Desde la más remota antigüedad, Oriente Próximo ha padecido una y otra vez, como una maldición cíclica, la devastación que provocan las invasiones de tribus bárbaras, la disolución de las fronteras de los imperios y la violencia interétnica que surge periódicamente en territorios densamente habitados por una miríada de etnias, confesiones y sectas religiosas.
Un testigo de la época describió la destrucción de Bagdad en 1258 por el imperio mongol como si se hubiese tratado de “nubes de halcones hambrientos abatiéndose sobre una bandada de palomas o como lobos rabiosos atacando una manada de ovejas”. En la antigua capital del califato abasí, las aguas del Tigris se volvieron primero rojas por la sangre de las víctimas y luego negras por la tinta de los libros destrozados por las “hordas doradas” del jefe mongol Hulagu Khan, nieto de Gengis Khan.
Hacia 1914, la tercera parte de la población bagdadí era judía. En 1948 y los años siguientes 120.000 judíos iraquíes huyeron al recién fundado Estado de Israel. Todas sus propiedades fueron confiscadas y sus sinagogas convertidas en mezquitas. No sería la última limpieza étnica de la era moderna de la antigua Mesopotamia. En 2003, la invasión de Irak abrió las “puertas del infierno”, como dijo el entonces secretario general de la Liga Árabe, Amro Mussa.
En 2003 había en Irak entre 1,2 y 1,5 millones de cristianos, un 4% de la población. Hoy no quedan más de 300.000, el 0,9%, un verdadero apocalipsis para una iglesia fundada, según la leyenda, por el apóstol Tomás en su camino hacia la India. En las casas de cristianos, los insurgentes suníes y luego los yihadistas comenzaron a pintar la letra árabe N –nun por nazareno– para conminarlos a convertirse al islam, pagar un diezmo –jizya– o abandonar las ciudades y pueblos de la provincia de Nínive en los que vivían.
La mayoría lo hizo, huyendo como los yazidíes (un pueblo preislámico heredero de las religiones mistéricas babilónicas) al Kurdistán iraquí o a Europa y América del Norte. En Siria, de los 50.000 cristianos, el 70% greco-ortodoxos, que vivían en Homs y Alepo en 2011, ya casi no queda ninguno. El patriarca de la Iglesia caldeo-asiria, Mar Dinkha IV, vivía en Chicago. Hoy hay ya más personas que hablan arameo en Detroit que en Bagdad.
Y ahora, cuando comienzan a apagarse los rescoldos de la guerra contra el Daesh en Irak y Siria tras la caída de Raqa, la capital yihadista, y de Mosul, la segunda ciudad más poblada de Irak, recién se comienza a apreciar en toda su magnitud la destrucción provocada por las guerras que comenzaron en 2003 y que se expandieron como un reguero de pólvora desde de un extremo a otro del mundo árabe tras las revueltas que estallaron en 2011 en Túnez.
Según la ONU, la mitad de la ciudad vieja de Mosul y una tercera parte de la de Alepo están en ruinas. Cientos de minaretes, monasterios, museos y monumentos han sido destruidos por los combates o el vandalismo yihadista. Estimaciones de la Unesco señalan que 22 de los 38 patrimonios culturales de la Humanidad en peligro hoy en el mundo están en Oriente Próximo. Solo Europa tras la Segunda Guerra Mundial ofrecía un panorama tan desolador.
A comienzos de 2015, Daesh filmó a sus militantes saqueando el museo de Mosul y destruyendo el colosal Toro Alado de Nínive. Meses después, cuando ocupó la antigua ciudad romana de Palmira en la Siria central, voló sistemáticamente varios de sus templos y decapitó al arqueólogo sirio de 84 años Khaled al Asad, que dedicó su carrera a proteger sus ruinas.
Los desplazados iraquíes y sirios han empezado ya a regresar a sus antiguos hogares, pero solo para encontrarse con verdaderas ciudades fantasma que carecen de las mínimas infraestructuras que necesitan para recuperar algo parecido a una vida normal.
Las imágenes tomadas por drones y satélites muestran en Raqa y Mosul kilómetros de kilómetros de edificios dañados, de calles sembradas de cráteres y de monumentos, plazas y mercados convertidos en escombros.
De los 300.000 habitantes que tenía Raqa en 2014, cuando cayó en manos de Daesh, más de la mitad escapó, dejando atrás un infierno en el que los yihadistas ejecutaban en purgas masivas a cientos de supuestos herejes y apóstatas. Cuando los últimos reductos del califato de Daesh fueron reconquistados por una coalición de milicias árabes y kurdas armadas por EEUU, solo quedaban 25.000 de los antiguos pobladores de la ciudad.
En 2011, el Consejo Internacional de Museos entregó a la OTAN y a las potencias regionales una lista de los sitios de herencia cultural de la humanidad que debían ser protegidos de los combates. Según varias resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, incluida una del pasado junio promovida por la Unesco, Italia y Francia, la destrucción de monumentos culturales es un crimen de guerra vinculado al terrorismo y la limpieza étnica. La UE ha incorporado formalmente la protección del legado cultural en los mandatos de sus 16 misiones militares y civiles en el mundo.
Pero todo ello ha servido de poco. Cinco meses seguidos de bombarderos aéreos han destruido casi por completo las redes eléctricas y del agua de Raqa y Mosul. En Mosul, Daesh hizo volar en pedazos unos 15 santuarios religiosos, pero los combates para reconquistar la ciudad destrozaron otros 38. En Alepo, los bombarderos rusos han dejado en ruinas la iglesia de Simón el Estilita, que según la leyenda albergaba el pilar donde el monje estuvo sentado durante cuarenta años.
El producto del saqueo de museos y yacimientos arqueológicos se puede apreciar en diversas webs de Internet de antigüedades que ofrecen desde tabletas de arcilla con inscripciones cuneiformes sumerias y asirias a estatuas griegas y romanas de origen oscuro.
En la parte oriental de Mosul, entre el 80-90% de la población que huyó de la ciudad en 2014 ya ha regresado a sus hogares. Pero los nueve meses de combates por casa por casa han dejado inhabitables los sectores occidentales en los que los yihadistas se atrincheraron en la fase final de la batalla. Barrios enteros han sido borrados del mapa.
Decenas de mezquitas centenarias –incluida la de Al Nuri, construida en el siglo XII célebre por su minarete medieval–, hospitales, escuelas y universidades han desaparecido por los bombardeos. Recuperar los servicios básicos para sus 1,1 millones de habitantes costará, según la ONU, más de 1.000 millones de dólares.