Iván Duque prometió durante la campaña que le llevó a la Casa de Nariño que la seguridad sería la prioridad de su mandato. Pero apagar los últimos rescoldos de la violencia política y disminuir la de origen delictiva no será posible sin una drástica caída de los cultivos clandestinos de coca. Duque propuso que la erradicación fuese obligatoria porque la mayor amenaza de Colombia, advirtió, era el “combustible para el terrorismo” que suponen los cultivos ilícitos. La fumigación se hará, insistió, con químicos que no representen riesgos para la salud humana y el medioambiente.
La industria cocalera está experimentando un boom con escasos precedentes. Según la ONU, en 2017 se cultivaban en el país unas 150.000 hectáreas de hoja de coca, la mayor extensión desde 2001, cuando el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de la ONU (Simci) comenzó a llevar registros oficiales. En el primer año contabilizó 144.087 hectáreas.
En septiembre, Washington amenazó con descertificar a Colombia por su escasa fiabilidad como socio contra el narcotráfico. La última vez que ocurrió algo parecido fue en los años noventa, cuando al entonces presidente y después secretario general de Unasur, Ernesto Samper, se le negó el visado para entrar en EEUU por sus presuntas conexiones con el cartel de Cali.
Caldo de cultivo para el narcotráfico
A Duque no le va ser fácil cumplir sus promesas. La fumigación aérea con herbicidas (glifosato) fue prohibida por sucesivos dictámenes de la Corte Constitucional a lo largo del mandato de Juan Manuel Santos. Los acuerdos de paz entre su gobierno y las guerrillas de las FARC han reducido la violencia a sus menores niveles desde los años setenta. La actual tasa de homicidios ronda los 26 por 100.000 habitantes. En 1991 fue de 431.
La paradoja es que la desmovilización de la guerrilla ha creado el caldo de cultivo para la bonanza cocalera. El programa de sustitución de cultivos del acuerdo de paz –que prometió la entrega de 12.000 dólares durante dos años a familias campesinas que reemplazaran los arbustos de coca por cacao, café o plátanos– apenas ha avanzado. Y a veces ha sido incluso un incentivo perverso. La coca siempre se puede cambiar por ayudas económicas. El café no.
Al final de su lucha armada, las FARC se convirtió en un protector de los cocaleros y hasta en competidor de los carteles y árbitro del negocio, que ahora se ha hecho más anárquico. El pasado octubre en enfrentamientos con la policía murieron siete cocaleros que protestaban contra los programas de erradicación.
Fuente: El Colombiano
El dinero del narco es ubicuo en los departamentos de Nariño y Cauca. Grupos de disidentes de las FARC como el que lidera Walter Arizala, alias Guacho, que cuenta con unos 200 hombres armados en la zona del Putumayo, se han convertido en una especie de guardia pretoriana de los carteles mexicanos. No es extraño. En Nariño convergen los más extensos narcocultivos del país (42.000 hectáreas), abundantes centros de procesamiento (cocinas) y rutas de salida al Pacífico.
Otro santuario cocalero es Catatumbo, un departamento cercano a la frontera con Venezuela y donde los llamados Pelusos, disidentes del ELN, se disputan las rentas de 25.000 hectáreas de sembríos de coca. Según la policía colombiana, de Venezuela parten los vuelos clandestinos que llevan la cocaína producida en Catatumbo a República Dominicana y de ahí a EEUU. Cuando el ejército capturó una de las caletas (zulos) de Guacho, encontró ocho fusiles, dos ametralladoras, cuatro lanzagranadas, dos granadas y gran cantidad de munición. Solo una de sus cocinas destruida por la policía colombiana el pasado octubre tenía capacidad para producir dos toneladas de cocaína a la semana.
Según El Tiempo de Bogotá, Guacho trabaja para el cartel mexicano de Sinaloa, que controla sus negocios en Colombia desde varios municipios de Tumaco y Nariño. La propia DEA, la agencia antinarcóticos de EEUU, pidió hace unos meses a Bogotá verificar si uno de los hijos del capo mexicano Joaquín Chapo Guzmán viajó a Medellín para negociar en nombre del cartel de Sinaloa con narcos paisas (antioqueños).
En junio de 2017, la policía colombiana capturó a 16 mexicanos que intentaban sacar una tonelada de cocaína de Nariño para llevarla a México. Un cargamento de ese volumen cuesta alrededor de seis millones de dólares en Colombia y se vende por un precio 10 veces mayor en EEUU.
En las cocinas de las regiones amazónicas colombianas, un gramo de cocaína de gran pureza puede costar menos de un dólar. Un kilo puesto en Nueva York puede alcanzar los 30.000 dólares. Y en la calle ese precio se triplica después de ser adulterada con otras sustancias.
La conexión latina
Los Zetas y los carteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación no son los únicos interesados en los santuarios cocaleros colombianos. También brasileños, ecuatorianos y venezolanos quieren parte de la tarta. No es casual.
Hoy Brasil es el segundo mayor consumidor de cocaína del mundo después de EEUU. La llamada Familia del Norte (FDN), el poderoso cartel brasileño que controla los bajos mundos de Manaos, la capital amazónica del país, recibe unos 600 kilos de cocaína cada 20 días, unas 11 toneladas al año, del cartel colombiano de los Caqueteños, según estimaciones de la policía brasileña.
Desde Caquetá, donde se cultivan unas 34.305 hectáreas de coca, la cocaína se transporta a Manaos y de ahí al puerto paulista de Santos, donde gran parte se embarca después hacia Guinea-Bisau y Europa.