La sucesión de la monarquía saudí es, casi con toda seguridad, la cuestión hereditaria que más especulaciones suscita en los salones diplomáticos internacionales. Lo que no es para menos si se tiene en cuenta, en primer lugar, que este reino del desierto es el primer productor mundial de petróleo y alberga las segundas mayores reservas probadas del mismo (15,8% del total), según el BP Statistical Review of World Energy 2014. En segundo lugar –y en parte como resultado de lo anterior–, por el hecho de que Arabia Saudí ha sido el principal aliado estratégico de Estados Unidos en Oriente Próximo desde el término de la Segunda Guerra mundial. Y en tercer lugar, porque desde la muerte del rey Abdelaziz Ibn Saúd en 1953, el trono solamente ha cambiado de manos en forma colateral entre sus hijos.
En estos momentos, se añade una cuarta arista de carácter más coyuntural pero igualmente crucial para los intereses de Riad: la crisis política y de seguridad que sacude la región como consecuencia del abandono de Irak a su suerte y de la guerra civil en Siria. Un tétrico escenario al que recientemente se han sumado las convulsiones en Yemen, un enfermo crónico tan auténticamente árabe e islámico como desconocido por Occidente, de no ser por el acrónimo AQPA (Al Qaeda en la Península Arábiga) y por la situación de caos e incertidumbre provocada por la preocupante emergencia de los rebeldes huzíes.
Volviendo a la cuestión sucesoria, la semana pasada tuvo lugar un hito significativo en la historia moderna de Arabia Saudí: los nombramientos de Mohamed bin Nayef y de Mohamed bin Salman como príncipe heredero y segundo en la línea hereditaria, respectivamente. La primera lectura es bastante obvia. Por primera vez en los últimos seis decenios, se abren las puertas de la sucesión para príncipes de segunda generación, lo que supone un salto necesario y sin precedentes en el devenir reciente de la monarquía. La cara menos amable de este hecho es, sin embargo, la defenestración definitiva del príncipe Muqrin bin Abdelaziz; pues si en 2012 fue apartado de su cargo como jefe de los servicios de inteligencia saudíes por su presunta mala gestión del expediente sirio, ahora es relegado de la primera fila de la política. Una decisión que, como de costumbre y en términos formales, tiene su origen a petición propia del evacuado.
Un análisis interno de la familia real saudí permite concluir que en su seno no se dan las pugnas movidas por el odio y la venganza, como sucede entre las casas Lannister y Stark en la afamada serie televisiva Juego de Tronos. Ahora bien, de lo que sí puede hablarse es de la existencia de unas facciones más influyentes que otras. En este sentido, las nuevas designaciones vienen a consagrar lo que ya era del todo sabido: la preeminencia del “clan sudairí”, formado por los siete hijos nacidos de la unión del rey Abdelaziz con Hassa bint Ahmad al-Sudairi, perteneciente a una de las tribus más prominentes del reino. Tras la decisión del rey Salman, los sudairíes acaparan, además de la jefatura de la seguridad y defensa del Estado en tiempos francamente turbulentos, las perspectivas de control del reino durante las próximas décadas. El propio Mohammed bin Nayef es el actual ministro de Interior. Y su primo, Mohammed bin Salman, lidera el ministerio de Defensa, la misma posición que ocupó su padre antes de convertirse en rey.
Así las cosas, tampoco sería extraño que en este juego de equilibrios político-familiares asistiéramos en breve al nombramiento de Abdelaziz bin Abdulá como ministro de Asuntos Exteriores, toda vez que su anterior titular, Saúd bin Faisal –hijo del rey Faisal– cesó en sus responsabilidades la semana pasada. En cualquier caso, se trata de papeles secundarios que vienen a completar un reparto en el que también figura su hermano Miteb bin Abdulá como ministro de la Guardia Republicana. De este modo, los hijos del fallecido rey Abdulá quedarían relegados a un segundo plano, aunque con ciertas perspectivas de promoción –pese a no pertenecer al clan sudairí– gracias al ascendente de su padre y los acuerdos privados de este con el rey Salman.
Infografía de @ajlabs
Frentes simultáneos
En el plano externo, los cambios en la cúpula de la monarquía responden a una lógica que persigue el liderazgo regional de Arabia Saudí y el aseguramiento de sus intereses de seguridad. El país tiene abiertos varios frentes simultáneos, que van desde el impacto de las negociaciones nucleares con Irán en su relación estratégica con Estados Unidos hasta el auge del autodenominado Estado Islámico (Daesh), pasando por la enquistada crisis siria. A ello se añade el reciente conflicto en Yemen, en el que ha intervenido militarmente debido a que los asuntos en el país vecino siempre han sido considerados por Riad como una cuestión de política y seguridad interna.
En ese contexto repleto de escollos, el perfil de Mohammed bin Nayef resulta sumamente útil y apropiado. La razón es que este no solo cuenta con el apoyo del sector conservador en el interior del reino, sino que, además, es conocido en el exterior por su eficaz gestión de la lucha contra el terrorismo. Quizás por ello, el flamante príncipe heredero cuenta con el beneplácito del Elíseo y de la Casa Blanca, donde fue recibido ya en 2013 con honores que no suelen concederse a dignatarios extranjeros de su por entonces rango.