El 24 de enero un tribunal de segunda instancia ratificó la condena por corrupción pasiva y lavado de dinero al expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. Restando todavía la posibilidad de recurrir ante el Tribunal Supremo, la sentencia establece que Lula favoreció a la constructora OAS en la consecución de contratos públicos, recibiendo a cambio un apartamento valorado en aproximadamente un millón de euros. En el corto plazo, y además de una posible condena de prisión, la consecuencia más evidente de esta sentencia son las dificultades que el líder de centro izquierda y candidato con más apoyo popular según las encuestas tendría para concurrir a las elecciones de octubre de este año en Brasil. A largo plazo las posibles consecuencias son todavía más trascendentales, estando por ver si la llamada operación Lava Jato, en cuyo marco se inscribe el juicio al expresidente, y en general la propia acción de la justicia son capaces de acabar con la corrupción endémica del sistema político brasileño y mejorar el funcionamiento de un régimen democrático que atraviesa su peor crisis desde su instauración en la década de los ochenta.
Abordando esta última cuestión, muchas fueron las expectativas que amplios sectores de la sociedad brasileña, principalmente las clases media y alta, habían puesto en la operación Lava Jato desde que en 2014 el juez Sergio Moro comenzase con las investigaciones de lo que se ha convertido en la mayor causa contra la corrupción política en la historia de Brasil. De esta forma, se esperaba que, dada la incapacidad tanto del ejecutivo como del legislativo para emprender las reformas necesarias que afrontasen el problema de una corrupción percibida como endémica, fuese el poder judicial quien ejecutase las demandas por una moralización de la vida pública. De hecho, Moro, como puede ser rastreado en varios de sus escritos, siempre estuvo inspirado por la operación Manos Limpias que en la Italia de la década de los noventa destapó un arraigado sistema de corrupción en el que estaban involucrados los principales partidos políticos y algunas de las mayores empresas del país. De forma aparentemente análoga, las vergüenzas del sistema político brasileño y de su corrupción estructural quedaron destapadas, demostrando que existía una larga relación delictiva entre cargos políticos de la mayoría de los partidos y empresas que repartían sobornos para beneficiarse de contratos preferenciales, sobre todo con la petrolera estatal Petrobrás.
El problema es que, tal y como se han ido desarrollando las investigaciones de la Lava Jato, y aun habiendo suficientes evidencias de que se estaba tratando con una cuestión que afecta de forma generalizada a la clase política brasileña y a los distintos gobiernos por lo menos desde la década de los noventa, la operación ha acabado instrumentalizada con fines partidarios. De esta forma, la agenda político-mediática que ha ido acompañando a la operación, cuando no dirigiéndola, ha conseguido que esta se convierta en un arma para alejar al Partido de los Trabajadores del gobierno, primero mediante la vía del impeachment a Dilma Rousseff y después con la imputación y posterior condena de Lula. Es decir, la judicialización de la política pronto devino en una politización de la justicia, o, mucho peor, en un espectáculo donde los grandes medios, principalmente la cadena Globo, dictaron el ritmo y el tenor de las investigaciones. En medio de unas inusitadas expectativas, Moro pronto se sintió cómodo como juez estrella y en su nuevo papel de salvador nacional, lo que también acabó arrastrando a la búsqueda del protagonismo mediático a Deltran Dallagnol, procurador de la Fiscalía encargado de coordinar las operaciones. De esta forma más o menos consciente, tanto el fiscal como el juez acabaron siendo las herramientas de determinados poderes fácticos que desvirtuaron el sentido inicial de la operación.
No se puede negar desde luego la importancia que la Lava Jato ha tenido a la hora de afrontar la sensación de impunidad imperante en la política brasileña, habiendo llegado a dictar un total de 176 condenas a políticos y empresarios que se consideraban intocables, y habiendo rescatado un total de aproximadamente 2.500 millones de euros para las arcas públicas. Sin embargo, el tratamiento que dentro de la operación se ha dado en particular al caso de Lula, apuntan a que se ha querido aprovechar la catarsis nacional del escándalo de corrupción para colar la inhabilitación de una determinada opción política de cara a los comicios de 2018, aun pasando por encima del respeto a los derechos fundamentales. Existen no pocas dudas sobre las irregularidades procesales en el juicio al expresidente, entre ellas acusaciones sin pruebas –Dallagnol llegó a afirmar que la falta de pruebas podía ser sustituida por su convicción en la existencia de los hechos que generarían el delito–, las filtraciones interesadas que el juez Moro hizo a la cadena Globo sobre conversaciones ilegales hechas al expresidente, las dificultades denunciadas por la defensa a la hora de ejercer su trabajo, las rebajas penales dadas a aquellos investigados que delataran al acusado, y, finalmente, la incapacidad manifiesta de demostrar la propiedad del inmueble o la existencia de cualquier cuenta corriente irregular a nombre de Lula. Junto con la violación de los derechos fundamentales de Lula, la inequívoca relación de proximidad de Moro con otros investigados, como Aécio Neves, con quien no ha dudado en mostrarse en público, hacen pensar que más que la acción de una justicia imparcial, asistimos a un proceso regido por el viejo dictado brasileño que reza “a los amigos todo, a los enemigos la ley”.
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Moro y Neves, en segunda fila de izquierda a derecha; en primera, el gobernador de São Paulo, Alckmin, y el presidente del país, Temer, durante los premios al Brasileño del Año, organizados por Editora Três, en diciembre de 2016.
Si la operación Manos Limpias en la Italia de la década de los noventa fue una tragedia inevitable que tuvo funestas consecuencias para el sistema político del país, la operación Lava Jato va a camino de convertirse en una farsa de resultados imprevisibles, que además de afectar a la clase política, añade ahora la visión de que existe un poder judicial parcial y politizado, capaz de interpretar y aplicar la ley a su antojo. El problema de fondo reside en que en un Estado altamente patrimonialista y particularista como el brasileño, el poder judicial no vive en una burbuja ajeno a los vicios que también comprometen al poder ejecutivo y al legislativo. En un país donde un juez pueden usar impunemente un coche de lujo incautado en una operación como si fuese propio, donde pueden llegar a encausar a un agente de la ley que insiste en hacerle el control de alcoholemia, o donde el propio Sergio Moro admite impunemente cobrar dietas irregulares por alojamiento, es muy difícil pensar que el poder judicial pueda ser el motor de las transformaciones sociales necesarias para acabar con la corrupción estructural. La lucha contra la corrupción y a favor de la mejora de la democracia brasileña, desgraciadamente no puede venir de una gran operación judicial-mediática como la Lava Jato.