Cuando Henry Kissinger nació en Fürth, Baviera, República de Weimar en 1923, el padre de la revolución bolchevique Vladimir Lenin todavía estaba vivo y los fantasmas de la Primera Guerra Mundial aún atormentaban a Europa. Creció como un niño judío mientras Adolf Hitler ascendía al poder en Alemania, lo que le hizo huir con su familia a los Estados Unidos en 1938. Tenía 29 años cuando el dictador soviético Josef Stalin murió en 1953, y 39 durante la Crisis de los Misiles en Cuba. Cuando los tanques soviéticos aplastaron el levantamiento de la Primavera de Praga en 1968, ya había cumplido 45 años y se acercaba poco a poco al centro del establishment de la política exterior estadounidense.
Solo un año después, fue nombrado Consejero de Seguridad por Richard Nixon y celebró su cincuenta aniversario negociando los Acuerdos de Paris que pusieron fin a la guerra de Vietnam; justamente nueve meses antes de ser nombrado Secretario de Estado de esa misma administración. El analista más prestigioso y reconocido en los Estados Unidos, vivió la decadencia y muerte de la Unión Soviética con 76 años. Como resultado, Kissinger valoró con inquietud las transiciones posteriores a la Guerra Fría y el ascenso del autoritario presidente ruso Vladimir Putin –con quien se reunió frecuentemente–, y las tortuosas relaciones entre Rusia y Ucrania desembocadas en la actual guerra después de un siglo de existencia.
La figura y el pensamiento de Henry Kissinger transcienden la muy discutible labor del profesor universitario dedicado a gestionar algunos de los laberintos más oscuros de la política de seguridad nacional de los Estados Unidos de los años 60 y 70 del siglo XX, para colocarse como el más brillante analista, pensador y teórico del sistema global del XX en su agitada afirmación y tránsito hacia el siglo XXI. Artífice en la aplicación de los paradigmas clásicos realista en las Relaciones Internacionales, y su acomodación a los momentos históricos más destacados después la Segunda Guerra mundial.
El gran teórico y el controvertido gestor
Teoría y práctica resumidas en una sola persona; principal fuente de inspiración y aprendizaje de sucesivas generaciones de diplomáticos, geo estrategas y profesores que encontraron en su universo epistemológico el debate perfecto para ganar sus cátedras y la aproximación científica más plausible para el análisis del proceso de toma de decisiones dentro del ámbito político, diplomático y de seguridad. Todo ello, tomando como punto de partida la interiorización de dos conceptos nuclares: “equilibrio estratégico” y “orden legítimo” del sistema internacional. Dos conceptos que se configuran como únicos paradigmas capaces de introducir una tendencia hacia el orden en la naturaleza anárquica de un sistema internacional que puede tener una forma “bi”, “uni”, “pluri” o “multipolar”. Dos categorías axiomáticas, desde una estricta formulación científica (la política internacional como ciencia) que, según el análisis kissingeriano, permiten superar las consideraciones dogmáticas y las tensiones ideológicas históricas entre capitalismo y comunismo en la búsqueda de nuevos equilibrios reguladores del sistema.
El objetivo diplomático y geoestratégico desde esta concepción del sistema internacional era claro: establecer “acuerdos expresos” entre ambas potencias enfrentadas –ésta sería la mejor situación– que faciliten procesos “de alto el fuego” –así les llamaba Kissinger– capaces de disminuir la tensión dentro del circuito. Establecer una válvula de seguridad que, a lo largo del recorrido por distintas zonas geográficas conflictivas, facilite una cierta estabilidad y una tendencia hacia el “orden legítimo” del sistema. Esta visión estuvo detrás de la Detente y el proceso de deshielo de la Guerra Fría de finales de los sesenta y principios de los setenta; de los acuerdos de París que cerraban la guerra de Vietnam; de los acuerdos SALT de reducción de armamentos de 1972; y de la propia CSCE que adoptó el Acta Final de Helsinky en 1975.
Si, por el contrario, y a pesar de todo, los anteriores arreglos no fueran factibles –decía Kissinger–, era urgente e imprescindible poder establecer alternativamente “acuerdos tácitos” entre ambos jugadores –como ocurre en el ajedrez y en los juegos de suma cero– desarrollando partidas simultaneas en distintos tableros estratégicos y escenarios diversos, con reglas no escritas, mirando con firmeza a los ojos y renunciando a movimientos que podrían darte cierta ventaja geoestratégica inmediata, pero que pueden suponer un gran riesgo y debilidad en los últimos movimientos de la partida. Un ejemplo desde esta visión fue el respeto recíproco de ambas superpotencias en el ejercicio del control de hierro en sus respectivas áreas de influencia –quid pro quo–; la búsqueda de alianzas contra natura para diversificar el conflicto bipolar; la estrategia de apertura a China de los 70 en lo que se llamó “diplomacia del ping-pong” (Forrest Gump dixit); los conflictos de “baja intensidad” en Centroamérica y el caso Irán-Contra; o la ocupación soviética de Afganistán, estos dos últimos en los años 80. Por no recordar, en este caso bajo su responsabilidad directa, el apoyo encubierto pero decidido a los golpes de Estado en América Latina y al mantenimiento e intento de “blanqueo” de las dictaduras más crueles y sanguinarias en el cono sur latinoamericano.
Todos ellos, “expresos” y “tácitos”, propiciaban que órdenes “revolucionarios” se transformaran en “legítimos”, siendo esta entelequia del equilibrio nuclear dentro de un régimen internacional controlable la principal inspiración del académico y científico, a la vez consejero de seguridad y con posterioridad secretario de estado; tres naturalezas indisociables en Kissinger. La necesidad de establecer un orden regulador del sistema internacional como principal objetivo de la actividad política, diplomática y militar –por ese orden– de los Estados y sus respectivas Alianzas. Extraer del viejo orden algunas dinámicas que pudieran replicarse en el nuevo; por ejemplo, inspirarse en el Congreso de Viena de 1815 y en la diplomacia de Metternich y Castlereagh para encontrar renovados elementos estabilizadores de los nuevos órdenes y regímenes internacionales.
Esa idea primigenia en su pensamiento fue precisamente el objeto de su investigación doctoral A World Restored (1957) en donde ya aparecía el concepto de “orden legítimo” que se irá enriqueciendo en un periodo de maduración teórica hasta llegar a su punto más álgido con la publicación de American Foreign Policy (1969) en donde expone la necesidad de que la negociación tuviera dos escenario simultáneos: negociación con la URSS sobre las zonas mutuas de influencia, por un lado; pero también país por país en cada región en disputa para asegurar los mínimos efectos colaterales, por otro. Como ejemplo de este ejercicio más pragmático y cínico del realismo, Kissinger en sus memorias relata como durante las negociaciones secretas de 1972, los soviéticos propusieron a EE. UU limitar el uso de armas nucleares a territorio europeo, manteniéndose libre el territorio de ambas superpotencias. Aunque EE. UU rechazó la propuesta, los aliados de la OTAN empezaron a dudar de la sinceridad de la denominada Disuasión Extendida de EE. UU (Years of Upheaval. 1982).
Morgenthau y Kissinger: maestro y discípulo en el Realismo
Kissinger fue, sin lugar a duda, el principal discípulo de Hans Morgenthau, el padre del realismo político en la búsqueda de esos principios –seis concretamente– que permitieran realizar una aproximación científica con capacidad para ofrecer una explicación empírica del comportamiento del “poder” en el medio internacional. La relación entre ambos siempre se desenvolvió entre el amor y el odio –propio de la relación entre maestro y discípulo, director y doctorando–; sin embargo, ambos partían de perfiles bien similares. De origen judío ambos en la búsqueda de una “tierra académica prometida”; huyendo del nacismo –el primero– y de los entornos protestantes y anglicanos dominantes de los centros de poder académico el segundo. Los dos eran europeos de nacimiento, formación y vocación, que colocaban la historia de ese continente como centro y “estudio de caso” dominante en su construcción investigadora y científica. Ambos eran grandes tímidos con voz cavernosa y mirada intensa, pero con gran capacidad para crear equipos y escuela. Maestro y discípulo estuvieron fascinados con la figura y el proyecto político de John Fitzgerald Kennedy; incluso Morgenthau –miembro del Partido Demócrata–, fue parte de los hombres del presidente –junto con pensadores como Galbraith o Arthur Jr. Shlessinger– y formó parte de esos “cabeza de huevo”, como llamaban despreciativamente los sectores republicanos al grupo de intelectuales próximos a JFK.
Tanto Morgenthau como Kissinger veían negativamente la intervención en Vietnam y Bahía de Cochinos; el primero, de forma pública y taxativa, lo que determinó su dimisión como asesor especial del presidente Kennedy en 1963; el segundo, de forma más tímida, criticando el momento y las formas de llevarlas a cabo; lo que lo aproximó políticamente a los sectores más moderados de la gran familia republicana. Vietnam fue el centro de la discusión entre maestro y discípulo, incluso con serios enfrentamientos dialécticos en el Seminario del Departamento de Gobierno de la Universidad de Chicago y en los encuentros semestrales en el Instituto de Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad de New York; el precio de esta disputa fue perder su relación hasta la llegada de Kissinger a la Secretaría de Seguridad y la firma de los Acuerdos de París.
Las ideas de Kissinger respecto a la geometría variable en las estrategias de la disuasión a la Unión Soviética, el papel de China en el equilibrio global y la diversificación de la dependencia del enfrentamiento bipolar, incluso con la utilización de la diplomacia cultural y del deporte como instrumento de penetración y de búsqueda de la debilidad en el “enemigo”, lo convirtieron probablemente en el primer teórico y gestor en utilizar los instrumentos del “soft power” en la diplomacia estadounidense y, por lo tanto, a “años luz” de la primera generación de realistas discípulos de Morgenthau, con George Kennan a la cabeza. La dupla Kennan–Kissinger siempre fueron la cara y la cruz en la forma de entender la Estrategia de la Contención; el Oliver Hardy y el Stan Laurel haciendo las delicias de los lectores desde las páginas centrales de Foreign Affairs, hasta que apareció Zbigniew Brzezinski, el tercero en discordia que, con su idea de “bloque hegemónico soviético” se aproximaba a la idea del papel instrumental de las Alianzas que planteaba Kissinger, pero desde las filas de los demócratas.
Arquitecto y analista de un Sistema Internacional en transformación
Si existe una aproximación quirúrgica al papel de los Estados Unidos en el tránsito de un sistema bipolar a otro unipolar y de éste a uno multipolar –primero perfecto y con posterioridad imperfecto– inmerso en un régimen multilateral, esa no es otra que la de Henry Kissinger. En el momento actual, la difícil digestión por parte de los Estados Unidos y de sus élites políticas de la pérdida progresiva del liderazgo global, está siendo bien complicada. Sin embargo, como señala Kissinger en sus últimos artículos, para que no le ocurra a los Estados Unidos lo que siempre le pasa: la tardía acomodación de su política exterior, de seguridad y defensa a los sucesivos cambios de régimen internacional; el difícil parto de nuevas doctrinas estratégicas acomodadas a nuevos tiempos y retos. Por ello, es urgente asumir con rapidez la puesta en marcha de renovados instrumentos y enfoques geoestratégicos, capaces de proponer y construir distintos elementos reguladores del sistema internacional, asumiendo que en algunas ocasiones los Estados Unidos no pueden y otras veces no quieren, ser el único “guardián entre el centeno” del orden global.
Su obra Diplomacy (1996) es una verdadera “hoja de ruta” para abordar los retos colosales que deben afrontar los Estados Unidos en la era actual. Desde su consideración, el proceso en el que se encuentra el actual sistema internacional supone una fragmentación y una complejidad cada vez mayor, pero, además, una creciente globalización, especialmente en el ámbito económico. Señala de forma muy acertada que las relaciones entre estados en esta nueva situación multipolar fragmentada se parezcan más al sistema de estados europeos del siglo XVIII y XIX que a la rigidez que impuso la Guerra Fría. La consolidación de al menos seis grandes potencias, con su distinto entorno de medianas y pequeñas potencias, y la afirmación de tres grandes bloques económicos que determinarán todos los procesos con el ascenso de China como gran potencia global en la perspectiva 2030-2050.
Es interesante el análisis que realiza Henry Kissinger en su obra World Order (2016) de las nuevas dinámicas globales y de interdependencia de un sistema internacional caótico que necesita reorganizarse dentro de una especie de “regionalismo global” en donde Estados Unidos están obligados a encontrar acuerdos ordenadores. El desorden y la tendencia al caos del actual sistema internacional, acrecentada por “conflictos nuevos” como la guerra en Ucrania y Gaza, no dejan de ser manifestaciones nuevas en momentos históricos diferentes de conflictos clásicos no resueltos; lo que exigirá construir nuevos equilibrios reguladores por la vía de acuerdos concretos entre distintos interlocutores, dependiendo de la región o el conflicto que se trate. Puede ser con China –como ya señala Kissinger en World Order– en distintas regiones y conflictos, e incluso también en la búsqueda de una salida para este conflicto global a cuenta de la invasión rusa de Ucrania (The Whashington Post. March 5, 2014).
Epílogo
No hay muchas verdades en el pensamiento y en el corazón de Kissinger; probablemente solo la recogida en el primer capítulo de su Diplomacy. El paso de los Estados Unidos por la política internacional ha representado el triunfo de la fe en los valores norteamericanos, de manera que los principales acuerdos internacionales del pasado siglo han sido encarnaciones de estos mismos: desde la Sociedad de Naciones y el Pacto Briand-Kellogg hasta la Carta de Naciones Unidas, el Acta Final de Helsinki y todos aquellos que, con toda seguridad, estarán por venir en este siglo XXI.
Henry Kissinger, un mito en la historia política y diplomática reciente de nuestro mundo que, a pesar de sus grandes debilidades y contradicciones humanas y de poseer –como todos ellos– las manos de oro y los pies de barro, trasciende esos años y le coloca en un lugar destacado de la historia reciente de Estados Unidos y del conjunto del sistema internacional.