La aprobación por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) de Venezuela de la llamada “ley contra el odio” –que sancionará hasta con 20 años de cárcel cualquier publicación en los medios o las redes sociales que los jueces juzguen atentatoria contra la seguridad del Estado– tipifica un delito que entra en la categoría de los thoughtcrime, el crimen de pensamiento que George Orwell, en su novela 1984, describe como el más grave de todos los castigados por el régimen del Gran Hermano.
Aunque supuestamente nadie está por encima de las decisiones de la ANC, ni siquiera el presidente, fue el propio Nicolás Maduro quien “propuso” la ley a la Asamblea tras las protestas que dejaron 125 muertos entre abril y julio.
La ley da al gobierno las herramientas para establecer lo que se puede decir y lo que no en los medios, en las calles y en las aulas, obligando además a difundir mensajes que promuevan “la paz, la tolerancia, la igualdad”, por lo que, según la presidenta de la ANC, Delcy Rodríguez, Venezuela exportará a partir de ahora “amor y espiritualidad para preservar la raza humana”.
La Asamblea no piensa detenerse ahí. Su agenda pendiente incluye la ilegalización de partidos políticos y medios que hagan “apología del odio”. Según la ONG Espacio Público, desde 1999, cuando Hugo Chávez llegó al poder, se han cerrado 148 medios de prensa y se han sacado del aire las señales de la CNN, El Tiempo Televisión, Caracol Televisión y NTN24.
Las redes sociales van a ser especialmente vigiladas por los censores del aparato de seguridad, entrenados en las técnicas del Estado policial por el G2, el servicio de inteligencia cubano. Las ONG Provea y Foro Penal advierten que las redes sociales, el último espacio que tenían los venezolanos para expresarse libremente, se van a convertir en un campo minado.
Cualquier mensaje incómodo en Twitter o Facebook tendrá que ser borrado de inmediato, so pena de multa y del bloqueo de los portales que los toleren. Además, los partidos políticos que promuevan el “fascismo” no podrán ser inscritos ante el Consejo Nacional Electoral y se revocarán las inscripciones de los que cometan las transgresiones tipificadas por la ley.
La ley hará sentir sus efectos ya en las próximas elecciones municipales y sobre todo en los presidenciales de 2018, que se celebrarán según las reglas de juego del régimen. Los funcionarios judiciales o policiales que se nieguen a cumplir la norma podrán ser condenados con hasta 10 años de prisión.
Para que nadie se llame a engaño, Maduro ya ha advertido que no contempla la posibilidad de que el poder deje de ser “bolivariano”. Cecilia Sosa, expresidenta del Tribunal Supremo, sostiene que la ley pretende dar apariencia jurídica a la represión de cualquier tipo de disidencia, intentando eliminarla a través de la intimidación y la autocensura. ¿Quién se atreverá a expresarse sabiendo que sobre su cabeza pende la espada de Damocles de una acusación de contornos tan indefinibles y gaseosos como el de “sembrar odio”?
Joseph Conrad situó la trama de su novela Nostromo (1904) en Costaguana, un imaginario país caribeño donde la guerra, las rivalidades ancestrales, las traiciones y los secretos desencadenan conflictos que enfrentan a sus habitantes a sus peores demonios, reales o imaginarios. En Costaguana todos se obsesionan en condenar a sus enemigos por blasfemia y herejía, como lo hacían los inquisidores del Santo Oficio. La “revolución bolivariana” pretende algo similar cuando estigmatiza hasta la indiferencia, la neutralidad y la tibieza, convirtiéndose así en un fetiche casi religioso.
Los tribunales civiles para juzgar a los réprobos tendrán la potestad de decidir quién es devoto y quién infiel. Loris Zanatta, profesor de historia en la Universidad de Bolonia, escribe en La Nación: “Será el trópico, el ron o un extraño sentido del humor, pero todo lo que hace el chavismo tiene algo excesivo, grotesco, monstruoso”. De hecho, la extraña mezcla de “tragedia e hilaridad” que el escritor holandés Cees Nooteboom describe en El azar y el destino, sus crónicas de viajes por América Latina, se percibe claramente en el texto –sobrecargado de eufemismos y sofismas– en el que el régimen decreta el castigo al odio.
En el credo chavista –o mejor dicho, en el de Maduro, supuesto discípulo predilecto de Chávez–, todo el país debe predicar sus valores: los poderes públicos, las empresas privadas, las organizaciones deportivas y religiosas, los afrodescendientes y los indígenas; incluso los discapacitados (textual).
La lógica política es contundente: cuando el poder es víctima del odio, el mayor deber del régimen es protegerse contra él. Ya Fidel Castro fundamentó su régimen en el principio de que el “primer derecho es el que tiene la Revolución [es decir, el Estado] para defenderse”. La ironía es que mientras el chavismo podrá calificar de “odio” cualquier declaración de indignación o protesta, Maduro y su número dos, Diosdado Cabello –que tiene un programa televisivo titulado “Con el mazo dando”–, pueden insultar, difamar y hacer escarnio de sus enemigos sin cortapisas.
Al exalcalde de Caracas, Antonio Ledezma, Maduro lo llamó “vampiro” después de su huida del país. Pero por lo visto, Maduro no odia, probablemente porque cree que el odio a los enemigos del pueblo es una forma superior de amor.