¿Es la falta de confianza en el gobierno un fenómeno global, o afecta mayoritariamente a los países ricos? Sostengo que si bien el fenómeno es mayoritariamente un problema de los ricos, sus causas son profundas y tienen implicaciones globales.
No cabe duda de que en Estados Unidos y Reino Unido, el declive en la confianza en las élites políticas se debe a que los ricos recogen los beneficios del crecimiento económico a la par que la clase media se encuentra estancada. Mientras tanto, el resto del mundo se pone al día: el número absoluto de gente viviendo en la pobreza extrema llegó en 1970 a los 2.200 millones; pese a que la población mundial se ha duplicado desde entonces, el número de personas viviendo en la pobreza extrema se ha reducido en dos tercios. Esto puede explicar por qué China e India muestran grandes niveles de confianza en sus respectivos gobiernos. El futuro se ve muy distinto dependiendo de si estás en Pekín o en Detroit.
Aun así, el pesimismo occidental tiene raíces más profundas que los contrastes económicos a futuro. Hay una crisis política global que afecta a países ricos y pobres, democráticos y autoritarios, que rinden mucho o que rinden poco. Tres características relacionadas se ponen de evidencia.
Primera. De manera gradual, las personalidades dominan el debate político a escala global. Donald Trump, Emmanuel Macron y Rodrigo Duterte tienen poco en común, excepto una característica: son exitosos outsiders que no eran políticos profesionales. El “presidencialismo”, equilibrado o no por el contrapeso de las instituciones democráticas, gana terreno, mientras se espera que los líderes cambien las instituciones en vez de producir cambios a través de las mismas.
Segunda. Este nuevo énfasis refleja el triunfo de los programas individuales tras el final de la guerra fría. Lo que Margaret Thatcher dijo en 1987 ha venido definiendo el periodo pos guerra fría: “No hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias. Y no hay gobierno que pueda hacer nada sino a través de las personas, y las personas deben fijarse en sí mismas en primer lugar”. El individuo es el rey, y las ideologías que se centran en la dimensión colectiva del destino humano han perdido vigencia.
Y tercera. En un mundo guiado por individuos, el ideal del bien público pierde su atractivo, y la vieja noción, remontándonos a la antigüedad, de que la novedad de la esfera pública viene de la separación entre el servicio al interés público y la búsqueda de los intereses privados, es reemplazada por su opuesto: el éxito privado es la mejor cualificación para el cargo público.
El empoderamiento de los individuos, si bien ha desatado un crecimiento sin precedentes, está en el origen de un malestar global. Pone una gran responsabilidad sobre cada ser humano: no solo ignora la importancia de la suerte para conseguir el éxito, sino que también ignora factores sociales obvios: una pobre chica nacida en Congo y un chico afroamericano, creciendo sin progenitores en un gueto americano, tienen una insalvable desventaja que sobrepasar. Mejor ser un chico vago nacido en una familia rica que una chica brillante nacida en la pobreza más miserable. Las excepciones existen, y son celebradas como ejemplos, pero siguen siendo excepciones. Y decirles a los perdedores de esta competición falseada que deberían intentarlo con más ganas solo los agravia más. De ahí el gradual enfado de todos aquellos que son dejados atrás, tanto en países ricos como en países pobres.
Esta rabia se manifiesta de distintas maneras. En un extremo está el terrorismo de los combatientes extranjeros. Representan el lado oscuro de la esfera individual. El vídeo-mensaje suicida de un terrorista se ha convertido en el más reciente retrato para militantes enfocados en la satisfacción de su nihilismo individual. Y el terror que inspira contribuye a la atomización de la sociedad. En un vagón de metro repleto de gente, cada pasajero es una amenaza potencial. El terrorismo deja al descubierto la vulnerabilidad de las sociedades en las cuales el individuo es el principio y el fin de todo.
De todas maneras, la mayoría de las personas nunca se harán terroristas, y su reacción al culto del éxito individual, sobre todo cuando está fuera de su alcance, se manifiesta en la dirección contraria: quieren restaurar la dimensión colectiva del destino humano. Algunos encuentran respuesta en el fanatismo religioso, otros en el nacionalismo. En el mundo sin fronteras de la globalización, un creciente número de personas buscan fronteras mentales. Reaccionan a las crisis de los Estados, demasiado pequeños –incluso los más grandes– para gestionar cuestiones globales, y aun así incapaces de administrar la solidaridad dentro de comunidades nacionales cada vez más diversas.
¿Cuál es la alternativa? Seguimos siendo seres humanos físicos, y no podemos sentir tragedias lejanas como una pérdida personal: pretender lo contrario es una mentira que aumenta el cinismo de la opinión pública acerca de la política. No podemos aceptar a todo el mundo sin la mediación de estructuras intermedias tangibles. Los valores, si son más que aspiraciones retóricas vacías, deberían estar basados en nuestra propia experiencia personal. Reconstruir la confianza depende de nuestra habilidad para conectar, a través de una escalera institucional, lo global con lo local.
Este artículo fue publicado originalmente el 19 de septiembre, en inglés, en la web de Crisis Group.