El trasfondo de la elección es –cuando menos– complicado. La muerte del presidente iraní, el halcón Ebrahim Raisi, en accidente de helicóptero ocurrido en mayo, sumada a la falta de un sucesor obvio, agravó profundas fisuras internas en un país marcado por la protesta popular. Empujado por una intensa presión pública, el Consejo de Guardianes iraní permitió que se presentara un único candidato moderado, Pezeshkian; pero el líder supremo, ayatolá Alí Jamenei, ha buscado debilitar su candidatura, y el gobierno iraní sigue dominado por fundamentalistas. Los iraníes en su mayoría boicotearon la primera vuelta. Ya sea por enfado, apatía o resignación, menos del 50% participó en la segunda.
El panorama regional también se caracteriza por la confusión. La política exterior iraní obedece a impulsos contradictorios. Por un lado, los líderes iraníes desean algo parecido a la estabilidad regional, tanto para facilitar la transición política cuanto para ayudar al país a enfrentar las paralizadoras sanciones Occidentales. Por otro lado, Irán sigue siendo un miembro comprometido e instigador del “Eje de la Resistencia”: una red informal de actores oportunistas que incluye a Hezbolá en el Líbano, los hutíes en Yemen y Hamás en Gaza y tiene por objetivo eliminar a Israel, expulsar a Estados Unidos de Medio Oriente y alterar el orden mundial liderado por Washington.
Esta tensión se manifestó en la cuidadosa contradanza diplomática que ejecutaron Irán, Hezbolá e Israel en los meses que siguieron al inicio de la invasión israelí de Gaza. Pero el anuncio del primer ministro israelí Binyamin Netanyahu el mes pasado de planear reducir operaciones en Gaza y trasladar fuerzas a la frontera con el Líbano, hace más probable el conflicto. Así se entiende el incremento de los ataques con cohetes contra Israel.
Medio Oriente no ha sido nunca un ejemplo de estabilidad. Pero recientemente, parecía ir en dirección a un statu quo hasta cierto punto más estable. Los Acuerdos de Abraham (presentados en 2020 con el patrocinio de la Casa Blanca), normalizaron la relación de Israel con algunos estados árabes, entre ellos los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin. Esto facilitó la decisión de Estados Unidos de pivotar su atención de Medio Oriente a otras prioridades de política exterior, en particular la contención de China y, desde 2022, dar apoyo a la defensa de Ucrania contra la invasión total rusa. Pero la guerra de Israel contra Hamás trastocó el incipiente nuevo equilibrio y generó una serie de enfrentamientos en toda la región.
El año pasado, Irán también restauró relaciones diplomáticas con varios estados árabes, comenzando por Arabia Saudita. Pero esta distensión se alcanzó con mediación de Xi Jinping; y Pekín mantiene, desde entonces, fuertes lazos con Irán. La venta de petróleo iraní a China ya genera a la República Islámica 150 millones de dólares al día.
Irán también mantiene estrechos vínculos con Rusia, que comparte su objetivo de socavar el dominio mundial de Occidente. Además de declarar apoyo a Rusia en su guerra contra Ucrania, Irán ayuda a esquivar las sanciones Occidentales, sobre todo en el área de las transacciones financieras y de hidrocarburos. Tras la muerte de Raisi, el presidente ruso Vladímir Putin declaró, en una nota de pésame enviada a Jamenei, que “siempre recordará” a Raisi como “la persona más maravillosa”.
Irán ha aprovechado el hecho de que la comunidad internacional esté absorta con Ucrania, Gaza y las peripecias electorales de Europa y Estados Unidos para avanzar en su programa nuclear. Aunque no parece que haya completado el desarrollo de armas nucleares –por el momento–, ya ha alcanzado muchas de las capacidades necesarias para hacerlo; el riesgo de proliferación es grave. Si el Eje de la Resistencia ha permitido a Irán proyectar poder con cierto grado de impunidad, las armas nucleares le permitirían plantear una amenaza creíble al orden mundial actual.
La elección presidencial ha podido mitigar el riesgo, hasta cierto punto. Pezeshkian es partidario de una política exterior más equilibrada y de la reactivación de la diplomacia nuclear. Esta postura le valió el apoyo del exministro de asuntos exteriores Mohammad Javad Zarif, que encabezó las negociaciones para el ahora difunto Plan de Acción Integral Conjunto de 2015, que impuso límites al programa nuclear iraní.
Pero no es probable que ni siquiera Pezeshkian asuma el riesgo político de buscar el acercamiento con los Estados Unidos, sobre todo en vista de la creciente posibilidad de un inminente regreso a la Casa Blanca de Donald Trump (que abandonó en 2018 el acuerdo sobre el programa nuclear iraní). La posibilidad de que el próximo presidente iraní intente llegar a un nuevo acuerdo nuclear con la comunidad internacional es prácticamente inexistente.
Por ahora, es posible que Irán decida perpetuarse en el umbral nuclear, para amenazar con armarse a la primera provocación. Pero también puede ocurrir que cualquier día decida hacer realidad la amenaza y fabricarse un arsenal atómico. El riesgo de una extensión del conflicto en Medio Oriente (algo que, por ejemplo, podría ocurrir como resultado de acciones de Israel) se dibuja como telón de fondo. En el intento de hacer frente a esta peligrosa dinámica, Occidente debe apelar a modos de pensar nuevos y creativos, en vez de aferrarse a estrategias desgastadas. El tiempo juega a favor de los mulás.
Puede que la victoria de Pezeshkian no señale el fin del Eje de la Resistencia y de sus intentos de dar por tierra con el orden mundial liderado por Occidente; en particular porque la influencia del presidente iraní sobre la política exterior de su país es limitada. Pero tal vez genere una ocasión para erosionar la cohesión del agrupamiento. El problema es que para aprovecharla se necesitará una estrategia coherente, algo que ahora mismo Occidente no está en condiciones de formular.
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