Movilización para que el asesinato del periodista mexicano Javier Valdez no quede impune, en Culiacán, Sinaloa, México, el 15 de mayo de 2018. GETTY

Impunidad y muerte: los costes de informar desde México

José Luis Marín
 |  28 de junio de 2018

El 29 de mayo se encontró el cuerpo sin vida de Héctor González Antonio, reportero del diario Excélsior, en un camino de tierra del estado de Tamaulipas, al norte de MéxicoEl periodista fue asesinado a golpes.

México es el lugar más mortífero del mundo para el ejercicio del periodismo, prácticamente al mismo nivel que Siria. Aparentemente, las diferencias entre ambos países deberían ser enormes: la república árabe afronta su séptimo año de conflicto armado, en una guerra que ha dejado medio millón de muertos, más de 11 millones de desplazados –tanto internos como externos–, y ya hace mucho tiempo que trascendió las fronteras nacionales. México, por su parte, es un territorio en paz –al menos, oficialmente–, y celebra el 1 de julio unas elecciones federales bajo el halo de un sistema democrático relativamente asentado.

La realidad, sin embargo, se aleja mucho de está diapositiva. Los datos son aberrantes: en lo que va de año, seis periodistas han sido asesinados en México. El año pasado fueron hasta 11, según datos recopilados por Reporteros Sin fronteras. Todo ello, en un clima donde el culto a la violencia se extiende de forma generalizada por todos los rincones de la sociedad. Desde 2006, la década que ocupó la guerra contra el narco ha dejado más de 150.000 homicidios y decenas de miles de desplazamientos. Solo en Tamaulipas, estado fronterizo donde fue asesinado Héctor González, hubo 1.053 homicidios dolosos en 2017, un 23% más que el año anterior.

En periodos electorales, como el que afronta México desde septiembre de 2017, el hostigamiento contra informadores se convierte en una poderosa herramienta para imponer silencio. En gran medida porque la persecución también se ejerce desde los poderes públicos, lo que deja poco margen para que los ciudadanos accedan a información contrastada y libre de presiones, para luego acudir a las urnas. Según datos recogidos por Artículo 19, una organización para la defensa de la libertad de expresión, durante 2018 se han producido más de 200 agresiones a periodistas, de las que más del 25% se perpetraron en el contexto electoral.

Pese a que esta, la persecución a periodistas durante los meses de elecciones, pueda ser la cara más visible de las deficiencias democráticas en el país, hablar de violencia contra periodistas en México exige referirse a dinámicas sociales, económicas y políticas enfrentadas con los derechos humanos desde hace mucho tiempo. Hace poco más de un año, el caso de Javier Valdez, asesinado en Sinaloa, transcendió internacionalmente y actuó de catalizador para muchas de las voces que clamaban contra esta situación insostenible.

El clima de violencia es tan generalizado que la contabilización de asesinatos y asaltos varia según la fuente que se consulte: el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ) cuenta 104 periodistas y trabajadores de medios asesinados en el país desde 1992. Artículo 19 eleva el número a 116 desde el año 2000. En total, es posible que la cifra alcance los 140 en los últimos 19 años.

Una de la vías sobre las que ha circulado, durante lustros, la opresión contra los comunicadores en el país es la impunidad: actúa en los distintos niveles, desde crímenes menores a grandes actuaciones del narco o de la corrupción política y estatal. Esta es una de las explicaciones más generalizada entre periodistas del país y corresponsales: las dinámicas de violencia e inseguridad contra la prensa están estrechamente relacionadas con la ausencia de la más mínima expresión del Estado de Derecho. El militarismo como forma de gobierno –es decir, la violencia que rodea el ejercicio del poder– exige a los mandatarios atomizar a sus contrincantes.

De esta forma, los poderes públicos, que deberían asegurar y proteger la práctica de la profesión, actúan muchas veces como brazo ejecutor: según Artículo 19, cerca de la mitad de ataques cometidos contra periodista en 2017 fueron cometidos por agentes estatales, aunque ni uno de ellos fue responsabilizado.

Para atender al problema de la impunidad, en 2010 el Estado mexicano puso en marcha la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (Feadle). El resultado ralla el surrealismo: de las cerca de 800 denuncian recogidas por el órgano en los últimos años –incluyendo 47 asesinatos–, solo tres han acabado en una sentencia condenatoria, tal y como denuncian la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y Naciones Unidas. Desde 2007, la impunidad de crímenes contra periodistas en el país ha aumentado un 142%, según datos del CPJ.

Este clima de inseguridad ha provocado que, en numerosas ocasiones, muchos profesionales sean víctimas de desplazamiento forzado o refugio en otros países.

Pero la persecución y las barreras al ejercicio de la profesión en México trasciende de muchas formas a la violencia física y el asesinato, con prácticas como el estrangulamiento económico, la extorsión o el espionaje.

A finales del año pasado, un extenso reportaje de The New York Times provocó un importante revuelo en el sector mediático del país. El corresponsal del diario estadounidense en la zona, Azam Ahmed, aseguraba que, a través de sus presupuestos de publicidad gubernamental, el ejecutivo de Enrique Peña Nieto controlaba muchos de los medios de comunicación del país. El propio Valdez, allá por 2011, ya señalaba esta deficiencia en el sistema: falta de apoyo ciudadano, escasa publicidad comercial y una tremenda dependencia de los anuncios institucionales, salvaguarda para la viabilidad económica de muchos medios.

El texto de Ahmed, que apuntaba directamente a varios diarios y periodistas –con nombres y apellidos– encendió un crispado debate en redes sociales entre los que defendían la tesis del NYT y los aludidos, que cargaron contra el diario estadounidense.

 

 

https://twitter.com/sanjuanamtz/status/945478188431327233

 

Más allá de la intensa discusión, sí parece cierto que el gobierno saliente gastó, solo a nivel federal, más de 2.000 millones de dólares en publicidad en los últimos cinco años. También que la altísima dependencia de este tipo de recursos y su distribución opaca –y por tanto el riesgo de falta de independencia o no escrutinio de los poderes– no solo es común en México, donde la nueva ley para regular este tipo de financiación ha sido duramente critica por la oposición y la sociedad civil, sino en toda Latinoamérica.

El gobierno de Peña Nieto también fue protagonista de otro escándalo cuando en junio de 2017 un grupo de periodistas y activistas mexicanos presentó un informe en el que se aseguraba que el ejecutivo había usado un sofisticado programa informático para espiar a activistas y profesionales de la comunicación. El software, conocido como Pegasus, se filtraba en los teléfonos móviles y accedía a información sensible de las víctimas. El estudio documentaba hasta 88 casos de infiltración y vigilancia de personas críticas con el ejecutivo.

Algunas de las conclusiones del informe no tienen desperdicio: entre otros hechos, Pegasus fue usado para espiar a abogados que participaban en la investigación sobre los 43 estudiantes de Ayotzinapa, a periodistas reconocidos del país y a académicos implicados en la confección de un proyecto de ley anticorrupción.

Como era de esperar, México tampoco escapa a otros fenómenos globalizados en términos informativos. En abril, una investigación de la revista Mother Jones apuntaba directamente a Facebook –y también a Twitter– por difundir propaganda, incluso mentiras, en el contexto de la carrera electoral. Sin ser ninguna novedad, la dinámica era similar a lo ocurrido en la elección de Donald Trump o la votación del Brexit: varios sitios web, bajo la apariencia de medios de comunicación, estaban usando los potentísimos canales que tenían en estas redes sociales para influir en la opinión pública mexicana.

En este caso, el objeto de los ataques era Manuel López Obrador, candidato izquierdista a las elecciones del 1 de julio. La publicación estadounidense identificó cuatro páginas web relacionadas con estos hechos. Todas usaban el mismo código fuente, disfrutaban el mismo servidor y tres de ellas fueron registradas en un solo día a través de la misma compañía. Con el impacto real de las fake news aún por demostrar, la influencia de estos canales que operan bajo el anonimato y con nula transparencia sí puede suponer una carga mayor en un país donde los periodistas afrontan serias dificultades para informar.

La situación de México es, lamentablemente, la punta de laza de una tendencia que se extiende de forma abrumadora por toda la región y el resto del continente. El Faro, diario digital de referencia en El Salvador y Centroamérica, lleva años denunciando persecuciones y presiones por parte de distintos actores, especialmente los estatales. En 2015, el medio denunció una cascada de amenazas contra sus periodistas tras publicar varias notas que narraban abusos y posibles ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por agentes de la Policía Nacional Civil.

En agosto de 2017, la revista salvadoreña Factum también recibió amenazas e intimidaciones físicas tras publicar varias informaciones en las que aseguraban que  existía un escuadrón de la muerte en el interior de la policía del país.

En Honduras, desde 2001, 70 profesionales de la comunicación han sido asesinados –el 91% de estos crímenes permanecen impunes–, y solo en 2017 15 periodistas fueron víctimas de desplazamiento forzado por ejercer su profesión, según datos del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos de Honduras (Conadeh).

Actuar en estos contextos desemboca, en muchos casos, en prácticas que afectan a los principios profesionales: coacción, normalización de la violencia, autocensura… Pero también surgen en el periodismo –esa ciencia infusa– arrebatos de ingenio y valentía. La crónica latinoamericana lleva años ganando prestigio en el mundo. Más recientemente, una extensísima investigación de Animal Político sobre corrupción fue galardonada con el premio Ortega y Gasset de Periodismo.

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