Esta semana en Informe Semanal de Política Exterior: comercio transatlántico.
La propuesta de Barack Obama de impulsar un acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea, el llamado Transatlantic Trade and Investment Partnership (TIIP), sería, de aprobarse, un hito en las relaciones transatlánticas comparable a la creación de la OTAN. La liberalización de los intercambios bilaterales daría origen al mayor bloque comercial del mundo. Las dos zonas suman el 30% del comercio y el 47% del PIB mundiales y una población de 800 millones de personas. Se estima que un tratado de libre comercio transatlántico crearía dos millones de empleos en los próximos años y añadiría un 0,4% anual al PIB de EE UU y un 0,5% al europeo.
El comercio bilateral, por debajo de su potencial (650.000 millones de dólares en 2012) podría crecer un 20% hasta 2020. John Kerry, el secretario de Estado de EE UU, aprovechó su reciente visita a Europa para vender la idea a Angela Merkel, que la recibió con entusiasmo. Los factores geoestratégicos son tan –o más– importantes que los comerciales.
El nuevo bloque reforzaría considerablemente su competitividad al impulsar los intercambios financieros, tecnológicos y de propiedad intelectual. ¿Quiénes serían los principales perjudicados? Básicamente los países emergentes, especialmente China, que ha desplazado ya a EE UU como primer exportador mundial. El posible acuerdo responde además a los deseos de muchas multinacionales de ambos lados, frustradas por las barreras no arancelarias que les dificultan –o encarecen– su entrada en el otro mercado. Ante este cúmulo de ventajas, la pregunta obvia es porqué no se intentó antes.
De hecho, el primer intento fue hace unas tres décadas, pero no hubo manera de desenredar la maraña de problemas que encierra un acuerdo de esa magnitud. Ahora tampoco va a ser fácil. Los plazos fijados por Estados Unidos y Alemania son demasiado perentorios: las negociaciones del TIIP tendrían que cerrarse a finales de 2014.
El problema no es tanto la reducción de los aranceles a cero (ahora inferiores al 4% de media) sino la eliminación de las laberínticas barreras no arancelarias y las regulaciones en materia técnica, de calidad, etiquetado o seguridad. Los transgénicos, por ejemplo, son habituales en EE UU pero están muy restringidos en Europa. Teniendo en cuenta los intereses en juego y lo lentas y complejas que suelen ser esas negociaciones, 18 meses es muy poco tiempo.
Las divergencias intraeuropeas son también considerables. El libre comercio siempre origina perdedores y nadie quiere estar en ese grupo. Las diferencias en materia agrícola, ganadera y medioambiental son tan importantes que el optimismo de Karel De Gucht, el comisario de Comercio, parece un tanto ingenuo. Por otra parte, ningún país europeo se va sacrificar en el altar de las ambiciones geoestratégicas transatlánticas.
En Alemania, el Die Welt ha advertido que Europa “no se debe meter en la cama” con EE UU en asuntos comerciales. Francia, por su parte, teme la entrada de los productos agrícolas y cárnicos estadounidenses por la forma como se producen y controlan, y sobre todo por la amenaza que representan para su sector agroalimentario. Esa posición, de momento, es compartida por los países del Sur, todo lo cual anticipa una negociación ardua y larga.
Para más información:
The Economist, «Free trade across the Atlantic: Come on, TTIP». Artículo, febrero 2013.
Tyson Barker, «For Transatlantic Trade, This Time Is Different». Foreign Affarirs, febrero 2013.
Cristina Teijelo Casanova, «Relaciones transatlánticas: por una mayor integración». Economía Exterior 51, invierno 2009-2010.