El 18 de diciembre de 2011, el último convoy de soldados americanos abandonó Irak. Desde 2012, únicamente la embajada estadounidense, ese gigantesco complejo que alberga a 16.000 diplomáticos, funcionarios, y contratistas militares, queda como recordatorio de la invasión del país. Eso y el legado de la guerra. Desde la retirada de Estados Unidos, Irak ya no es noticia –o, por lo menos, no representa un agujero negro en la política exterior americana–, pero el estado del país es igual o peor que durante la ocupación. Once años después de su comienzo y dos después de su fin oficial, el legado de la guerra de Irak es desastroso.
La única buena noticia concierne al Kurdistán iraquí. En el pasado, los kurdos, un pueblo sin Estado, fueron masacrados con armamento químico por Sadam Hussein. En la actualidad han logrado obtener un grado considerable de autonomía y apoyar desde el norte de Irak la causa kurda en la región. Siria, Turquía e Irán también tienen un historial de represión de sus minorías kurdas.
El resto de la historia es desolador. Dentro de sus fronteras, Irak permanece desgarrado por las tensiones sectarias que desencadenó la invasión americana. El derribo de Hussein supuso un traspaso de poder de musulmanes suníes a chiíes, que son mayoría en el país. La incompetencia de las autoridades estadounidenses, unida a la marginación política de los suníes, detonó una guerra civil entre 2006 y 07, con las tropas americanas atrapadas en el fuego cruzado. La violencia no amainó hasta que la comunidad suní, aprovechando la oportunidad ofrecida por el general David Petraeus, decidió colaborar con las fuerzas americanas.
La relación entre ambas comunidades continúa envenenada. 2013 se ha cerrado con la mayor cifra de muertos en los últimos cinco años: más de 1.750 tan solo entre abril y mayo. 2014 amenaza con ser peor. El 17 de febrero, una serie de bombas en barrios chiíes de Bagdad mataron a 17 iraquíes. El día 28, murieron otros 38 en circunstancias similares. Los ayuntamientos de Tikrit y Samarra han sido asaltados por hombres armados. Peor aún, la región occidental de Al Anbar se ha convertido en el escenario de una nueva batalla entre ejército e insurgentes. De un lado está el gobierno de Nuri al-Maliki, cuyo Partido Islámico Dawa es la principal fuerza chií en el país. Del otro está el Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIL), un grupo sunita extremista que opera a ambos lados de la frontera entre Irak y Siria. ISIL se originó tras la invasión de 2003 y rompió recientemente con Al Qaeda en Irak por considerar la organización demasiado moderada. El enfrentamiento, que de nuevo tiene en la ciudad de Faluya uno de sus principales campos de batalla, se ha saldado ya con 1.800 muertos y 300.000 desplazados.
La actividad del ISIL es aún más intensa en Siria. El grupo armado tiene un papel destacado tanto en la guerra contra el régimen de Bachar el Asad como en la lucha contra facciones menos extremistas de la oposición siria. Durante la invasión de Irak, los 620 kilómetros de frontera con Siria se convirtieron en un punto de entrada de grupos armados extremistas. Once años después el flujo es el mismo, pero en sentido contrario.
En su lucha contra el extremismo del ISIL, al-Maliki no puede apelar a la legitimidad democrática. Los ocho años de Dawa en el poder se han caracterizado por un creciente autoritarismo. Las ejecuciones sumarias son el pan de cada día. Human Rights Watch ha revelado que miles de mujeres iraquíes están siendo encarceladas, torturadas y abusadas sexualmente. “¿Cómo de diferente –se pregunta el reputado periodista Robert Fisk– es la justicia en el Irak de hoy a la del Irak de Sadam Hussein?”
En este contexto, la reciente dimisión de Moqtada al Sadr añade leña al fuego de la inestabilidad. El clérigo chií, cuyo Bloque Sadr resultó clave para determinar el ascenso de al-Maliki, se convirtió en uno de los principales opositores al primer ministro el año pasado. Sadr ha exigido que ninguno de sus 40 diputadose se arrogue la autoridad de hablar en nombre del partido.
De cara al exterior, Irak continúa siendo un quebradero de cabeza. Si su frontera occidental sirve para alimentar a la insurgencia en Siria, la oriental –1.450km compartidos con Irán– es igual de determinante. Que un Irak democrático se vería atraído a la órbita de Irán, principal potencia chií, resulta, en retrospectiva, una obviedad. Al parecer nunca entró en los cálculos de Washington, cuya invasión ha servido para aumentar la influencia de su principal enemigo en la región. El resultado es un país que, lejos de haberse convertido en ejemplo de democracia liberal, alimenta el conflicto fraticida entre suníes y chiíes en Oriente Próximo.
La aventura emprendida en 2003 ha costado 190.000 vidas y 2,2 billones de dólares. El legado, tanto a nivel estratégico como humanitario, es nefasto. Y aunque Barack Obama haya lavado la imagen de la presidencia americana, los crímenes cometidos por la administración de George W. Bush han dañado de forma irreparable la autoridad moral de EE UU. La actitud de políticos como John Boehner y John McCain, que apoyaron la invasión de Irak y ahora se rasgan las vestiduras ante la intervención rusa en Ucrania, no es otra cosa que un acto de hipocresía.
Para más información:
Pedro Rojo, «Lucha por el poder en Irak a la espera de Siria». Política Exterior 147, junio-julio 2012.
Juan Cole, “Islamic State of Irak & Levant too Extreme for al-Qaeda (Not the Onion)”. Informed Comment, febrero de 2014.
Brown University, Costs of War Project.
Human Rights Watch, “No One is Safe”. febrero de 2014.