La reforma tributaria aprobada en 2017 por el Congreso de Estados Unidos, la única victoria legislativa importante de Donald Trump y que situó las tasas impositivas en sus niveles más bajos en muchas décadas, explica, entre otras cosas, el desastre sanitario y económico que se ha desatado en EEUU, con la pandemia desnudando las carencias estructurales de su sistema de salud pública.
Los casi 30 millones de empleos que se han perdido en cuatro meses han dejado sin seguro médico a cinco millones de trabajadores y castigado desproporcionadamente a las minorías. Aunque el país dedica a salud el 17% del PIB, es el único miembro de la OCDE sin cobertura sanitaria universal.
La razón es fácil de explicar. Su presión fiscal es también la menor entre sus países miembros: 28,3% del PIB, frente al 34,3% de la media del club, que incluye a México y Chile, donde esa tasa es de apenas el 18%. En 1982, la tasa impositiva marginal más alta era del 70%. Hoy es del 37%. Los beneficios empresariales, que alguna vez pagaron una tasa del 50%, tributan hoy una tasa media del 21%, que en realidad es más baja por las exenciones fiscales que disfrutan diversos sectores productivos.
Si se revocara la reforma de 2017, el Internal Revenue Service (IRS) podría recaudar, según diversas estimaciones, unos dos billones de dólares en 10 años. Las políticas de Estado mínimo que lanzó Ronald Reagan en los años ochenta han sido especialmente devastadoras para los servicios públicos. Organismos y agencias de salud pública, estatales y federales, han sido diezmados por años de recortes presupuestarios y de personal.
Desde 2008 han perdido un 25% de su fuerza laboral, unos 60.000 trabajadores, según la asociación nacional de trabajadores sanitarios. Por su parte, el presupuesto del Centers for Disease Control and Prevention, su principal fuente de fondos, se ha reducido un 30% desde 2003. Según un estudio de Brookings Institution, hoy el número de empleados federales per cápita es inferior al que tenía el país en 1950, pese a que el PIB real es siete veces mayor.
La política de “matar de hambre a la bestia” –es decir, al Estado– ha tenido una eficacia pavorosa. Hoy solo un 6% de los empleados federales tiene menos de 30 años. Solo EEUU, Surinam, Papua Nueva Guinea y unas pocas naciones insulares del Pacífico no conceden licencias laborales de maternidad.
La deconstrucción del Estado
Steven Bannon, estratega jefe de Trump –aunque no tardó en abandonar la Casa Blanca, en agosto de 2017–, dejó claro que el objetivo central de su mandato sería la “deconstrucción del Estado administrativo”, un proyecto basado en la idea –que la pandemia ha desacreditado– de que los mercados son capaces de solucionar por sí solos casi todo.
Los resultados están a la vista: con el 5% de la población mundial, EEUU acumulaba a principios de agosto el 25% de los contagios globales (más de cinco millones) y más de 160.000 muertos. Japón, en cambio, solo ha registrado un millar de fallecimientos y Corea del Sur, menos de 300.
Incluso si se tienen en cuenta las diferencias de población y la descentralización del sistema federal –de los 19 Estados que no han ordenado el uso obligatorio de mascarillas, 18 están gobernados por republicanos–, el balance es desolador. Por cada millón de habitantes, EEUU ha perdido 423,6 vidas, frente a las 110 de Alemania o las 5,8 de Corea del Sur. Uruguay, con 1.500 casos positivos y 35 muertes, supera también en términos per cápita a la superpotencia.
Y aún no ha terminado lo peor. Pese a los rebrotes, a finales de julio la Unión Europea, con 446 millones de habitantes, registraba unos 5.000 nuevos contagios diarios. En EEUU, con 330 millones, esa cifra rondaba los 66.000. En términos per cápita, los estadounidenses están muriendo a tasas 15 veces mayores que los europeos.
En ningún momento hubo políticas nacionales unificadas en cuanto a confinamientos, medidas de protección, tests o programas de rastreo de positivos.
Cambio de escenario
Ahora que la pandemia ha demostrado los peligros de la imprevisión y la improvisación, el programa de gobierno del candidato del Partido Demócrata, Joe Biden, se ha escorado aún más a la izquierda de lo que ya estaba por la influencia de Bernie Sanders y Elizabeth Warren, sus principales rivales en las primarias.
Michael Boskin, economista de la Universidad de Stanford, advierte de que la economía no se recuperará mientras la gente siga contrayendo el virus al ritmo actual. En el segundo trimestre, el PIB se desplomó un 32,90%. La Oficina Presupuestaria del Congreso estima que la economía no se recuperará del todo al menos hasta 2028 y que el desempleo superará el 11% hasta 2030.
El Aspen Institute advierte de que unos 20 millones de inquilinos pueden perder sus casas de aquí a septiembre por falta de pago. Según escribe Robert Reich en Foreign Policy, los recortes en educación superior han exacerbado la desigualdad. En algunas universidades de elite, señala, hay más estudiantes de familias que pertenecen al 1% más rico que al 60% de hogares de menores ingresos.
Para Reich, exsecretario de Trabajo de Bill Clinton, ello implica un golpe mortal al “sueño americano” de las nuevas generaciones, que ya no tienen acceso como sus padres a vivienda y educación baratas o a la posibilidad de encontrar empleos estables y que les provean de seguros médicos.
Viento en popa
El naufragio de Trump ha puesto viento en las velas de la campaña de Biden, que figura 10 puntos por delante de Trump incluso en Estados como Florida, Ohio, Michigan, Pensilvania y Arizona, hasta ahora sólidos bastiones republicanos. Grupos como Republicanos por el Estado de Derecho, Proyecto Lincoln o 43 Alumni for Biden están impulsando el voto a Biden como la única forma de reconstituir el Grand Old Party.
Según un sondeo de The New York Times, un 62% cree que Trump perjudica en lugar de ayudar los esfuerzos contra la pandemia. Incluso en Texas, donde Trump ganó con un margen del 9% en 2016, Biden aparece con una ventaja del 5%.
Biden, por otra parte, cuenta con la ayuda de Trump, que ha gobernado haciendo gala de un racismo apenas disimulado con el fin de rentabilizar políticamente los agravios –ficticios o reales– de la mayoría blanca, exacerbando con ello una tendencia peligrosa: la de convertir a los partidos políticos en instrumentos de reivindicaciones identitarias.
De hecho, el solo hecho de pertenecer a una minoría étnica indica una propensión a votar demócrata. Y los blancos, a menos que tengan educación superior o vivan en una gran ciudad, son casi siempre votantes republicanos.
También en ese terreno el viento sopla a favor de Biden. Más de la mitad de la población blanca dice estar de acuerdo con las causas del movimiento Black Lives Matter. En un grado notable, las protestas han sido muy plurales racialmente.
The Economist, que combina sondeos con datos económicos, no da a Trump, al que califica de “hombre cruel y caótico”, más de un 10% de posibilidades de ganar. Terry McAulife, exgobernador de Virginia, prevé incluso un “tsunami demócrata” que les dará las dos cámaras del Congreso y la Casa Blanca.
La desidia de Trump frente a la crisis puede lograr una amplia coalición política para buscar un nuevo equilibrio entre el New Deal de Franklin Roosevelt y la Great Society de Lyndon Johnson y el Estado mínimo de Reagan.
La pandemia ya ha expandido a niveles sin precedentes en tiempos de paz los programas estatales: medidas masivas de estímulo fiscal, extensión de los subsidios de desempleo, ingreso mínimo vital para los más vulnerables, créditos blandos o sin intereses para empresas… Desde el estallido de la pandemia, el gobierno federal ha entregado una paga extra de 600 dólares semanales en los subsidios por desempleo para mantener el consumo.
El propio Milton Friedman escribió que solo las crisis –reales o percibidas– pueden provocar cambios reales, y que cuando ocurren llega el momento de las ideas que están esperando que “lo políticamente imposible se haga políticamente inevitable”.
Biden ha ido girando de un mensaje de continuidad y gestión administrativa competente a un discurso que propone más presión fiscal, regulación y gasto público y reformas estructurales en salud pública, infraestructuras, medioambiente, educación e igualdad racial. Y todo ello sin olvidarse de los viejos caballos de batalla del partido: subidas del salario mínimo, apoyo a los sindicatos, reforma de las leyes electorales y mayor cobertura de los programas MedicAid y MedicCare.
Biden se ha puesto a la izquierda de su antiguo jefe en cuestiones de salud pública, educación, comercio exterior y medioambiente. Un aumento del gasto federal y de los impuestos, ha advertido, será imprescindible, proponiendo elevar la tasa marginal más alta del 37% al 39,6% para quienes ganen 400.000 dólares anuales o más, y elevar del 21 al 28% el impuesto de sociedades.
Como producto de su colaboración con la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, su campaña ha desvelado un programa de dos billones de dólares para trazar un “rumbo irreversible” en la lucha contra el cambio climático, que, entre otras cosas, hará que el 100% de la electricidad que emita el país en 2035 sea 100% libre de emisiones.
Según escribe Michel Goldberg en The New York Times, ideas progresistas que parecían implausibles hasta hace poco ahora se han hecho “imaginables”.
Entierro prematuro
Pero Reich recuerda que en 1932 Trotski ya advirtió de que la mera existencia de privaciones nunca ha sido suficiente para provocar una insurrección. Si así fuera, escribió, las masas estarían en un estado de revuelta permanente.
Biden, que ha dicho que la campaña es una “batalla por el alma del país”, va a tener que convencer a los votantes de que el cambio no solo es factible sino, sobre todo, necesario. Difícilmente podría cumplir un programa tan ambicioso si no gana tres o más de los 23 escaños republicanos que se pondrán en juego en el Senado.
En las primarias, Biden, consciente de sus 77 años, se presentó como un candidato de “transición” que serviría de “puente” para una nueva generación de líderes demócratas. Ahora tiene la oportunidad de ser mucho más que eso.
En la crisis financiera de 2008, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, dijo que había terminado la “era del neoliberalismo”. Fue un entierro prematuro. Ningún gobierno de país desarrollado fue más allá de intentar una mejor gestión tecnocrática del mercado, como la que en su momento propusieron Bill Clinton, Tony Blair o Gerhard Schröder con la llamada “tercera vía”.
Cinco meses después de ser elegido senador a los 29 años, la muerte de su esposa y su hija en un accidente de carretera –y años después la de su hijo Beau por un cáncer– dio al candidato demócrata una inusual capacidad de empatía con el sufrimiento ajeno, una virtud de enorme valor en los tiempos que corren.
¿Obama 2.0?
Pero va a ser un retorno al pasado. Ni siquiera al de la época de Obama. En la página www.JoeBiden.com, los subtítulos de su plan económico –Build Back Better– de seis puntos para restaurar el poderío industrial del país son, en este orden: Compre en América, Fabrique en América, Innove en América, Invierta en América, Defienda a América y Suministre a América.
Es decir, un discurso políticamente atractivo en un año electoral, pese a que el proteccionismo no tiene mucho sentido económico. Si las empresas de EEUU produjeran todos sus suministros en el país, sus productos serían inaccesibles para la mayoría de sus consumidores y demasiado caros para exportarse.
En política exterior habrá una cierta restauración. No resulta extraño. En medio de la mayor crisis sanitaria y económica desde 1945, EEUU y sus aliados no pudieron ponerse de acuerdo ni siquiera en la redacción de un simple comunicado que estableciera una causa común.
Según Ivo Daalder, exembajador de Obama ante la OTAN, Trump nunca creyó en los pilares de la acción exterior de EEUU: alianzas, mercados abiertos y la promoción de la libertad y los derechos humanos. Pero Sigmar Gabriel, exministro de Exteriores alemán, advierte de que incluso si gana Biden, EEUU no regresará al atlantismo anterior. Con o sin Trump, escribe, el país seguirá mirando más al Pacífico y menos al Atlántico porque, entre otras cosas, los estadounidenses de ascendencia europea están dejando de ser la mayoría y, sobre todo, porque dos terceras partes de sus votantes creen que EEUU está desempeñando un papel desmesurado de “policía mundial” que ya no le corresponde.