Hace once meses que Donald Trump entró en la Casa Blanca prometiendo un giro copernicano en la política exterior de Estados Unidos. Se acabó el furor por las intervenciones militares en el extranjero. De ahora en adelante, el gobierno pondría por delante los intereses de sus ciudadanos corrientes y dejaría de obedecer a un establishment obsesionado con aventuras bélicas.
¿Qué queda de aquel compromiso? Poco o nada. El desarrollo de la acción exterior estadounidense hoy corre a cargo de un triunvirato de generales: John Kelly, jefe de gabinete del presidente; H.R. McMaster, su asesor de seguridad nacional, y James Mattis, secretario de Defensa. Sus acciones guardan poca relación con el aislacionismo que Trump prometió en campaña y que esperaban sus seguidores más ultraderechistas, poco afines a las intervenciones militares y centrados en potenciar el supremacismo blanco dentro de EEUU.
A juzgar por informaciones recientes, la deriva neoconservadora de la administración ha llegado para quedarse. El 30 de noviembre, el New York Times revelaba que el secretario de Estado, Rex Tillerson, podría ser relevado de su puesto “en las siguientes semanas”. La diplomacia estadounidense pasaría a manos de Mike Pompeo, actual director de la CIA. A Pompeo, siempre según el NYT, le sustituiría el senador por Arkansas Tom Cotton.
La primera noticia no sorprende. Tillerson, cuya relación con Trump parece pésima, acumula un mandato desastroso. A su enfrentamiento con el propio cuerpo diplomático, con motivo de un duro ajuste presupuestario, se unen discrepancias con su superior. A través de su cuenta de Twitter, el presidente mantiene posiciones más beligerantes que Tillerson e incluso le desautoriza públicamente.
I told Rex Tillerson, our wonderful Secretary of State, that he is wasting his time trying to negotiate with Little Rocket Man…
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) October 1, 2017
Con todo, el desembarco de Pompeo es visto con recelo por varios diplomáticos estadounidenses. A su falta de experiencia diplomática se une una visión ideológica que podría volverle “más calculador y destructivo que Tillerson”. Pompeo, que se cuenta entre los primeros congresistas en ser electos con apoyo del Tea Party, es un fundamentalista cristiano que ha defendido las torturas de la CIA y mantiene una profunda hostilidad hacia Irán.
En la propia agencia de inteligencia se considera que el sesgo ideológico de Pompeo puede pasarle factura a la hora de proporcionar información veraz al presidente. Lejos de convertirse en el portador de verdades incómodas que en teoría debiera ser, el director de la CIA parece volcado en congraciarse con Trump. En enero sostuvo que los tuits de su jefe resultan útiles para recabar información sobre la percepción de EEUU en el mundo.
Para entender el problema que esto supone conviene volver a Legado de cenizas, la excelente historia de la CIA del periodista Tim Wise. En un país con 17 agencias de inteligencia, cada cual se especializa en una función específica: cuestiones domésticas para el FBI, inteligencia de señales para la NSA, espionaje diplomático para el servicio del departamento de Estado, y así sucesivamente. El plato estrella de la CIA, como ilustra Wise, son las operaciones encubiertas y paramilitares. Muchas de ellas apenas están supervisadas por los poderes públicos y terminan con desenlaces tragicómicos.
En la actualidad, la CIA cuenta con varios cientos de operativos paramilitares desplegados por todo el mundo. Su División de Actividades Especiales se complementa con unidades de operaciones especiales del Pentágono, prestadas a través del llamado programa Omega. Esta dimensión paramilitar explica su creciente contribución a la (cada vez más secreta) guerra en Afganistán, donde, además de enviar comandos a colaborar con fuerzas afganas, espera ampliar su uso de drones, ya frecuente en Yemen, Somalia y las áreas tribales de Pakistán. La CIA, observó Pompeo en octubre, necesita volverse “más salvaje”.
A juzgar por su posible reemplazo, la CIA podría, en efecto, volverse más salvaje. Cotton, relativamente joven y ambicioso, es uno de los neoconservadores más extremistas del país. En su historial de declaraciones incendiarias destaca una carta escrita a los dirigentes de Irán en 2015, en la que les amenazaba con poner fin al acuerdo nuclear acordado con Barack Obama tan pronto como la Casa Blanca pasase a manos republicanas. Dos años antes, su cruzada contra Teherán (no faltan las comparaciones con la Alemania de Hitler) le llevó a proponer una ley que encarcelaría a las familias de los ciudadanos que incumpliesen el régimen de sanciones a Irán. El régimen iraní difícilmente puede olvidar que el golpe de Estado de 1953 se sigue contando como un gran éxito en la hoja de servicios de la CIA.
Si se confirman los cambios que anticipa el NYT, el aislacionismo que Trump prometió en campaña habrá dado paso, en menos de un año, a un neoconservadurismo que recuerda al de la primera administración de George Bush. Un equipo de generales y políticos obsesionados con apuntalar la posición de EEUU por la fuerza, aconsejando a un presidente perennemente abotargado y sin capacidad para formar opiniones propias.
Salvo contadas excepciones, no parece que las bases de Trump, aparentemente incondicionales, vayan a castigar este viraje. Tampoco lo hará la prensa estadounidense, proclive a cerrar filas en torno a su país cada vez que se realiza una intervención militar.