Rueda de prensa de Donald Trump durante la Cumbre de la OTAN (Bruselas, 12 de julio de 2018). OTAN

Irán y la relación transatlántica

Enrique Mora Benavente
 |  6 de agosto de 2018

El 7 de agosto el gobierno de Estados Unidos volverá a aplicar sanciones a Irán por su programa nuclear. Estas medidas habían sido suspendidas tras el acuerdo alcanzado en julio de 2015. Suspendidas, no terminadas, como medida cautelar por si Teherán no cumplía su parte del acuerdo. Pero la República Islámica sí lo ha hecho, según reiterados informes del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). Es EEUU, hoy, el que deja de cumplirlo.

Ha sido una de las decisiones más relevantes del presidente Donald Trump. Sus consecuencias sobre tres factores, la estabilidad –ya precaria– de Oriente Próximo, la seguridad en Europa y la relación transatlántica, son imprevisibles. Este post intenta, siquiera brevemente, analizarlos.

La administración de Barack Obama diseñó una estrategia de salida, parcial pero sustantiva, de Oriente Próximo. Las miles de víctimas estadounidenses en las guerras de Irak y Afganistán y la factura astronómica de estas operaciones eran factores internos que presionaban en esa dirección. Junto a ello, un sentimiento profundo en los círculos de política exterior y de seguridad de EEUU de estar cayendo en el síndrome histórico de gran potencia que se implica en cada rincón del mundo más allá de su capacidad real, aconsejaba disminuir radicalmente la presencia en una región que, una vez alcanzada la autosuficiencia en hidrocarburos, había perdido relevancia estratégica para EEUU.

Pero antes de irse había que resolver un problema: el programa nuclear iraní. Una república islámica con armas nucleares era una amenaza directa y real a la seguridad nacional de EEUU –y a la nuestra, y a otras muchas cosas–. Fruto de esa convicción fue el acuerdo de 2015. El presidente Obama no siguió, sin embargo, el camino de normalización de las relaciones con Irán que el acuerdo habría permitido al menos explorar. No formaba parte de él, pero sí estaba en su lógica política. Una única conversación telefónica con el presidente Hasan Rohaní fue todo. Y, caminando en sentido contrario, suministró armas, más y más sofisticadas, a las monarquías del golfo Pérsico para paliar los temores causados por el acuerdo nuclear.

El presidente Trump se encontró así con una situación que era mucho más fácil de revertir de lo que parece ser opinión común. El acuerdo habla de centrifugadoras, de enriquecimiento de uranio, de medicina nuclear. Se inscribe en una especie de burbuja política, al margen de cualquier contexto regional o global. Trump cumple su promesa electoral –una característica de su año y medio en la casa Blanca es el grado de cumplimiento de sus promesas– y se retira del acuerdo, haciéndolo difícilmente viable. El problema es que esa retirada va acompañada de una estrategia de confrontación abierta, directa, con Teherán que añade combustible a una situación fácilmente inflamable.

La administración Trump no tiene la menor intención de volver a implicarse militarmente en Oriente Próximo para sustentar esa estrategia. Al contrario, aunque por vías completamente diferentes, ha llegado a la misma conclusión que la denostada administración precedente: el interés nacional de EEUU está mejor servido si deja de hacer lo que ha hecho desde la Segunda Guerra Mundial, garantizar la seguridad en la región. El problema radica en que el nuevo sistema de seguridad inherente a la estrategia Trump (por supuesto que hay una estrategia) tiene como garantes a –y por tanto está al servicio de– Israel y las monarquías del Golfo, principalmente Arabia Saudí.

Resulta difícil pensar que Teherán aceptará un sistema que le impide desarrollar sus aspiraciones de potencia regional, incluso las legítimas. Tampoco parece razonable esperar que lo acepten los gobiernos de Irak, Líbano o la Siria de Bachar el Asad. Por no hablar de países clave como Turquía y, últimamente, Rusia. Se trata de una política que genera inestabilidad, cuyas piezas clave son la retirada del acuerdo nuclear, la presión brutal sobre Irán y la futura propuesta Kushner-Greenblatt para el conflicto palestino-israelí, que permitirá el acercamiento y la cooperación abierta entre Israel y la casa de Saud. Una política, en definitiva, cuya única esperanza de virtualidad es un muy incierto cambio de régimen en Teherán.

 

Riesgo para la seguridad de Europa

Un Oriente Próximo inestable es un riesgo de seguridad para Europa. La crisis del euro puso en jaque los cimientos de la construcción europea (y volverá a hacerlo). Pero fue la crisis de los refugiados la que representó una amenaza existencial para la UE.

Acostumbrados a décadas de conflicto palestino-israelí, de consecuencias inapreciables en la seguridad europea, salvo algunos episodios terroristas de los años setenta, rápidamente reconducidos por el liderazgo palestino, y que ha permitido por tanto una política predominantemente declarativa, el desbordamiento de la guerra en Siria cogió a la Unión por sorpresa. Simplemente, no estaba en el horizonte mental la posibilidad de una desestabilización profunda causada por una crisis en su vecindad sur. Paradójicamente, la UE lo está, y mucho, si viene de la vecindad este. La asimetría de amenazas ha sido decisiva en esta diferencia, pero ahora ya sabemos a qué atenernos. Cuando la UE trata de oponerse a esta política de completo aislamiento de Irán, no está sino velando por su propia seguridad.

Pero es quizá la vertiente transatlántica de esta cuestión la más reveladora de cómo la administración Trump entiende el papel de EEUU en el mundo. El propio presidente fue explícito en el carácter extraterritorial de las sanciones impuestas. Es decir, no solo se prohíbe a las compañías bajo jurisdicción estadounidense ejercer diversas actividades en Irán y con contrapartes iraníes, sino que esa prohibición se extiende a todas las empresas, a todos los Estados, y a cualquier habitante del planeta, sea cual sea su nacionalidad o lugar de residencia.

Las sanciones, salvo las impuestas por el Consejo de Seguridad de la ONU, son por definición medidas unilaterales. Están destinadas, normalmente, a modificar comportamientos. Su eficacia es directamente proporcional a su universalidad. Si hace unos años Irán aceptó sentarse a la mesa y negociar de buena fe un programa nuclear que, pese a las protestas iraníes en contrario, tenía un fin predominantemente militar, fue por las duras medidas, en particular las relativas al petróleo y el sistema financiero, impuestas por el Consejo de Seguridad. Ni siquiera Corea del Norte ha suscitado el mismo consenso internacional a la hora de imponer medidas restrictivas.

Parte del error de la retirada de EEUU del acuerdo nuclear es dilapidar ese gigantesco capital político al que todavía se podía acudir para ejercer presión sobre Teherán. Ahora, Washington quiere reconstruir, vía imposición, no consenso, ese cuadro de sanciones. No va a funcionar.

La imposición es particularmente llamativa en el caso de los aliados europeos y del Pacífico. Desde que, hace aproximadamente un siglo, EEUU llegara a la prevalencia global, ha sido descrito en numerosas ocasiones como un “hegemón benigno”. No ha dudado, por supuesto, en usar la fuerza cuando creía comprometido algún interés vital. Pero durante décadas ha construido un orden global en el que casi cualquier Estado podía encontrar no ya acomodo, sino un marco para relacionarse, comerciar y crecer. Y, a diferencia de imperios anteriores, ese denominado orden liberal ha incluido a potenciales adversarios. No se puede entender el ascenso de China sin el mundo económicamente abierto, de rutas seguras y un entramado de organizaciones internacionales diseñadas para fomentar la cooperación internacional.

En este orden global, los socios y aliados de los EEUU se han sentido dueños y copartícipes, no vasallos. Han tenido un margen de autonomía en su acción exterior inimaginable en cualquier momento similar de la historia. La magia provenía de que el orden no necesitaba ser impuesto, era voluntario y a veces entusiásticamente aceptado (empezando en el plano, clave, de las ideas). La profunda ambigüedad de China en este punto es uno de los determinantes del cambio global en la última década. En otras palabras, el poder de EEUU ha venido, en gran medida, de su forma de ejercer ese poder. Castigar ahora con dureza a socios, aliados y amigos en aras de una política que casi nadie comparte es un viraje profundo de ese modelo. Pone en cuestión elementos básicos de él como la supremacía –y la utilidad– del dólar en las transacciones internacionales.

La incapacidad de la UE de dar una respuesta jurídica a este desafío muestra hasta qué punto el sistema diseñado por EEUU para proteger su interés nacional de una forma más inteligente que ningún hegemón previo es parte de nuestro propio sistema. Pero si Washington rompe la baraja, ¿cuál es ahora el juego?

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