Según la directora de Iniciativas Globales de Human Rights Watch, Minky Worden, 2022 va a ser un “annus horribilis” para el deporte internacional. El año se abre con los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín, del 4 al 20 de febrero, y se cierra con el Mundial de Fútbol de Catar, del 21 de noviembre al 18 de diciembre. En ambos casos, muchos deportistas tendrán que volar alto para promover con su esfuerzo y su talento una sociedad “comprometida con el mantenimiento de la dignidad humana”, como pide la Carta Olímpica, o con los “derechos laborales, la diversidad y la lucha contra la discriminación”, como señala el último plan de acción de la FIFA, mientras tratan de olvidar el servicio que prestan sus gestas a unos regímenes con credenciales pésimas en la defensa de los derechos humanos. Clavar el eslalon o mantener la línea de fuera de juego parecerán, en comparación, cosa de aficionados.
Ni China ni Catar son modelos a seguir en la promoción de los valores que el Comité Olímpico Internacional (COI) y la FIFA buscan asociar al deporte. Al contrario. En Catar, la mitad de sus dos millones de trabajadores inmigrantes están empleados en el sector de la construcción en condiciones muy precarias, a veces letales. Muchos de ellos –la mayoría procedentes de India, Pakistán, Bangladesh, Nepal y Sri Lanka– han participado durante la última década en la construcción de las instalaciones deportivas que albergarán el Mundial. Desde 2017, su situación ha mejorado –al menos sobre el papel– con el fin de la kafala, que les prohibía cambiar de trabajo o salir del país sin permiso de su empleador. Pero las mujeres siguen sin tener libertad, sometidas a un sistema de tutelaje que les exige el permiso de un hombre para estudiar, trabajar, viajar o casarse, y la homosexualidad continúa penada con prisión, latigazos y la muerte.
«Desde 2016, al menos un millón de personas han sido detenidas sin juicio en Xinjiang, donde proliferan los centros de ‘transformación a través de la reeducación’, en la terminología orwelliana del PCCh»
En China, la represión contra minorías y disidentes se ha recrudecido bajo el mandato de Xi Jinping. Hong Kong se ha despedido de las promesas democráticas de la Ley Fundamental, sucumbiendo a la autoridad de un Partido Comunista Chino (PCCh) que “paso a paso, pero con firmeza, ha logrado silenciar las voces críticas e imponer el acatamiento”, en palabras del periodista Isidre Ambrós. Y la Región Autónoma Uigur de Xinjiang es hoy el escenario de “la mayor represión masiva de una minoría étnica y religiosa en el mundo”, según el investigador australiano Michael Clarke. Desde 2016, al menos un millón de personas han sido detenidas sin juicio en la provincia, donde proliferan los centros de “transformación a través de la reeducación”, en la terminología orwelliana del PCCh. Fuera de ellos, más de 10 millones de personas de minorías turco-musulmanas viven en un “Estado carcelario”, sometidas a una red de sistemas de vigilancia de alta tecnología, puestos de control y vigilancia interpersonal.
Los llamamientos al boicot de ambas competiciones se han sucedido, sobre todo en el caso de los Juegos de Pekín, alentados por los vientos de guerra fría que caldean el panorama internacional. Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Australia y Canadá no han enviado delegaciones gubernamentales a China en protesta por el “genocidio” en Xinjiang. En lo que toca a Catar, el asunto ha quedado zanjado, por el momento, con protestas por parte de federaciones como la noruega o la alemana.
Otras consideraciones se imponen entre los dirigentes del COI y la FIFA. La principal, el afán de consolidar el deporte como verdadero fenómeno global, tratando de llegar a un público lo más amplio posible. A ello se suma la necesidad de diversificar las fuentes de ingresos, asunto no menor en el deporte de competición actual. En 2013, un año antes de los Juegos de Invierno de Sochi, la Duma rusa aprobó una ley contra la promoción de la “propaganda homosexual” entre los menores. En aquella ocasión también se habló de boicot. El entonces presidente del COI, el belga Jacques Rogge, zanjó la cuestión afirmando que los atletas olímpicos eran meros “invitados” en “países soberanos”, por lo que no debían meterse en política. Su sucesor, el alemán Thomas Bach, no ha cambiado el discurso.
La política por otros medios
Según Mark Adams, portavoz del COI, “los Juegos Olímpicos están más allá de la política y lo celebramos”. La realidad recurrente del mar de banderas, himnos nacionales y gestos y palabras de orgullo patrio, sin embargo, conspira contra las ilusiones de neutralidad del organismo. Los JJOO son tan políticamente neutrales como la inauguración de un pantano. O las encíclicas papales. En la arena pública, hoy nadie da puntada sin hilo.
España utilizó los JJOO de Barcelona en 1992 –y la Exposición Universal de Sevilla del mismo año– para mostrarse al mundo como un país moderno, abierto, que había dejado atrás las apreturas económicas y morales del franquismo. China hizo lo propio con los JJOO de Pekín en 2008, dando la imagen de un gigante en ebullición, seguro de sí mismo, dispuesto a comerse el mundo. Los JJOO de Londres en 2012, vistos desde la perspectiva post-Brexit, fueron una especie de canto del cisne de las glorias imperiales británicas. Los de Tokio en 2020 debían señalar el regreso de Japón a la escena internacional y el remonte de su economía tras varias décadas “perdidas”. Los de Berlín en 1936, la superioridad de la raza aria y la pujanza de una Alemania con hambre de conquistas.
Gobiernos de todo el mundo han aprovechado la celebración de los Juegos –y de los mundiales: véase Italia ’34, con Mussolini en el palco, o Argentina ’78, con Videla– para cosechar legitimidades, anunciar alboradas, regresos triunfales… Como anfitriones de la fiesta, están en su derecho. A los invitados les toca decidir si sumarse a ella o boicotearla; bien desde dentro, bien desde fuera.
Como muestra el gráfico de GZERO, el boicot es una disciplina olímpica con una larga tradición. En los JJOO de Berlín, los atletas alemanes judíos fueron vetados, contraviniendo los principios del olimpismo de no discriminación y respeto por la dignidad humana. Varios comités olímpicos nacionales se plantearon no asistir, entre ellos el de EEUU. Al final, la mayoría optó por participar. El atleta estadounidense Jesse Owens se encargó de aguar la fiesta desde dentro, con sus cuatro medallas de oro; desde fuera, la tarea recayó en la Unión Soviética y en la España del gobierno del Frente Popular. Los alemanes, no obstante, acabaron triunfando –con permiso de Owens–, cosechando el mayor número de medallas.
China no busca demostrar la superioridad de ninguna raza con los Juegos de Invierno de Pekín, pero sí inocularse una buena dosis de legitimidad y confianza. La necesita, después de unos años difíciles marcados por el Covid-19 y un contexto internacional adverso, mucho más que en 2008, cuando acogió sus primeros JJOO. La rivalidad con EEUU aumenta presidente tras presidente y el mundo ya no acepta sin más los mensajes chinos de “ascenso pacífico”. Cada acontecimiento, espacio y foro internacional se convierte en un campo de batalla donde las dos superpotencias se disputan la hegemonía, el relato. En estas circunstancias, lo llamativo habría sido que EEUU y sus aliados hubiesen desaprovechado la ocasión de arañar la reputación de China.
¿Deporte desnaturalizado?
En el caso de Catar, la indignación ha estado más centrada en lo deportivo que en lo extradeportivo. El Mundial se celebra en un país con nula tradición futbolera y en condiciones poco propicias para el jogo bonito. Pero quizá lo que más duele a los aficionados es tener que dar la razón a los jeques del Golfo –y a los magnates rusos, chinos y americanos–, cuyas chequeras consiguen, cada vez más, que ruede el balón. En Catar se celebrará un nuevo asalto –tal vez el definitivo– del gran debate del fútbol contemporáneo: esencias versus dinero.
Pekín 2022 tampoco se libra de la sensación de extravío, agudizada por la naturaleza de los Juegos de Invierno –propios de países fríos, es decir, ricos–, que pocos aficionados entienden del todo, y por las restricciones de la pandemia. En 2018 en Pyeonghang (Corea del Sur), ningún competidor de África, América Central o del Sur subió al podio. Noruega, con apenas cinco millones de habitantes, encabezó el medallero. No es solo una cuestión de recursos: es difícil desarrollar el talento para el esquí en países cálidos donde nunca nieva. En Yanqing, al noroeste de Pekín, donde se celebrarán las pruebas de esquí, apenas nevó el año pasado. La nieve de estos Juegos será por completo artificial.
A pesar de todo ello, no hay que minusvalorar el servicio que prestan eventos de este tipo, aunque solo sea por la tradicional tregua olímpica a que dan lugar. El pasado diciembre, la Asamblea General de la ONU adoptó por consenso una resolución patrocinada por China que pide a los Estados miembros, “desde siete días antes del comienzo de los Juegos Olímpicos hasta siete días después del final de los Paralímpicos”, que solucionen sus cuitas de manera pacífica. El representante ruso en la ONU conminó a todos los presentes a respetar la tregua, no sabemos si en un ramalazo de humor negro o con preocupación genuina.
Además de servir como válvula de escape de la tensión internacional, el deporte a veces propicia inesperados lugares de encuentro. Así parecen reconocerlo, al menos implícitamente, los propios boicoteadores: a Pekín no viajan los políticos de EEUU, pero sí sus atletas, dispuestos a comerse con patatas –deportivamente hablando– a chinos, rusos y noruegos, en este orden. Mejor darse de tortas sobre una pista de hielo o en el césped alfombrado de los estadios, deben pensar en la Casa Blanca, que en las playas atrincheradas de Taiwán o en los campos helados del Donbás.
Suerte a todos.