La masacre de 147 estudiantes kenianos en la Universidad de Garissa, perpetrada por la milicia Al Shabab el 2 de abril, ha vuelto a poner el foco sobre el extremismo islámico en África subsahariana. Tanto Kenia como Nigeria, dos pesos pesados africanos, se encuentran desestabilizados por insurgentes que operan con cada vez más brutalidad.
La masacre en Kenia está ligada a la guerra civil de Somalia, donde Al Shabab se enfrenta a un gobierno, apoyado por la ONU y la Unión Africana, que apenas controla la capital, Mogadiscio. El artífice del asalto a la universidad, Mohamed Kuno, es un keniano de etnia somalí. Kuno, apodado “Dulayadin” –ambidiestro– en Somalia, citó la presencia militar de Kenia en Somalia como justificación de la masacre. Según fuentes militares kenianas, los recientes bombardeos de bases de Al Shabab en Somalia no son una respuesta al atentado de Garissa, sino parte de las operaciones del gobierno contra los islamistas, que comenzaron en 2011.
El auge de Boko Haram, por su parte, es tanto un síntoma como una causa de la crisis que atraviesa el Estado nigeriano, dividido entre un norte musulmán y un sur cristiano, y lastrado por la corrupción. La elección de Muhammadu Buhari el 31 de marzo, estuvo influenciada por la percepción de que su predecesor, Goodluck Jonathan, fracasó frenando el avance de Boko Haram. Aunque Buhari acumula un historial prolijo en políticas de “mano dura”, incluyendo un periodo gobernando Nigeria con un puño de hierro (1984-1985), le resultará imposible resolver el conflicto empleando fuerza unilateralmente. La contribución de las fuerzas internacionales en Nigeria (soldados de Chad, Níger y Camerún, además de mercenarios sudafricanos), que el futuro presidente ha criticado, es clave para la seguridad del país.
Dejando estas diferencias de lado, la violencia en Kenia y Nigeria presenta retos similares para el continente. Los dos países son el centro de gravedad política y económica en su región (África oriental y occidental, respectivamente). En ambos casos, la violencia reciente se suma a atentados anteriores: Boko Haram ha actuado con cada vez más brutalidad a lo largo de 2014, mientras que Al Shabab masacró a 67 personas en un centro comercial de Nairobi en 2013. Y si la corrupción y la ineficacia del gobierno han agravado la crisis en Nigeria, la incompetencia también ha hecho mella en Kenia: los cuerpos especiales que debieran haber hecho frente a los islamistas no encontraron transporte en Nairobi, y llegaron a Garissa después que los propios periodistas kenianos.
La presión demográfica y la degradación del medio ambiente también ha aumentado la vulnerabilidad de ambos países. En el medio siglo transcurrido desde que obtuvo la independencia de Reino Unido, Kenia ha multiplicado su número de habitantes por cinco. Dentro de veinte años, la población de Nigeria, si continua creciendo al ritmo actual, será de 300 millones. La deforestación y el conflicto por controlar tierra y agua, agravados por el cambio climático, presentan retos enormes para la estabilidad de ambos países.
Estas presiones condicionarán el futuro de ambos países. Aunque la victoria de Buhari representa el primer traspaso pacífico de poder entre partidos políticos nigerianos, la estabilidad del país continúa amenazada por Boko Haram. Kenia parece recuperada del fraude electoral de 2007, que causó una oleada de violencia y 350.000 desplazados, pero la frontera porosa con Somalia continúa siendo una fuente de inestabilidad.