Cada cuatro años la profusa –y orgullosa– exhibición de banderas y otros símbolos ligados a la identidad nacional en las Copas del Mundo de la FIFA desmienten la ingenua presunción de que el Estado-nación es un instrumento –ideológico, político, económico…– obsoleto. Demasiado grande, según aseguran los «globalistas», para resolver los problemas pequeños y demasiado reducido para solucionar los grandes.
Una y otra vez, la realidad internacional –el Brexit, la marea de nacionalismo xenófobo en Europa, el America First de Donald Trump…– demuestra que la nación y el nacionalismo mantienen intacto su poder de seducción masiva. No es extraño. Sin identidad, la vida colectiva carece de narrativa moral y, por tanto, de significado. Nadie más indicado para hablar sobre esos asuntos que José Álvarez Junco, catedrático de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales, profesor visitante en Oxford, La Sorbona y Harvard, y autor de varios textos ya clásicos sobre el nacionalismo español.
Política Exterior (PE): En Europa el nacionalismo, el malvado hermano gemelo del patriotismo, está asociado hoy a la xenofobia, la represión de las minorías étnicas, el cierre de las fronteras y el populismo «iliberal» de Trump, pero ello no disminuye un ápice su atractivo en casi todo el mundo.
José Álvarez Junco (JAJ): Sin duda. El nacionalismo sigue vivo y vigente. Su aspecto positivo es que propicia la identificación con el grupo y celebra esa pertenencia. Espectáculos deportivos como el Mundial brindan un marco ideal para esos despliegues patrióticos sin aristas agresivas o xenófobos, lo que parece indicar que el nacionalismo no es necesariamente incompatible con el cosmopolitismo o un cierto sentido del civismo. Quizá por eso de que como nos están viendo todos, no podemos dar muestras de que somos unos bárbaros. La actitud tolerante inherente a la deportividad muestra que los nacionalismos pueden ser domesticados limando las asperezas y los rasgos más brutales del sentimiento comunitario.
PE: Sin embargo, en Europa la xenofobia ha pasado a ser parte de lo que en inglés se llama el mainstream. Matteo Salvini, Viktor Orbán o Marine Le Pen ya ni se molestan en guardar las formas.
JAJ: Así es. Parece contradictorio con lo anterior, pero la globalización y el obligado cosmopolitismo en que estamos inmersos por las comunicaciones modernas producen inseguridad y miedo a perder la propia identidad. Las reacciones de rechazo al otro son fácilmente explotables por políticos desaprensivos que manipulan las bajas pasiones de sus sociedades. Trump, por ejemplo, se dirige a sectores sociales que nunca han viajado fuera de su país, que son la inmensa mayoría. Dirigirse a los más incultos y pueblerinos es casi siempre muy rentable políticamente.
PE: En España no ha ocurrido, al menos hasta ahora, nada parecido.
JAJ: El caso español es distinto porque el nacionalismo españolista está teñido de connotaciones negativas por sus asociaciones con el franquismo. Pero también por una cierta mala conciencia. Cuando nos sentíamos orgullosos de ser españoles de esa manera tan enfática era precisamente cuando éramos pobres y atrasados y no éramos una democracia. Todo eso lo hemos dejado atrás, afortunadamente. Veremos cuánto dura porque ese estigma se irá olvidando con el paso del tiempo y la desaparición de las generaciones que vivimos el franquismo.
PE: El nacional-catolicismo no está del todo muerto. Imperiofobia, el libro de María Elvira Roca Barea, que está en su vigésima edición, es un intento apenas disimulado de resucitar la “leyenda rosa” del imperio español. En una de las entrevistas que concedió por el lanzamiento de su libro, Roca Barea dijo que la Inquisición fue “precursora de los derechos procesales” en Europa.
JAJ: El viejo nacionalismo español está efectivamente renaciendo, pero lo está haciendo con cuidado. La profesora Roca Barea no regresa a las viejas formas del nacional-catolicismo, pero, en efecto, tengo la impresión de que lo que trata de hacer es reformular la “leyenda rosa”.
PE: Quizá sus tesis sean una respuesta reactiva al independentismo catalán. En un artículo de 2012 el hoy presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, escribió que España esencialmente ha sido un país “exportador de miseria, material y espiritualmente hablando”.
JAJ: Por los rezagos franquistas, el nacionalismo español se expresa de un modo solapado y a menudo hipócrita. Un libro como Imperiofobia es una manera de canalizar sentimientos de autoafirmación: como todos los imperios han sufrido ataques injustos, viene a decir, España no tiene más culpas que otros imperialismos europeos.
PE: Los emblemas nacionales españoles –la bandera, la fecha de la fiesta nacional, un himno sin letra…– no parecen tener la legitimidad con la que cuentan símbolos similares en países como Francia o Estados Unidos.
JAJ: En efecto. Con el retorno de la democracia, a la rojigualda se la despojó del escudo franquista, pero para muchos sigue siendo la bandera del bando vencedor de la Guerra Civil. A mí y a la gente de mi generación nos sigue inquietando ver la bandera colgando de los balcones. Nos trae malos recuerdos de cuando estaba asociada a la extrema derecha. Y nuestra fecha nacional ni siquiera tiene nombre. Fue el «día de la raza», luego el día de la «hispanidad» y el del «descubrimiento de América». Ahora es la fiesta nacional que comparte con otra fecha, el 6 de diciembre, día de la Constitución.
PE: En América Latina el día de la fiesta nacional conmemora la independencia y el fin del antiguo régimen, es decir, acontecimientos políticos.
JAJ: La diferencia es que en países que fueron colonias lo que se celebra es una gesta, única e indiscutible. Esa unanimidad no existe en el caso español. Nadie sabe con certeza cuando comenzó a existir España. Es un misterio. En cambio, en América y las excolonias que luego se convirtieron en Estados nacionales tienen fechas de nacimiento en las que todos están de acuerdo. Ahí los procesos de creación identitaria son menos contradictorios.
PE: En su campaña, Emmanuel Macron dijo en Argelia que el colonialismo francés fue un “crimen contra la humanidad”, lo que muestra que Francia no tiene temor de enfrentarse a los fantasmas de su historia. ¿En España la exhumación de Franco supone una catarsis similar?
JAJ: Sacar a Franco del Valle de los Caídos y entregar sus restos a su familia para que lo lleven a un panteón familiar es algo que se tiene que hacer y que es perfectamente correcto. Lo de pedir perdón por el pasado colonial es más difícil. Habría que saber a quién se tendría que pedir perdón. ¿Los herederos de los españoles que se quedaron en la península tendríamos que pedir perdón a los herederos de los españoles que se fueron a América? No tiene mucho sentido. Pero un caso como la guerra química del ejército colonial español en Marruecos, donde se sabe perfectamente quién cometió las atrocidades, yo creo que sí se podría –y debería– hacer. Fueron los llamados africanistas –Franco, Millán Astray, Queipo de Llano, Yagüe…– los que impusieron el clima terriblemente cruel de la Guerra Civil.
PE: ¿El «patriotismo constitucional» defendido por Jürgen Habermas puede hacerse dominante en un continente como Europa, donde las naciones tienen raíces étnicas?
JAJ: No hay que perder la esperanza. En Europa se escribió la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que no es una declaración étnica sino universalista. Esos aspectos de la herencia europea merecen celebrarse como hitos comunes. Como no compartimos elementos como la lengua, tenemos que crear un demos europeo a partir de contenidos cívicos. La Unión Europea debe plantearse en serio esa construcción «nacional» europea fomentando más programas como los de Erasmus. Tras la reunificación italiana, Mazzini dijo: “ya existe Italia, ahora hay que crear a los italianos”. Algo parecido tenemos que hacer en Europa.
PE: ¿Existen diferencias entre patriotismo y nacionalismo?
JAJ: Es una cuestión de matices, pero no es un asunto bizantino. Yo englobaría todo bajo la etiqueta de nacionalismo. Una de sus facetas es positiva y necesaria: la vinculación con una comunidad y la disposición a sacrificar los intereses individuales en aras de los colectivos. A ese pacto cívico lo llamamos patriotismo. El nacionalismo es eso mismo pero aumentando la dosis, que es, como decía Paracelso, lo que distingue un veneno de un antídoto. Si a los niños les decimos que todos los que no pertenecen a una comunidad determinada son odiosos o infrahumanos, caemos en la faceta más nefasta del nacionalismo. En España los nacionalistas siempre son los catalanes o vascos, mientras que los españoles son patriotas, cuando en el fondo son lo mismo.
PE: ¿A qué atribuye la reaparición del nacionalismo catalán? Hace unos años era algo casi marginal.
JAJ: El nacionalismo catalán ha tenido flujos y reflujos, pero siempre ha estado ahí. En los últimos años se ha recrudecido porque han salido de la escuela y entrado a la vida política las generaciones que han sido formadas en las escuelas nacionalistas catalanas. Es una cuestión generacional. Los independentistas catalanes han mantenido posiciones maximalistas que otros movimientos han ido abandonando. Algunas de sus raíces son racistas. Prat de la Riva, por ejemplo, decía que los españoles eran “bereberes” y que los catalanes eran “arios”. En el caso de Sabino Arana ese rasgo es evidentísimo. Un problema adicional es la escasa participación catalana en la gobernación de España, salvo en excepciones como la del general Prim en el siglo XIX. A partir de la restauración, los catalanes pierden posiciones en Madrid pero en parte también porque quieren. Jordi Pujol, por ejemplo, se negó a entrar en los gobiernos de Madrid porque no quería involucrarse.
PE: En América Latina el nacionalismo, por diversas razones, es una bandera de la izquierda.
JAJ: Es lógico. La izquierda en principio tiene que ser nacionalista porque el reforzamiento de la idea de colectividad permite trasvasar riqueza de unos sectores a otros y justificar políticas sociales. En cambio, cuando la izquierda catalana se alía con los nacionalistas conservadores para no transferir riqueza a regiones más pobres, está apelando a un principio por definición insolidario.