar a Alexéi Navalny (asuntos que preocupaban poco ­a Trump), Biden no ha levantado ninguna de sus sanciones a Irán, Venezuela o Cuba ni los aranceles punitivos que impuso a China y a la Unión Europea. La Casa Blanca ha restituido las ayudas a la Autoridad Palestina, pero nadie espera que la embajada vaya a regresar de Jerusalén a Tel Aviv.

Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Biden, dijo hace poco ante el Aspen Security Forum que el objetivo de la administración es fortalecer el sistema multilateral para impedir que regímenes autoritarios lo saboteen, no iniciar una nueva guerra fría con China. De hecho, Xi participó en la reciente cumbre virtual del clima que convocó la Casa Blanca. John Kerry, el zar climático de EEUU, visitará pronto Pekín, en su primer viaje al exterior.

Al mismo tiempo, Biden ha mantenido la prohibición de visados a los 92 millones de miembros del Partido Comunista Chino y la suspensión del programa Fullbright de becas universitarias para posgraduados chinos. Y es que nada es simple en un juego lleno de trampas, más parecido al Go, al que los chinos juegan desde hace 4.000 años, que al ajedrez.

 

¿Son las vacunas una mercancía?

A medida que cumpla sus objetivos internos, Biden podrá volcarse a un terreno que, como expresidente del comité de Exteriores del Senado, conoce como pocos. Uno de sus primeros pasos muestra la medida de sus ambiciones: la liberación de las patentes de las vacunas contra el coronavirus, enfrentándose así al Big Pharma, la poderosa industria farmacéutica que había utilizado toda la artillería pesada de sus grupos de presión para impedirlo.

Gracias a su vacuna desarrollada con la farmacéutica alemana BioNTech, que recibió fondos públicos del gobierno de Berlín, Pfizer ingresó en el primer trimestre 3.500 millones de dólares, 25% del total. Según la OMS, a mediados de abril, los países ricos habían acaparado el 87% de las vacunas disponibles y los pobres solo el 0,2%. Pfizer ha prometido donar 40 millones de dosis al programa Covax de la OMS, menos del 2% de las 2.500 millones que producirá este año.

Aunque el proceso tardará meses en dar resultado tras duras negociaciones en la Organización Mundial del Comercio y no supondrá una bala de plata contra la pandemia por múltiples obstáculos legales y logísticos, Biden se ha anotado una victoria decisiva en el Sur Global en el terreno de los símbolos, al asumir una causa defendida por 60 países –entre ellos India y Suráfrica, que lanzaron la iniciativa en la OMC–, El Vaticano, un centenar de congresistas y decenas de exmandatarios y premios Nobel. John Nkengasong, director del Africa Centers for Disease Prevention and Control, el principal organismo de salud de la Unión Africana, sostiene que cuando se escriba la historia de la pandemia, la decisión de Biden será recordada como el momento en el que las vacunas dejaron de ser una mercancía para convertirse en un bien público.

 

Cementerio de imperios

El anuncio de Biden de que las últimas tropas de EEUU y sus aliados abandonarán Afganistán el 11 de septiembre, cuando se cumplen 20 años de los ataques de Al Qaeda, no ha sido menos importante en el giro de las prioridades exteriores de Washington. En 2001, EEUU tenía una confianza casi ilimitada en su capacidad para exportar la democracia manu militari. China y Rusia eran mucho más débiles, lo que permitió a Washington concentrarse en la lucha antiterrorista.

Desde entonces –y desde el Caribe al mar de China Meridional–, Moscú y Pekín y sus aliados han demostrado su capacidad para resistir la presión simultánea de guerras comerciales y sanciones internacionales mientras que las democracias están en retroceso desde Venezuela a Myanmar, elevando el riesgo de un asalto coordinado de regímenes autoritarios al orden mundial creado por EEUU.

Ni Taiwán ni Ucrania tienen garantías explícitas de Washington de que acudirá en su defensa si son atacados. Según Ivo Daalder, exembajador de EEUU ante la OTAN, China y Rusia van a estar observando con detenimiento cómo reacciona Biden ante sus provocaciones para calibrar sus respuestas y llenar los vacíos de poder que dejará el retroceso de EEUU en distintos escenarios, entre ellos el centroasiático.

En Afganistán nunca hubo una solución militar posible. Los altos mandos del Pentágono, la mayoría de los cuales han servido varios turnos en Afganistán, comparten el deseo de Biden de salir del país, pero saben también que lo único peor que librar una guerra interminable es irse para luego tener que regresar, como sucedió en Irak en 2011.

 

«Los altos mandos del Pentágono saben lo único peor que librar una guerra interminable es irse para luego tener que regresar, como sucedió en Irak en 2011»

 

Una eventual caída de Kabul en medio de un baño de sangre no alteraría en lo fundamental la situación estratégica de EEUU, pero infligiría un daño perdurable a su imagen, tanto quizá como la de sus helicópteros militares evacuando a diplomáticos y refugiados en la azotea de la embajada en Saigón en abril de 1975. Pero Biden no tenía otra opción que admitir el fracaso de las políticas de cambio de régimen en países sin estructuras estatales básicas o siquiera un concepto moderno de nación. En el siglo pasado, la mayor parte de los gobernantes afganos fueron asesinados o derrocados.

Evacuar a los 3.500 soldados que quedan en el país equivaldrá en términos militares a una retirada en combate, es decir, cuando un ejército abandona el campo de batalla bajo fuego enemigo, una de las maniobras más difíciles de ejecutar porque ni se ataca ni se defiende. El imperio británico se retiró en 1842, el soviético en 1989 y el americano lo hará este año. Al fin y al cabo, como decían los talibanes, la OTAN tenía los relojes, pero ellos tenían el tiempo de su parte.

Durante el mandato de Barack Obama, Biden, entonces vicepresidente, abogó reiterada e infructuosamente por dejar en Afganistán solo una pequeña fuerza antiterrorista. “Soy el primer presidente en 40 años que sabe lo que es tener un hijo sirviendo en una zona de guerra”, decía Biden en referencia a su hijo Beau, fallecido por cáncer en 2015. Como todos los presidentes, sabe que, en último término, solo puede confiar en sus instintos políticos.

En la última evaluación sobre amenazas globales de los servicios de inteligencia que presentó el 14 de abril William Burns, director de la CIA, la sección dedicada al terrorismo solo ocupó una de 27 páginas. Según Anthony Cordesman, analista del Centro para Estudios Internacionales y Estratétgicos (CSIS) de Washington, incluso si los talibanes regresan al poder en Kabul, la retirada tendrá beneficios estratégicos para EEUU, con riesgos relativamente bajos. Washington sabe que ni a Pekín, Moscú, Teherán o Nueva Delhi les interesa tener como vecino a un emirato talibán, por lo que es probable que ayuden a hazaras, tayikos y uzbekos a impedir que los islamistas, en su mayor parte pastunes, tomen Kabul.

Biden, que en 2011 se opuso a la intervención en Libia y apoyó la retirada de Irak, ha desconfiado siempre de la influencia en política exterior del Pentágono, cuyo presupuesto el año pasado superó los 740.000 millones de dólares, frente a los 50.000 millones del departamento de Estado. Delaware, el Estado que le hizo senador, apenas tiene bases militares e industrias de defensa, que en 2019 solo contribuyeron con sus impuestos con 651 dólares por cada residente del Estado.

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