Ante un ataque terrorista de envergadura, algunos países con la capacidad militar necesaria pueden llevar a cabo respuestas desmedidas y errar en sus cálculos de coste-beneficio. No solo los gobiernos, sino también los ciudadanos, pueden embarcarse en aspiraciones equivocadas. Le pasó a Estados Unidos tras el 11-S de 2001. Y ahora le está pasando a Israel tras la matanza de Hamás del 7 de octubre de 2023, que, comprensiblemente, provocaron un trauma nacional.
No es solo que pierdan la cabeza, sino que algunos grupos en posiciones de poder aprovechan para hacer avanzar agendas concretas y cambiar una realidad que acaba siendo tozuda. Netanyahu y los que le apoyan quieren cambiar el orden de Oriente Próximo. Lo está consiguiendo a corto. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cinco, diez años? Cambiar el statu quo puede resultar peligroso, sobre todo si se hace desde bases injustas. La realidad puede volver, cargada de más odio y violencia.
Tras el 11-S, EEUU se lanzó, con el aval legitimador del Consejo de Seguridad de la ONU en la mal planteada invasión de Afganistán. País que abandonó junto con sus aliados de forma vergonzante en 2021, dejando a sus mujeres y hombres a merced del régimen talibán que cumplió este año tres años en el poder. También, promovida por los neoconservadores que pretendían redibujar toda la zona en base a la exportación de la democracia occidental, se metió en la invasión de Irak en 2003, que nada tenía que ver con el 11-S.
Su forma insensata de pensar y actuar llevó a la ilegal, basada en mentiras sobre las supuestas armas de destrucción masiva, entrada en Irak y el desmantelamiento de su Estado, que generó el nuevo terrorismo del Daesh, soliviantando la región y dando más alas a Irán. Biden votó a favor, por cierto. No solo eso, sino que en parte Estados Unidos dejó de ser una democracia, al menos un estado de Derecho, con leyes como la tristemente famosa Patriot Act y otras que acabaron con muchas garantías jurídicas, afortunadamente revisadas después en algunas de sus partes más extremas.
A falta de información, por los hechos se ha de juzgar lo que está haciendo el Gobierno de Netanyahu, con un amplio apoyo de los israelíes. Está queriendo cambiar la realidad de la seguridad del país y de su futuro personal, y el de la región. Un nuevo orden que vaya más allá de la destrucción de los que atentan contra su propio territorio. Y lo quiere hacer antes de que haya un nuevo presidente o presidenta en la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Estamos presenciando una lucha de futuro contra pasado, de geografía contra historia, de demografía contra fuerza armada, de razón de Estado contra humanidad.
Israel ha demostrado su fuerza contra Hezbolá. Tenía penetrado hasta la médula este movimiento, como han puesto de relieve los ataques con buscas y walkie talkies, y haber alcanzado a dirigentes importantes, siendo el más consecuencial la muerte del líder, Hassan Nasrallah. Poco importan, en estos éxitos de inteligencia y armas, la masiva muerte de civiles en Gaza, en el Sur de Líbano, en Beirut, en Cisjordania. Y aunque Israel ha arrasado Gaza, no supo ver venir el ataque del 7 de octubre y un centenar de rehenes siguen en la Franja en manos de Hamás.
Israel se defiende, pero en algunas formas de hacerlo pierde una legitimidad que aumentó el 7 de octubre y que necesitará en el presente y en el futuro, además de humanidad y democracia. Está alimentando un odio que, con el tiempo, se volverá contra él. Pensemos en los niños que con siete o diez años han vivido las matanzas en Gaza –que intentó vaciar, pero Egipto lo paró–, las incursiones en Cisjordania o los bombardeos en Líbano, los tullidos que quedan, más aún que las decenas de miles de muertos, y la destrucción. ¿Cómo lo verán los supervivientes dentro de diez años, cuando hayan crecido y se encuentren sin perspectivas vitales, si es que no los echan? Israel puede diezmar a Hamás o a Hezbolá ahora, pero bajo esa u otra forma, esos movimientos volverán.
Y no es fácil resolverla. La cuestión, para Netanyahu y los que le apoyan, es cambiar la realidad para el actual Israel. Sí, acabar con los que le atacan. Y hacer imposible una solución en dos Estados, que ya es casi imposible de por sí, y más con una Autoridad Palestina que se ha quedado sin auctoritas alguna. Se trata de debilitar a sus enemigos externos ¿y avanzar hacia el Gran Israel? ¿Quién lo reconocería? Pero nadie desde fuera parece poder influir sobre Israel en estos momentos, salvo, de momento, que ataque directamente a Irán. Estados Unidos, su valedor prácticamente incondicional, le sigue enviando masivamente armas. Europa está dividida e impotente, y la ONU, como se ha visto estos días en Nueva York, inoperante, y frontalmente desafiada por Netanyahu.
Los países árabes cercanos, los que han reconocido a Israel, prefieren mantenerse callados de momento. Aunque miran a lo que de verdad les importa, que no son los palestinos, sino Irán. Teherán se ha visto debilitado por la sucesión de su Líder Supremo, el ayatolá Jamenei. Humillado por algunos atentados israelíes, a Irán no le interesa que la situación escale hacia una guerra regional. Además, nunca responde en frío. Aún tiene peones que mover, pero están diezmados: los restos de Hezbolá, los huzíes –el último objetivo de Israel en Yemen–, y algunos otros. Netanyahu quiere acabar con la capacidad iraní de fabricar armas nucleares cuando Teherán ha vuelto a dar muestras de querer volver a la senda de un acuerdo para el control de su material nuclear con EEUU.
Los gobiernos árabes que estaban en este juego tendrán ahora más difícil o imposible retomar los llamados Acuerdos de Abraham con Israel. Claro que ese fue un objetivo de Hamás con su ataque del 7 de octubre, días antes de que Arabia Saudí, la pieza mayor, se fuera a sumar a ellos.
“Si es necesario estar diez años en esta situación, estaremos diez años en esta situación”, señaló uno de los portavoces castrenses israelí. “Estamos dispuestos para lo que sea necesario y el tiempo que sea necesario”, recalcó. Puede que en lo inmediato Netanyahu gane en términos personales. Ha recuperado su popularidad, no tiene rival, el “partido de la paz” está ausente. Los juicios contra él por corrupción y abuso de poder se demorarán, pero ha empezado a sentir el aliento de la Corte Penal Internacional de la que Israel no es parte, pero por la que se ve cada vez más afectado. Gana seguridad inmediata, pero puede generar una dinámica regional perversa que escape a todo control. Líbano puede caer en un caos indomable, y convertirse en la chispa de un conflicto regional. Ganar militarmente no equivale necesariamente a ganar políticamente, como Israel lo comprobó en la guerra de 1973, la del Yom Kippur.
El presente ya ha cambiado, desde luego. Pensar en intentar influir en el futuro es humano, a sabiendas de que ese futuro nunca acaba siendo como se planea. Como escribiera Antonio Machado, “ni está el mañana –ni el ayer– escrito”. Se necesita otro futuro, quizás otra visión del pasado, para Israel, Palestina y la región muy diferente al que intenta provocar Netanyahu. Hay que acordase de las insensateces occidentales de esta primera parte del siglo, desde Afganistán, a Irak, a Siria, o Libia. “El sueño de la razón produce monstruos”, apuntó Goya en su famoso aguafuerte.
Se echan de menos, hoy, respuestas medidas y sensatas. Cabe señalar, por ejemplo, que España no perdió la cabeza con los atentados del 11–M de 2004.